Que la Alcaldesa de Guayaquil, Cynthia Viteri, tenga tatuajes, esté casada o divorciada, vista con jeans o vestido, debería resultarnos indiferente. Que su vida privada —de quién se enamora o por qué se divorcia— sea motivo para cuestionar su capacidad de liderar la ciudad, es una vergüenza absoluta. 

La difusión de una nota de voz —cuyo origen es desconocido— fue el pretexto para despertar a lo más oscurantista y machista que vive en una sociedad acostumbrada a medir a las mujeres con una vara distinta que a los hombres. El linchamiento adicional que existe cuando esa mujer tiene una vida pública —que, dicho sea de paso y mucho más allá de las diferencias ideológicas que cualquiera pueda tener con sus posturas, se la ha labrado con trabajo y esfuerzo— excede, y por mucho, el límite impuesto por el derecho que todos los ciudadanos tenemos a cuestionar a nuestras autoridades. 

Otra cosa es que ella, como cualquier otro funcionario público, esté sujeta al escrutinio. ¡Faltaba más! Que haya una mirada crítica sobre su gestión, como debería haber sobre la gestión de cualquier otro dignatario es fundamental para fortalecer la democracia. Como lo es que la prensa denuncie, verifique, cuestione, pregunte y, por supuesto, que la Alcaldesa responda, por más que le incomode. Para eso, el centro de las críticas tiene que ser sobre lo que a los ciudadanos debe interesarles: su gestión como alcaldesa, la transparencia en los contratos, las cuentas sobre el manejo de fondos. No su peinado, su atuendo, su estado civil.

Leer o escuchar ataques que cuestionan que Viteri por otros motivos es indignante. Las palabras que usan para atacarla, no solo demuestran misoginia sino también una serie de prejuicios discriminatorios relacionados a la edad y a la condición social. Que “ahora vieja, se enamora” como si las personas que superan los veinte años estuvieran prohibidas de tener nuevas relaciones amorosas. En frases como: “Antes la veía tan dama, tan guapa, tan modelo, ahora la veo tan marimacha, tan marihuanera”, los conceptos son tan degradantes y prejuiciosos que repugnan. La clave para darse cuenta de que son comentarios misóginos es preguntarse ¿le dirían eso a un alcalde hombre? En comentarios como: “La man llegó amando al marido, cholísimo, pero su marido y se divorció”, como si el divorcio fuera una especie de crimen y como si Viteri no pudiera decidir sobre su vida sentimental como le plazca. Por supuesto, con el calificativo clasista adicional para denigrar a quien fue su pareja. 

La comidilla perfecta. Magnificada, además, por la voracidad y virulencia de las redes sociales. De esas que permiten a cualquiera, gran parte de las veces de forma anónima, denostar, desprestigiar y amenazar sin ninguna consecuencia. Esas en las que hasta la supuesta acta de divrcio de la alcaldesa fue compartida sin el menor empacho. Una vez lanzada la pólvora, el fuego lo prende cualquiera. 

Ocurrió algo similar con un supuesto video íntimo que se le atribuía a la asambleísta Marcela Aguiñaga. Y, en los últimos años, de los ataques no se escaparon otras mujeres en puestos de poder como María Paula Romo, en su momento Ministra de Gobierno; María del Carmen Maldonado, Presidenta de la Judicatura o Diana Salazar, Fiscal General. Eso lo advirtió ya el Observatorio Nacional de la Participación Política de la Mujer que hizo un monitoreo de los mensajes en redes sociales a 55 mujeres en puestos de poder en 2020. Ninguna se escapó de insultos y estigmatizaciones por su condición de mujeres. Como tampoco escapó aquella mujer que no era figura pública ni funcionaria de gobierno alguno, pero fue linchada en redes sociales después de que se difundiera un video en el que su esposo le reclamaba una supuesta infidelidad, a la salida de un motel. En un caso como este, las decisiones privadas de las mujeres son carne para carroñeros que buscan regocijarse desde sus más profundos complejos y crear un show público en el que todos tienen algo que comentar. 

No es así. La vida privada de Cynthia Viteri concierne únicamente a Cynthia Viteri. Husmear sobre lo que pasa en su alcoba no solo arrastra al debate público al nivel más bajo de un lodazal si no que afecta las posibilidades de que otras mujeres quieran incurrir en la vida política o pública de un país.

Eso, lastimosamente, es algo a lo que los hombres no se enfrentan. ¿O alguien recuerda que a Jaime Nebot se lo cuestionara por su forma de vestir o su relación de pareja? Algunos dirán que a Rafael Correa sí se lo cuestionó. Claro, con apodos despreciables que intentaban sugerir que era homosexual, como una forma de denostarlo porque para una sociedad machista, una mujer o un homosexual están en una categoría inferior que un “varón bien varón”. 

La única forma de quebrar los tentáculos de esos discursos misóginos es no replicarlos, no darles más cabida, no aceptarlos como parte del juego político; evidenciarlos como inaceptables. Y nada tiene que ver con quién los pronuncie o contra quién sean. La alcaldesa puede ser de nuestro agrado o no. Nos pueden gustar sus decisiones políticas o no. Lo que no se puede tolerar es que su reputación como mujer pública sea medida a partir de su estado civil. O de si usa tacones o tenis. 

Si hay irregularidades en la adjudicación de contratos en la Municipalidad de Guayaquil o si no está cumpliendo con el rol político o de gestión que le corresponde como alcaldesa, es otra discusión. Esa sí, necesaria y trascendente. Esa sí, de incumbencia de los ciudadanos y de los medios. El resto, no sólo menosprecia la capacidad de Viteri como figura pública y profesional de la política, sino que arrastra con ella a otras mujeres con aspiraciones al definir lo que son —o dejan de ser— de acuerdo a cómo viven su vida privada.