La crisis carcelaria ha desbordado la comunicación de dos presidentes. Primero, cuando en febrero de este año empezaron los enfrentamientos que dejaron 79 muertos en 3 cárceles del país, el expresidente Lenín Moreno felicitaba al ganador del reality show de cocina Master Chef en sus redes sociales. Y esta semana, con otra ola de violencia de la crisis carcelaria, el presidente Guillermo Lasso fue blanco de críticas por un video que subió el actor Eduardo Maruri en Carondelet en el que Lasso gestualiza al ritmo de la canción La Curiosidad. Lasso, luego, asumió la gravedad de la situación, declaró el estado de emergencia y designó a Fausto Cobo, coronel en servicio pasivo, como director del Servicio Nacional de Atención Integral a personas Privadas de Libertad (SNAI). Se puso finalmente serio, porque la situación podría írsele de las manos. 

No es una crisis secundaria —incluso ante la pandemia y la crisis económica que asola al país, ya era un asunto preocupante. Las superpobladas cárceles del país, ahora en control de mafias y en condiciones de vida deplorables, son una prioridad. 

Su manejo será un reflejo del manejo del país que haga el presidente Lasso. 

Ha sido como un incendio forestal: una llama a lo lejos que con el tiempo lo devora todo. La crisis carcelaria se prolonga desde 2019, cuando 32 presos murieron de forma violenta dentro del sistema carcelario. En 2020, la cifra sobrepasó los 50. Este año llegó con ráfagas de violencia: en febrero murieron 79 personas por enfrentamientos en cárceles de Quito, Cuenca y Guayaquil. El 12 de junio hubo violentos altercados entre pabellones de la Penitenciaría del Litoral. Y hace pocos días, el 22 de julio —mientras la comisión de Seguridad de la Asamblea Nacional discutía la crisis— los desmanes dejaron 25 fallecidos en las cárceles de Cotopaxi y la Penitenciaría del Litoral, heridos y una oficial de la policía violada. 

Ya son recurrentes las imágenes aberrantes y crueles de, por ejemplo, un pabellón entero masacrado o de gente degollada con motosierras. En febrero también hubo declaraciones y pronunciamientos de algunas de las bandas enfrentadas: Los Choneros, los Lobos y Nueva Generación que, incluso, amenazó de muerte al coronel Jácome, entonces subdirector de Rehabilitación de la SNAI. 

En la rueda de prensa del 22 de julio, el Presidente se dirigió directamente a las mafias. “Se equivocan si creen que este gobierno va a actuar con la misma tibieza que los anteriores”, dijo con el ceño fruncido y sosteniendo el micrófono con sus dos manos. “Se equivocan si creen que nos va a temblar la mano”. Fue enfático. “Vamos a usar todo el poder de la ley para imponer el estado de derecho para imponer la paz y los derechos humanos”, dijo Lasso.  

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Lasso dijo que iba a imponer el orden y la fuerza con la Policía, pero con el apoyo de las Fuerzas Armadas: una de las medidas que anunció fue el establecimiento de control militar en el perímetro de acceso a las cárceles. Fue claro en cómo, según él, se distinguirá tanto de Moreno como de Correa: ante esta crisis, él llamaba a la mano dura. 

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Es una medida desesperada por, primero que nada, recuperar las cárceles de las mafias que las controlan. Un paso con el que el presidente pretende ordenar la casa, aunque consciente —lo dijo Fausto Cobo— de que la violencia representa un problema estructural. 

En ese sentido —habrá que ver— podría ser un paso en falso, como cuando junto a Jaime Nebot propuso en campaña que los ciudadanos porten armas para combatir la delincuencia. En las cárceles se condensan y fermentan muchos de los conflictos definitorios de una sociedad, desde discriminación hasta el populismo legal. 

Son, de hecho, el efecto de muchas manos duras. Según el SNAI, el 40% de la población carcelaria no tenía sentencia hasta el final de 2020. Son 15 mil personas encerradas sin sentencia. Ese el riesgo de apelar a la fuerza sin una mirada integral de los problemas: fue a la fuerza que las cárceles se convirtieron en lo que son. 

Es cierto: a diferencia de Lenín Moreno, el presidente Lasso al menos traza un camino. La mención enfática de las mafias y de los carteles de droga saca del clóset una realidad que Ecuador no puede seguir ignorando. 

La llamita de fuego en el horizonte ya está a la vuelta de la esquina. Y no puede ser postergada porque su manejo responsable afecta todos los demás aspectos de la sociedad. 

Las cárceles han sido utilizadas como medidas de mano dura, a pesar de ser incubadoras para el crimen, como lo ha denunciado algunas veces Elsie Monge, de la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos: 39 mil presos en un sistema diseñados para 29 mil, hacinamientos, abuso físico y sexual, condiciones de vida miserables y un déficit presupuestario agudo. En las cárceles del país operan solo el 30% de los agentes de seguridad penitenciaria que se necesitan. No son un problema aparte de la sociedad, sino su indicador más crudo. 

Aunque el aviso de Lasso es una medida paliativa para, por el momento, recuperar el orden, el riesgo es la tentación de la mano dura y la falsa paz que brinda. 

El presidente puede cambiar de tono y retar directamente a las poderosas mafias que rigen en las cárceles, pero eso no solucionará las condiciones inhumanas en las que viven los presos que son verdaderos caldos de cultivo de la violencia más atroz. 

Por eso esta crisis es prioritaria para el país: los derechos humanos de los presos, la capacidad real (no retórica) de estos centros para rehabilitar reflejan la capacidad del Estado de asumir los costos de la desigualdad. Lasso enfrentó esa prueba con un mensaje desafiante a grupos armados ilegales. No es suficiente. El cliché aplica: toda crisis es una oportunidad.