La mañana del 17 de marzo de 2021, en el parque del tradicional barrio de Los Ceibos, al norte de Guayaquil, un guardia de seguridad se acercó a Karin Iturralde, de 29 años, y Anllel Tanús, de 21, y les pidió que dejaran de tener “ese tipo de conductas”. Les dijo que, a lo lejos, había visto que ambas tuvieron un acercamiento “inapropiado”. Les advirtió que si seguían haciendo “eso” llamaría a la Policía. “Nos quedamos confundidas porque solo nos habíamos dado un beso de esquimal”—cuando las narices de dos personas se rozan— “antes de comenzar a practicar yoga”, recuerda Karin Iturralde. Como ya les había pasado algo similar unos días antes en el mismo parque, le preguntaron al guardia si era porque eran lesbianas. Él les respondió que sí.

En mayo de 2017, en Guayaquil se expidió la Ordenanza para la Igualdad de los Géneros, la Prevención de la Discriminación y la Erradicación de todas las Formas de Violencia de Género. Este edicto municipal garantiza —al menos en el papel— la no discriminación y la eliminación de todas las formas de violencia de género y el acceso a todos los recursos públicos en igualdad de condiciones para todas las personas. Además, promueve la “modificación de los patrones culturales” que normalizan o generan la discriminización y la violencia de género.

Sin embargo, en el puerto principal del Ecuador es habitual ver que las demostraciones de afecto en los parques, malecones y áreas públicas estén prohibidas. Los policías metropolitanos o los guardias de seguridad (privados contratados por las dependencias municipales) son los que miden el nivel de intensidad de afecto que pueden tener las parejas dependiendo de sus características físicas, sociales y de identidad de género u orientación sexual. La coacción es mayor contra la población que no responde al canon heterosexual, según varias activistas y organizaciones consultadas para este reportaje.

Según Silvia Buendía, abogada especialista en derechos humanos y defensora de derechos de la comunidad LGBTI, una de las causas de que en la ciudad se controle la demostración de afecto es parte del concepto de “regeneración urbana”. Tras años de estar sumida en erráticas administraciones roldosistas —en las que el abandono y la anarquía municipal eran tal que no solo no había suficiente alcantarillado, agua potable, sino que las ratas se habían comido parte del registro urbano de los predios de la ciudad—, el expresidente León Febres-Cordero ganó la alcaldía y empezó una reingeniería completa a la Municipalidad y a la ciudad. La llamó “una cruzada cívica”. 

No solo puso en orden el Municipio, sino que emprendió la construcción de obras públicas. La más simbólica de todas, la creación del Malecón 2000, que reemplazó el antiguo promenade que recorría los 3 kilómetros que hay entre el barrio de Las Peñas, donde se fundó la ciudad, hasta el Club de La Unión, que abarcaba todo el frente fluvial del centro financiero, comercial y arquitectónico de la ciudad. 

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Esa reconstrucción del espacio público tomó el nombre de ‘regeneración urbana’ y buscaba levantar la autoestima de la ciudadanía guayaquileña y convertirlo en un referente turístico. Para administrar el proyecto se creó la Fundación Malecón 2000. Sus miembros, explica el libro, eran hombres heterosexuales de clase media alta, conservadores y que, en su mayoría, se convirtieron “en una especie de guardianes de la moral en el espacio público recién regenerado”. 

La regeneración “también incluía  a la gente e imponía estándares estéticos: lo que no era bonito no caminaba por esas zonas que habían sido arregladas, por lo que se cuidaba que personas con ‘mal aspecto’ dañen el paisaje”, explica Buendía. A la entrada del  Malecón 2000 en 2004 se colocó un letrero que decía el “Malecón se reserva el derecho de admisión” —una clara indicación de que quedaban excluidas del disfrute de este espacio público las personas homosexuales, los vendedores ambulantes, las personas que no tengan apariencia decente y las trabajadoras sexuales, cuenta Buendía. La gente “estaba tan contenta de que podía pasear por lugares bonitos que no se daba cuenta que muchos no podían pasear”, dice la abogada. Ese es el germen de la constante vigilancia por parte de agentes de policía de la moral y las buenas costumbres en Guayaquil. 

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Aunque en el Parque de Los Ceibos no hay un letrero que diga que se reserva el derecho de admisión, los guardias se encargan de transmitir el mensaje a las personas homosexuales. A Karin Iturralde y Anllel Tanús, el guardia les dijo que el parque no era un esapcio “botado” y estaba regido por un comité que prohibía las demostraciones de afecto de personas del mismo sexo.

Cuando las jóvenes guayaquileñas se acercaron al presidente del Comité que administra el parque para pedirle explicaciones, él desmintió al guardia. Sin embargo, ambas dicen que esto ya les había pasado unos días antes en el mismo sitio, pero que hubo diferencias: “la actitud del guardia no fue de prepotencia, sino de incomodidad”, recuerdan. El guardia les dijo que le “apenaba tenerles que decir eso porque entendía su sitiuación ya que su cuñada es lesbiana”. Además, también les dijo que habían sido los padres de familia de los niños que suelen ir al parque a jugar, quienes habían pedido  que les exigieran a las dos mujeres retirarse. Kelly Perneth, activista por los derechos LGBTI, dice que una ciudad es un proyecto para quien la puede habitar según su condición, reconocimiento y autoidentificación étnica. Por ello, al interior de cada una de ellas hay también otras ‘ciudades’ —y que al interior de esas ciudades hay espacios de privilegiados y espacios periféricos. 

