No sé nada de sushi. No sé bien la diferencia entre nigirizushi, sashimis o makisushi,  no me doy cuenta si una ramita de eneldo cambia por completo el sabor del salmón y (me sonrojo de la vergüenza) las opciones tempura son mis preferidas. La ignorancia es atrevida, diría mi mamá.

No me juzguen. Crecer entre ofertas de all you can eat con rollos repletos de queso crema me ha distorsionado (bastante) la idea de un buen sushi, pero hey, ya somos amigos y les he contado cosas peores. La cosa es que la comida japonesa no es mi fuerte.

flecha celesteOTROS HAMACAS

Mi amiga Daniela, en cambio, era toda una experta. Varios días a la semana, a la hora del almuerzo, me arrastraba a comer sushi recién hecho, en ese huequito de la Colón y Almagro, el restaurante asíatico que no tenía letrero pero que muchos conocían y veneraban. 

— No quiero ir ahí, Dani, se demoran horas y tenemos que regresar a trabajar.

— ¡Qué importa! La que espera, siempre gana— me decía y terminábamos esperando casi dos horas por doce rollos de sushi.

— No creo que gané, me quedé con hambre…

— No entiendes nada.

Tamagoyaki, donburi, ramen y esa tortilla de huevo rellena de arroz (¿cómo se llamaba?) omurice, ella quería probarlo todo. Siempre tenía un plan en mente para salirse con la suya. “Hoy vamos al ramen, mañana al sushi”, me decía. Un tiempo después, se pusieron de moda una especie de waffles en forma de pescado que inundaban Instagram con fotos de influencers alrededor del mundo posando con el bocadillo.

— Son taiyakis y muero por probarlos.

Daniela me convenció y en una búsqueda rápida en una página web de dudosa procedencia, compramos los sartenes en forma de pescadito para hacer taiyakis cuando quisiéramos. 

Esperamos ansiosas las primeras dos semanas, a la tercera la emoción bajó y a la cuarta olvidamos el pedido. Dos meses después ella había renunciado al trabajo y yo almorzaba sola en el comedor de la oficina. Chao, comida japonesa.

Casi seis meses después, una caja de cartón con palabras en japonés aterrizó al pie del dintel de la puerta de mi casa. La abrí con la emoción intacta: ahí estaban los sartenes perfectos con sus ojitos y escamas metálicas esperando a ser rellenadas. 

Para entonces, mi amiga Daniela había tomado otros rumbos y nunca pudimos compartir los taiyakis. Pero sin duda, fue una lección sobre los tiempos precisos de la amistad, de compartir y, sobre todo, lo que implica esperar. r por algo que, más que saciarnos el hambre, nos alimenta el corazón.

¡Buen provecho!

Taiyakis

6 porciones / 50 minutos

Ingredientes:

1 taza de harina 
1 ½  cucharada de azúcar
2 cucharaditas de polvo de hornear
⅓ taza de agua
⅓ taza de leche
1 huevo 
Pasta de frijoles rojos dulces (la puedes conseguir en almacenes asiáticos) y/o crema chocolate 
  1. Combina la harina, la levadura y el azúcar en un bol y haz un hueco en el centro.
  2. Mezcla todos los ingredientes húmedos (huevo, leche y agua) y viértela en el hueco de harina.
  3. Bate los ingredientes secos con los húmedos hasta formar una masa sin grumos, que tenga una textura sedosa y brillante.
  4. Cubre el bol y refrigera durante 30 minutos para que la masa repose.
  5. Calienta el sartén taiyaki a fuego medio-bajo y vierta aproximadamente 2 cucharadas de masa en un lado de la sartén. Si no tienes un sartén taiyaki, puedes usar un sartén pequeño y formar pequeños círculos con la masa, como si fueran panqueques.
  6. Sobre la masa cruda todavía, coloca un poco de pasta de frijoles o chocolate en el centro y vierte más masa (aproximadamente 2 cucharadas) sobre la pasta.
  7. Deja cocinar cada lado durante 3 a 5 minutos a fuego lento.
  8. Cuando ambos lados se hayan cocinado, retira el taiyaki con cuidado.
  9. Repite el proceso anterior para la masa restante.
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Gabriela Valarezo
ex directora de arte y gourmand oficial de GK. Dirige Quiero Comer, desde donde, cada sábado, cuenta historias sobre una receta (y nos cuenta cómo preparala).

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