Hay mesas metálicas vacías en el patio de comidas del mercado Central de Quito a la una de la tarde de un sábado: es un paisaje urbano que hacía apenas dos años era inconcebible. En sus casi 70 años de existencia, el mercado —que ocupa una cuadra en la entrada al Centro Histórico capitalino— ha cultivado fama por sus corvinas fritas, papas con cuero, encebollado guatita, menudo, secos de pollo, tortillas ambateñas, caldos, jugos, tortillas de verde y más platos típicos. Susana Valencia, quien vende jugos ahí, dice que en los 45 años que lleva en el mercado “nunca lo he visto así de vacío en plena hora del almuerzo de un fin de semana”. Pero esa es la realidad desde que comenzó la pandemia del covid-19.
Los 54 mercados y ferias municipales de Quito han sido gravemente impactados por la crisis sanitaria, social y económica ocasionada por el coronavirus. Ahí es donde el 29,6% de la población quiteña hace sus compras, según el informe de Calidad de Vida de Quito Cómo Vamos. Sin embargo, la demanda de sus productos se ha reducido dramáticamente desde marzo de 2020. Paulina Lema, vicereprestante del mercado Central, que agrupa a 140 comerciantes, dice que ahora venden un 10% de lo que vendían antes. “Alcanza para tener cierta estabilidad económica y, en algunos casos, poder pagar a sus empleados”, dice Lema. Valencia, una de las vendedoras de jugos, dice que antes ella vendía al día un botellón de 7 litros de cada uno de sus jugos de frutas. “A veces se me terminaba y tenía que hacer más”, recuerda. Ahora prepara poco más de la mitad de cada uno pero casi nunca logra vaciarlos.
Los comerciantes de otros mercados quiteños viven una situación similar. Eddie Inger, que vende frutas en el Mayorista (donde trabajan más de 6 mil personas), dice que antes de la pandemia en un sábado de feria vendía hasta 3 mil dólares. Cuenta que ahora con suerte llega a los 600. Zoila Celi dice que en los últimos 16 meses las ventas de su puesto de banano y frutas cítricas en el mercado Mayorista se han reducido a la mitad.
Para María Teresa Masapita, comerciante del mercado de Chiriyacu, al sur de la ciudad, la reducción es aún mayor. Dice que hasta el primer trimestre de 2020 vendía hasta medio quintal de mote con chicharrón —unas 110 libras. Ahora solo prepara un tercio de eso y casi nunca logra venderlo todo. María José Pilamaga dice que antes, en un sábado, vendía hasta mil dólares en su puesto de mariscos en Chiriyacu. “Ahora ni a 400 llego, es pésimo”, se lamenta.
La reducción en la demanda de productos ha provocado que los comerciantes tengan que desechar los alimentos con más frecuencia. Eddie Inger dice que una de sus técnicas es rematar las cajas de fruta que ya se están dañando. Así termina vendiendo un cajón de uvas —por el que normalmente cobra 13 dólares— en apenas 3 o los de durazno con el 50% de descuento. Lo que tampoco logra rematar, admite, tiene que botar.
Lo mismo hace Pilamaga. Dice que su caso es todavía más sensible porque al tratarse de mariscos, sus productos se dañan en menor tiempo: ella bota la mercadería pasando un día. El informe de Quito Cómo Vamos dice que en la capital se desperdician a diario “más de 100 toneladas de alimento apto para el consumo humano”. Además, según el documento, el Banco de Alimentos de Quito recupera semanalmente, en promedio, 3 toneladas de productos.
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Aunque sus comerciantes dicen que las ventas en el Mayorista han disminuido, el flujo de gente que lo visita continúa siendo alto. Pablo Benalcázar, gerente general de la empresa metropolitana Mercado Mayorista, dice que a diario llegan entre 25 y 32 mil personas al mercado más grande de la ciudad. Sin embargo, eso no se refleja en los ingresos de sus comerciantes. “Ahora hay más competencia”, dice Zoila Celi, del Mayorista. Según ella, ese es el principal motivo por el que además de la pandemia, no ha podido tener los mismos ingresos que antes.