“En ese sentido, tiene espacios donde permite que otras personas estén y que otras sean marginadas”, dice Perneth, “si tú eres pobre, tú tienes derecho a transitar la ciudad de una manera que la tiene una persona que tiene recursos económicos y lo mismo pasa con las personas LGBTI”, explica. Por ende, las parejas homosexuales suelen buscar lugares “seguros” —entiéndase, estratégicos o periféricos— en donde tengan menos exposición y no sean discriminados. Pedro Gutiérrez, del programa radial Sin Etiquetas y activista LGBTI, dice que no solo son los lugares físicos, sino también otros espacios, como el digital, que es muy utilizado. Perneth agrega que para la población LGBTI usar el espacio público “tiene un precio porque tiene el peso de la visibilidad y  entre más visible seamos, hay un costo alto de discriminación y que además ha sido normalizado”. 

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Una de las situaciones más comunes que sufren las  parejas homosexuales es que les piden que se vayan del lugar público en el que están. Cuando se resisten, son acusadas de alterar el orden público. Les piden “controlarse”  porque “hay menores de edad” que “no pueden ver eso”, diece Perneth.  Según una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) de 2013 (la más reciente disponible sobre estos temas), el 55,8% de la población LGBTI  encuestada reportó haber sufrido discriminación en espacios públicos y el 60% haber sido excluidos de ellos. 

Por eso, aún muchas parejas no se toman de la mano: tienen miedo a la sanción, que se demuestra a través de violencias cotidianas como miradas, burlas y ridiculizaciones en el espacio público, dijo la activista. La misma encuesta del INEC refleja que el 65,5% de las personas encuestadas dice que ha sufrido actos de violencia en espacios públicos.

La conversación con el presidente del Comité fue corta, pero cordial, recuerda  por lo que los tres acordaron que iban a  realizar una campaña para que no vuelva a haber reproches discriminatorios en el parque.  Karin Iturralde y Anllel Tanús dicen que estaban contentas porque acababan de dar un paso más en su lucha y  caminaron hasta llegar cerca de una cancha, no lejos de donde está un bar y se sentaron en una grada. Ahí se dieron un beso. 

A  los pocos segundos, uno de los encargados del bar se les acercó y les pidió que se vayan, con una historia que ellas ya habían escuchado: “había padres de familia que estaban incómodos”. Las jóvenes que en ese momento se rieron, no como signo de burla, sino por la ironía de las circunstancias porque acaban de hablar con el presidente y habían hecho una denuncia mediática. Pero ahí estaban, por tercera vez, en las mismas circunstancias. 

Karin Iturralde y Anllel Tanús se defendieron. Se habían informado sobre sus derechos y  descubrieron que demostrarse afecto en espacios públicos no es una conducta prohibida por la ley, como muchas personas piensan.“Le dijimos al encargado del bar que no se meta en problemas”, recuerda Karin Iturralde. “Si alguien tiene un problema con nosotras, que se acerque a decirnos”, le dijo ella. El encargado del bar les respondió que le compartan alguna norma para que él pueda explicar a quien reclame que no tiene por qué hacerlo. 

Tras el último incidente, Karin Iturralde y Anllel Tanús decidieron hacer un plantón padífico en el parque. “Apenas llegamos ya estaba la Policía”, recuerda Iturralde. “Con la Policía hablamos apenas aparecieron y les recordamos que es parte de nuestro derecho constitucional hacer plantones pacíficos”, dice ella. En el plantón también hubo un ‘besatón’: una congregación masiva para besarse, una protesta simbólica para denunciar la discriminación y reclamar su derecho a usar el espacio público: fueron unas 100 personas. Entre ellas, el papá de Anllel Tanús que estuvo ahí para apoyar la lucha de su hija.

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Este tipo de situaciones no se da solo en Guayaquil. En otras grandes ciudades del Ecuador, como Quito también sucede. Según el artículo La realidad LGBTIQ y su articulación con el Gobierno local de Danilo Manzano, las deudas del gobierno provincial de Pichincha y de Quito en particular sobre la participación de las personas de la comunidad LGTBI en las decisiones de la ciudad es profunda. 

Kelly Perneth recuerda que hace seis años fue a un bar y el portero le dijo que no se permitía “que entren personas como tú” y yo le dije “cómo soy yo si yo no veo cuál es la diferencia”, dice Perneth. Tras el incidente Perneth hizo una  convocatoria para hacer un besatón a las afueras de ese bar en Quito. En Cuenca, según un breve estudio de la Universidad de Cuenca, el mayor problema  es “la invisibilidad y exigibilidad de los derechos” de las personas de la comunidad LGBTI. 

Hace  24 años se despenalizó la homosexualidad en el Ecuador. Antes, ser parte de la diversidad sexual en este país era un delito. La Asamblea Nacional declaró en 2016, al 27 de noviembre como Día Nacional de la Diversidad Sexogenérica para conmemorar la despenalizació y  en 2019 la Corte Constitucional trajo al país al siglo XXI y aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo. Aunque ciudades como Quito y Cuenca tienen ordenanzas como las de Guayaquil, no es suficiente. Gutierrez cree que la ley debería ir tan rápido como evoluciona la sociedad, pero que esto no pasa en la vida real.

Según Pedro Gutierrez el Estado ecuatoriano aún tiene deudas con la población LGBTI. Por ejemplo, dice que los niños trans que no reciben inhibidores hormonales cuando inician su desarrollo y tienen que seguir creciendo con una identidad con la que no se sienten cómodos. Además, Gutiérrez dice que la filiación —incluyendo la concepción y la adopción— de parejas del mismo sexo sigue siendo una deuda. “Es un privilegio de las parejas que tienen recursos económicos que pueden salir fuera del país para realizarse tratamientos o adoptar”, dice Gutiérrez. Esos, junto al derecho a ocupar y habitar a plenitud el espacio público siguen siendo los pendientes del Estado, pero también de la sociedad, con la comunidad LGBTI en el Ecuador.