Se ha reavivado un debate sobre la educación superior en el Ecuador que se había puesto en pausa desde el 2020, cuando el gobierno de Lenín Moreno recortó de 100 millones de dólares a las universidades públicas del país. Ahora se reactivó por la reforma a la ley de educación superior que envió el gobierno de Guillermo Lasso a la Asamblea y por la redistribución de recursos para universidades privadas cofinanciadas por el Estado. Este nuevo “recorte” hizo noticia y puso a universidades y organizaciones estudiantiles en alerta: se percibía como otro golpe a los sectores más necesitados y al sector público en general. Pero con dudas sobre el manejo de algunas de estas universidades del dinero de las becas, la situación no parece tan fácil de dirimir. Al gobierno no le quedaba de otra: para priorizar a las universidades públicas, era inevitable reformular cuánto iba a las cofinanciadas.
La aprobación del Consejo de Educación Superior (CES) a la nueva fórmula de distribución para las universidades cofinanciadas fue denunciada el 23 de agosto por ocho universidades privadas que incluían a la Pontificia Católica del Ecuador, la Católica de Guayaquil y la Técnica Particular de Loja. Las ocho publicaron un comunicado conjunto asegurando que el gobierno había “reducido en más de USD 12 millones” el presupuesto destinado a financiar becas. Lo llamaron “un duro golpe a los estudiantes de escasos recursos del país” y describieron el término “cofinanciado” como “mal llamado”.
Sus números suenan catastróficos: “hemos pasado de recibir el 10% de una fuente alimentada por una parte del IVA, en el 2011, al 3% el año pasado y finalmente al 0% el día 18 de agosto del 2021.” En su comunicado, las ochos universidades aseguraron que pese a todo cumplirán con quienes ya reciben becas reorientando recursos institucionales e inversiones planificadas.
El gobierno tomó la decisión porque, según el secretario de Educación Superior, Alejandro Ribadeneira, los “cupos en la educación superior pública se han incrementado en un 30%”. Por eso, dijo, “la responsabilidad mayúscula del Estado está con la universidad pública”. Con recursos limitados, optaron por priorizar a las instituciones más inmediatamente urgidas de recursos. La plata pública es —lo olvidamos con frecuencia— limitada.
El debate mediático en ese sentido se ha apresurado. Se han mezclado las cosas. En otro comunicado oficial, la Senescyt aclaró que el presupuesto global destinado a las universidades, de hecho, subió: en 2021 se le asignaron 28 millones más que en 2020. Tampoco hay consenso en los términos utilizados. Ribadeneira insiste, por ejemplo, que el término “recorte” no es preciso, ya que los aportes —por ley— salen de acuerdo a la recaudación del IVA, que ha bajado este año. Su versión es menos catastrófica que la de las ocho universidades: en 2021, las universidades cofinanciadas recibirán 39 millones de dólares.
El debate se ha dado, por sobre todo, mediante comunicados oficiales. El gobierno no logra todavía comunicarse de otra manera. El comunicado del Senescyt cierra con una acusación hecha casi como indirecta: “No es verdad que el gobierno haya eliminado becas”, explican. “Están han sido eliminadas por decisión propia de instituciones particulares que, recibiendo fondos públicos, ahora pretenden desentenderse del derecho de nuestros jóvenes de recibir una beca”. Es decir, según el gobierno, muchas de estas universidades tampoco han puesto de parte. Por eso, argumentan, se trata de responsabilidad compartida. De ahí que Ribadeneira haya anunciado que habrá una auditoría para evaluar la manera en la que estas instituciones han utilizado estos recursos.
Tiene un punto. Según la Constitución, las universidades particulares que “reciban asignaciones y rentas del Estado”, deben obligatoriamente invertir todo eso “a la concesión de becas a estudiantes de escasos recursos económicos desde el inicio de la carrera”. Este, según la Senescyt, no ha sido el caso. Al contrario: los fondos en ciertos casos han sido destinados a gastos administrativos y, en otros, en inversiones como las hechas por el Instituto de Seguridad Social de la Policía, ISSPOL.
Se trata del debate que siempre empaña la asignación de recursos públicos. No es siempre un tema de cuánto se destina, sino de cómo se maneja. O de priorizar los sectores más necesitados, como en este caso la universidad pública y gratuita, a la que en teoría deberían destinarse los fondos que ya no irían a las cofinanciadas.
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Por supuesto, el riesgo es que el supuesto mal manejo de estos recursos justifique, a la larga, más recortes y medidas de austeridad para los sectores más necesitados. Es un argumento manido en contra de la inversión social que podría escabullirse en la conversación nacional. No es el caso esta vez.
La educación superior en el país enfrenta una crisis que demanda un debate honesto con concesiones, sacrificios y responsabilidad entre la academia privada que recibe dinero estatal y el gobierno. Con escasos recursos, la responsabilidad del gobierno es la de amparar y fomentar primero los recursos de las universidades gratuitas. Eso obviamente requiere sacar de otras partes. No es fácil y por eso se necesita comunicación directa más activa y accesible que una lluvia de comunicados oficiales. Pero no hay de otra: o se prioriza o nada.