El mercado Mayorista es como una miniciudad: congestionado, caótico y bullicioso —la gente va de aquí para allá, los carros causan atascos por sus callecitas flanqueadas por puestos de manzanas, duraznos, papas, barraganetes, peras, sandías —y todo lo que uno podría imaginar existe en el planeta de los productos de mercados.
Hay peatones que hacen equilibrismo con las pesadas fundas de compras que llevan en las manos. Otras van acompañadas de carretas repletas de frutas y hortalizas compradas al por mayor que serán distribuidas en sus negocios. En caso de emergencia, dice Benalcázar, el Mayorista podría abastecer a todo Quito por 5 días. Es tan grande que desde 2012 funciona como una empresa pública metropolitana independiente. Pero se está quedando pequeño para la cantidad de comerciantes que alberga y de productos que venden.
El mediodía en este mercado es un escenario muy distinto al del Central. En vez de esperar cientos de personas yendo a almorzar, a esta hora el Mayorista cierra su jornada, que para muchos de sus puesteros comenzó a la medianoche o en la madrugada. Cuando el sol se estaciona en el cénit, la mayoría de locales están cerrando. Los que quedan abiertos, están descargando los productos que llegan en enormes camiones cargados hasta el tope y que serán vendidos al día siguiente.
Los mercados son clave para la economía de la ciudad porque contribuyen a regular los precios de los alimentos. El economista Carlos Marcillo, director del Centro de Economía Popular Solidaria del Colegio de Economistas de Pichincha, dice que al reducir los intermediarios en el proceso, los productos se abaratan. Cuando los precios son menores, el principal beneficiado es el consumidor, afirma Benalcázar. Según un informe de la fundación Friedrich-Ebert-Stiftung de Ecuador, estos espacios comerciales también crean relaciones más equitativas con las regiones de abastecimiento de alimentos y fomentan la soberanía alimentaria y económica.
Los tomates, dice Marcillo, pasan por entre “6 y 7 manos hasta llegar al consumidor y ahí se encarecen”. Jack Rodríguez, director de Comunicación de la Agencia de Coordinación Distrital de Comercio (ACDC), dice que en los mercados se trabaja con los productores de los cultivos para adquirir directamente los productos. “Así el productor recibe un precio justo, la producción llega a los mercados de Quito a precios razonables, tratando de romper la cadena de intermediación”, dice Rodríguez. En el caso de los tomates, según Rodríguez, los productores venden cada caja 20 kilos a 7 dólares. Sin embargo, esa misma cantidad llega a Quito costando cerca de 22 dólares. Esa brecha, dice, se queda en la intermediación.
Cuando no hay mercados, como en los primeros meses de la pandemia del covid-19 en que fueron obligatoriamente cerrados, los ciudadanos que normalmente compran ahí sus alimentos tuvieron que recurrir a opciones más costosas. “Podían ir a supermercados y otros locales, a precios más altos. Eso afectó muchísimo a la economía familiar de la población”, dice Rodríguez. Los mercados abrieron desde mayo de 2020 y siguen intentando recuperarse del impacto que esos meses de clausura mandatoria ocasionaron.
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En el mercado Central y en el de Chiriyacu hay varios puestos vacíos. Algunos, me dicen, se han retirado porque ya no podían financiar su negocio. Lema, vicereprestante del mercado Central, dice que ahí también había un alto porcentaje de población de la tercera edad —un 60% aproximadamente—, pero algunos han decidido no regresar todavía a su trabajo por miedo a contagiarse, enfermarse de gravedad y morir por covid-19. Por eso, dice Lema, muchos de los locales están siendo atendidos por hijos, sobrinos o nietos de sus dueños. Los que no tienen a quién enviar, han dejado los puestos vacíos a la espera de una solución.
