En redes sociales circularon esta semana imágenes íntimas de una mujer recostada en una cama, atribuidas a una asambleísta de la coalición Unión por la Esperanza (UNES). Que nuevamente la discusión política, cuando de una mujer se trata, se centre en su vida privada e íntima y su desnudez, demuestra cómo la misoginia sigue siendo parte esencial en la vida política ecuatoriana.
La asambleísta en cuestión, Mónicas Palacios, llegó a la Asamblea respaldada por el correísmo. Ha sido una asambleísta de bajo perfil mediático hasta hace unas semanas que empezó a tomar la vocería sobre lo que su bancada considera presuntas ilegalidades que el presidente Guillermo Lasso habría cometido al tener vínculos con empresas offshore antes de ser presidente de la República, tras la publicación de los Pandora Papers.
Tras su comparecencia en la Comisión de Derechos Humanos que investigó las alegaciones contra Lasso, Palacios denunció, en de su cuenta de Twitter, que ha sido víctima de “ataques mediáticos con mensajes misóginos” luego presentar lo que ella considera “evidencia contundente” sobre la supuesta vinculación de Guillermo Lasso en Pandora Papers.
Más allá de la cuestionable contundencia que afirma Palacios, el video que se le atribuye, y que fue distribuido rápidamente a través de distintas redes sociales, busca evidentemente desacreditarla como mujer ejerciendo una función pública. No la atacan ni por sus argumentos, ni por las supuestas pruebas que presentó si no por dizque aparecer en lencería sobre una cama.
Lo que ella, o la mayoría de las mujeres en espacios públicos, tengan que decir sobre el quehacer político, es secundario. Lo relevante, en una sociedad misógina y conservadora, es con quién duerme una mujer, qué ropa usa en la intimidad, cómo se comporta en su vida privada. Y, pobre de ella si no cumple con los mandatos de comportamiento dictados por las miradas misóginas y patriarcales. Pobre si no se comporta de acuerdo a lo que se espera de una dama recatada y respetable. Será castigada públicamente, en la virulencia de las redes sociales.
Se cuestionará cómo llegó a ser candidata —imposible que sea por méritos propios—, se le atribuirá un padrino político con el que, seguramente, tuvo que acostarse, para llegar a donde está, y se usarán calificativos denigrantes para señalarla con el dedo acusador.
Diego Ordóñez, asambleísta por CREO, tuiteó, refiriéndose a Palacios: “Pasar del tubo a la curul”. Aunque luego borró el tuit, el daño estaba hecho: un hombre político, con más de 34 mil seguidores en su cuenta de Twitter, con un espacio de poder y privilegio determinado, elegía usar su voz para atacar a una colega por su condición de mujer. Ordóñez echa leña al fuego de las redes y abona a las cifras que demuestran que a las mujeres en política se las ataca distinto que a los hombres.
57% de los ataques registrados en contra de mujeres en cargos políticos se enfocan justamente en su comportamiento privado, en sus relaciones familiares, sexuales o sentimentales, según el monitoreo hecho en octubre de 2021 por el Observatorio de Participación Política de la Mujer. “Hay un ataque sistemático cuando las mujeres aumentan su visibilidad pública por alguna decisión o postura que tomaron”, dice Mónica Banegas, vocera de la organización.
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Esto desincentiva la participación de las mujeres en la política y en la vida pública. “Las carreras políticas de los hombres son de 20 a 30 años, pocas mujeres alcanzan ese tiempo, se quedan un período o dos y luego se retiran”, dice Banegas. Y se entiende cuando se leen comentarios como el de Ordóñez que pretenden denostar a una legisladora por cómo vive o cómo fue su pasado. O por cómo viste o quién es su pareja, como ocurrió con la Alcaldesa de Guayaquil, Cinthya Viteri hace unos meses.
Tras los ataques a Mónica Palacios, Diana Atamaint, presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), recordó que en Ecuador hay una legislación que sanciona estos actos de violencia política desde las reformas al Código de la Democracia de 2020. Sin embargo, aún no ha habido un solo caso sancionado para que se cree un precedente.
En las elecciones pasadas se presentaron cuatro denuncias: dos por parte de la activista LGBTIQ y excandidata legislativa, Diane Rodríguez, en contra de Universi Mejía y de Gersom Almeida, ex candidatos a la Asamblea y a la Presidencia de la República, respectivamente. Hubo otra del Movimiento de Mujeres de El Oro en contra del movimiento CREO de El Oro. Otra fue presentada por la ex candidata a la vicepresidencia Sofía Merino contra Isidro Romero, su binomio en la candidatura. Las cuatro fueron archivadas.
El mensaje parece claro: puedes atacar a una mujer y no habrá consecuencias. Ni en la justicia ni en la política pues, hasta ahora, lo único que hizo Diego Ordóñez fue presentar las peores disculpas de la historia: “Ofrezco disculpas a quien se haya sentido aludido o aludida”, dijo en un tuit. Y claro, sobre él no ha recaído ninguna sanción a pesar de que algunas legisladoras ya han dicho públicamente que pedirán al Comité de Ética que sancione a Ordóñez. Veremos si ocurre.
Mientras tanto, no puede haber un silencio cómplice ante los ataques a mujeres políticas porque otros gobernantes lo hicieron antes. Estuvo mal entonces, está mal ahora.
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Aún más cuando los voceros de esos comentarios representan a organizaciones políticas, a votantes o a ciudadanos. Si los legisladores o simpatizantes de UNES callaron cuando Rafael Correa hacía comentarios misóginos, no es una justificación para callar ahora. La defensa de los derechos de las mujeres en el ejercicio del poder y en la construcción del discurso público no puede ser selectiva ni moneda de cambio político. La violencia no es menos grave dependiendo de quién la ejerza.
Estén o no en la misma orilla ideológica, los cuestionamientos tan necesarios a las mujeres políticas deben hacerse en los mismos términos que se les hacen a los hombres: a su trabajo, a sus propuestas y a sus ideas. Lo que pase en su alcoba, con la ropa que eligen vestir o las parejas que deciden tener, no es asunto de nadie más que de ellas.