Zoila Celi nació en el mercado Mayorista hace 60 años: su madre dio a luz mientras trabajaba en su puesto de frutas. Hace 40 años, Celi le tomó la posta del negocio a su madre y espera que sus hijos hagan lo mismo. Por eso, dice, les puso un puesto a cada uno para que puedan pagar sus estudios. El mayor, de 21, estudia mecatrónica. Su hija, de 18, va a comenzar medicina en unos meses pero se levanta cada madrugada para ir al Mayorista y poder costear su carrera.
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La fuerza que empuja a los mercados quiteños es mayoritariamente femenina. El 75% de todos sus dependientes son mujeres. Según Patricia Garzón, representante del Central, en ese mercado la cifra asciende al 90%. Además, gran parte de ellas son “jefas de familia y cabezas de sus hogares”. Según el economista Marcillo, eso facilita que las mujeres tengan sus propios recursos financieros. Además, las mujeres tienden a destinar más de sus ingresos a la educación y la salud de su familia. Celi es solo un ejemplo de eso. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), las mujeres reinvierten el 90% de sus ingresos en sus familias y comunidades. Los hombres sólo entre el 30% y el 40%.
Los mercados son verdaderos motores de la ciudad. Parte de ese impulso, dice Marcillo, viene de las vendedoras a quienes describe como “emprendedoras que bajo la autogestión han ido creciendo de acuerdo a sus posibilidades”. Además de ser un espacio laboral ampliamente conformado por mujeres y ancianos, el informe de la fundación Friedrich-Ebert-Stiftung dice que generan empleo para la población indígena y otros grupos sociales con umbrales de acceso laboral bajo. En 2019, el 80% de los comerciantes de papas y el 60% de los de hortalizas del Mayorista se autoidentificaban como indígenas, en un país en el que el nivel de empleo informal y en condiciones de desventaja es alto para esta población, especialmente para las mujeres.
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Las mesas a dos metros de distancia, el frasco de alcohol o gel en las entradas y el guardia que toma la temperatura al ingresar son evidencia de que los mercados también han tenido que acoplarse a la nueva normalidad. Garantizar la calidad y la salubridad de los productos es más importante ahora que nunca antes. Eso será elemental en motivar a los consumidores a regresar a consumir a estos espacios comerciales.
Eso ha generado varios planes de la ACDC y de la Agencia de Rastro, otra entidad municipal con la que están colaborando para garantizar la salubridad de los productos.
Uno de los principales es el plan piloto que se hará en el mercado de Chiriyacu, donde —entre los gritos de los comerciantes para llamar la atención a sus clientes (“¿qué le doy, qué va a llevar?, Venga pase, caserito”), cabezas de chancho colgando del techo y montañas de pescados rojos, grises y blancos— está el germen del cambio perpetuo de la forma en que se distribuye la mercadería en la ciudad.
Este cambio consiste en implementar un empaquetado especial para carnes, mariscos, frutas y legumbres conocido como “en frío”. Esta técnica garantiza que se mantenga su cadena de frío desde su envasado hasta que llega al consumidor. Klever Saltos, presidente de la asociación de comerciantes de Chiriyacu, dice que esos productos durarán entre 8 y 10 días en perfectas condiciones y que no tendrán que ser desechados. Según Saltos, hasta diciembre de este año ya estaría implementado este proyecto. Jack Rodríguez dice que el objetivo es ir expandiendo el plan piloto a otros mercados en el futuro.
Otra necesidad pendiente es mejorar el almacenamiento de los productos. Según el informe de Quito Cómo Vamos, este es uno de los principales problemas de los mercados y ferias de Quito porque el 76% de vendedores mayoristas no tiene bodegas para almacenar sus productos. En Chiriyacu, los comerciantes de verduras y legumbres entrevistados dicen que utilizan toldos para tapar los productos para el día siguiente. Los de carnes y algunos de mariscos lo hacen en cuartos fríos o en congeladores en sus propios puestos.
María José Pilamaga no tiene un cuarto frío para guardar sus productos, lo que hace que estos no puedan ser ofrecidos por más tiempo. Saltos dice que como el mercado ha crecido, no hay espacio suficiente para que todos los vendedores de mariscos tengan un cuarto frío. Sin embargo, añade que está entre los planes de mejoras expandir el espacio de cuartos fríos.
Incluso en los locales más espaciosos, el almacenamiento continúa siendo un problema. Eddie Inger dice que en su puesto en el Mayorista —que es un cuarto de aproximadamente 4×4 metros— solo puede guardar las frutas que vende con una débil puerta de metal fino y endeble. Inger dice que ya le ha pedido a los administradores que pongan puertas corredizas metálicas para que sea más seguro almacenar sus productos en su espacio asignado.
La calidad de los productos es un diferenciador importante en medio de un escenario con tanta competencia. Marcillo dice que eso incluye cómo se ofrecen los productos, la forma en la que se promocionan y hasta las técnicas de venta. Según Jack Rodríguez, la ACDC está trabajando para que los productos que se vendan en los mercados tengan garantías como que no se ha roto la cadena de frío y con el empaquetamiento adecuado. Incluso, dice, que están trabajando en logos y marcas que identifiquen a cada uno de los mercados para fidelizar a los clientes y promocionar sus productos.
Otro paso necesario para fomentar la confianza del consumidor es avanzar en el proceso de vacunación contra el covid-19. Hasta el momento, el 80% de las personas que trabajan en los mercados municipales ya han sido vacunadas. Benalcázar dice que en el Mayorista el 20% que todavía no ha sido vacunado es, en su mayoría, por miedo. Sin embargo, poco a poco están convenciendo a más personas a que se vacunen. Una de esas es Zoila Celi, quien me dice que no quería hacerlo, pero que le asignaron una nueva cita y que a esta sí va a asistir.
La ACDC tiene planeado poner logos en cada uno de los puestos y en la entrada de los mercados para indicar que se ha cumplido con la vacunación. Esperan que esa sea otra prueba de su compromiso para cumplir las medidas de bioseguridad y que impulse a la gente a considerarlos como un espacio seguro y limpio para hacer sus compras cada semana.
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Otros problemas ya existían antes, pero se han intensificado con la pandemia. Patricia Garzón, representante del mercado Central, dice que uno de esos son los vendedores ambulantes, que aumentan la competencia y reducen sus ventas. Según Garzón, el Central estaba “prácticamente libre de ventas informales” pero, afirma, las administraciones municipales de los últimos años se han descuidado. “Todo Quito es un mercado”, dice frustrada por los altos niveles de competencia en los exteriores de su lugar de trabajo.
La seguridad de los clientes preocupa también a los vendedores. “Estamos cansados de que la gente no llegue al mercado por la inseguridad”, dice Patricia Garzón. El sábado que estuve en el patio de comidas en el Central, Paulina Lema envió una nota de voz a un contacto en la Policía pidiendo que una unidad revisara los alrededores del mercado porque le avisaron que estaban tratando de robar.
Pero más allá de eso, el Central es un mercado ejemplar. Es un sitio bien distribuido, con sus puestos bien cuidados y limpios. Sus vendedoras usan uniformes antifluidos, mascarillas y desinfectan las mesas después de que cada grupo de comensales se levanta. Patricia Garzón dice que ellas pueden hacer todo lo que puedan para garantizar las medidas de bioseguridad, la inocuidad de los productos y la seguridad de los clientes dentro de dentro del mercado, pero lo que pasa afuera es responsabilidad de las agencias municipales. Está claro que ellas han hecho ya su parte.
En medio del olor a clorofila fresca, a frutas y (en algunas partes) a la sal del mar, que los define, los mercados quiteños, sus comerciantes y dirigentes siguen luchando por sobrevivir a la pandemia y adaptarse a los cambios que la emergencia sanitaria impuso. No lo lograrán solos: la participación de las autoridades y la implementación de cambios estructurales es indispensable. Juntos podrán aprovechar el potencial económico, social y comercial que estos espacios tienen para Quito.