La pandemia del covid-19 nos tiene en cuarentena a millones de personas en todo el planeta. En Ecuador, lo que empezó como una noticia lejana irrumpió de repente en nuestras vidas: hace tres semanas yo no imaginaba que estaríamos encerrados en casa por tiempo indefinido, toque de queda e intervención militar en Guayas, incluidos. Ha sido un fenómeno sin precedentes. Así como nunca antes han existido tantos seres humanos vivos en el planeta (casi 7.800 millones), nunca antes habríamos podido seguir el crecimiento exponencial de los contagios y sus pérdidas humanas y económicas en tiempo real. El dolor se comparte globalmente. Más allá de las iniciativas de cada gobierno para motivarnos con mensajes patrióticos, el virus parece burlarse de nuestras referencias nacionalistas. En esta crisis, la solidaridad no cabe como gesto altruista, sino como supervivencia. Esta vez somos todos. 

En uno de los primeros  videos que se viralizaron sobre el inicio de la cuarentena en Italia, el tenor Maurizio Marchini cantaba en Florencia Nessun  Dorma, el aria final de la ópera Turandot del italiano Giacomo Puccini para subir el ánimo de sus vecinos. Vi el video días antes de que empiece la cuarentena en Quito —todavía como testigo lejano de los efectos del covid-19 en Europa— y me emocionó su voluntad por alegrar a su improvisado público. La canción apelaba a la nostalgia y al orgullo de los italianos por su música. En crisis, el tenor se aferraba al pasado de su país para ofrecer esperanza y cantaba un monumento a su identidad. 

La pandemia pronto llegó a casa, al igual que los esfuerzos de la gente por sobrellevarla. No he escuchado cantantes en los balcones todavía, pero en la televisión están volviendo a transmitir los triunfos de la Selección en el Mundial Alemania 2006 y la carrera en la que Jefferson Pérez ganó la primera y única medalla de oro olímpico para Ecuador. Como en el resto del mundo, estamos intentando aguantar el encierro y la incertidumbre colectiva rememorando los momentos históricos en los que colectivamente fuimos felices o estuvimos orgullosos de nuestros símbolos patrios. Como país nos aferramos a los mitos de nuestra historia —incluyendo el fútbol— en la búsqueda de propósito y ánimos. 

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El problema es que esta crisis no está registrando nacionalidades. Al contrario, está desbaratando sus mitos. 

El virus desnudó tanto al primer mundo como a los países en desarrollo  y reveló cuán parecidas pueden ser nuestras vulnerabilidades más elementales. Los mitos nacionalistas que nos diferenciaban hoy importan poco. La situación en la provincia del Guayas es —en este momento— la peor del país. Con más de 850 contagiados, está lejos de Pichincha, el segundo foco, con alrededor de cien casos confirmados, aunque a pesar de los esfuerzos, los números probablemente empeorarán también en la capital. Mientras tanto, en otras partes, las autoridades ya describen el número de contagios en New York como “astronómico”, Italia recluta médicos jubilados en su desesperada lucha contra la pandemia y en España hay más de tres mil muertos. Naciones ricas y pobres han sido igualadas por un enemigo común: es como si viviéramos una invasión alienígena. 

Ante la emergencia, las potenciales soluciones globales recorren un espectro amplísimo. El historiador israelí Yuval Noah Harari dice que para superar la “peor crisis de nuestra generación” sin sacrificar libertades ni entregarnos al autoritarismo y el caos, nuestra única opción es la solidaridad global. Hariri reconoce que este momento— que paradójicamente demanda que nos distanciemos— también demanda de la participación activa del mundo entero para asegurar que los más vulnerables tengan acceso a infraestructura sanitaria y ayudas económicas. Justo en el momento en que los nacionalismos (y su discurso aislacionista) se ponían de moda nuevamente, nos golpea una tragedia que ningún país puede superar solo. La solidaridad ya no es altruismo sino supervivencia. 

Hariri también advierte de un camino distinto que nos llevaría a las manos del autoritarismo o que, tras un discurso sanitario, podría justificar mayor entrometimiento estatal en nuestras vidas y cuerpos. Es la posibilidad del miedo que podría brotar y exacerbar prejuicios hacia lo diferente, como lo demostró Melvin Hoyos, el Director de Cultura del Municipio de Guayaquil, al culpar a los venezolanos y migrantes por el número de contagios en su ciudad. 

Hasta hace unas semanas, en el mundo hemos ejercido la solidaridad como una forma de acercarnos al otro, de reconocer el dolor ajeno y acompañarlo en lo que necesite en palabra o acción —pero siempre desde afuera. Ante la muerte, el sentido pésame, por ejemplo, o el minuto de silencio, presuponen una diferencia entre quién apoya y una víctima directa: “Yo te acompaño en tu dolor”, pero no lo siento, no es mío.

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En los últimos años, un referente ha sido la frase Todos somos que se convirtió en un lema recurrente para expresar solidaridad más allá de las diferencias pero reconociéndolas tácitamente. Al decir “Todos somos Charlie Hebdo”, por ejemplo, después de los atentados contra la revista satírica en París, el objetivo era convocar a quienes no hacían parte de la revista a unirse a ella en contra de los asesinos. “Todos somos” expresaba la voluntad de quienes no experimentaron el crimen de ponerse en los zapatos de las víctimas y sus dolientes; de asumir su dolor e intentar comprenderlo. Fue tan recurrente que se convirtió en un hashtag de redes #TodosSomos + el personaje de turno. A pesar de las contradicciones de ese tipo de apoyo viralizado, detrás de muchas de estas campañas existía un esfuerzo por generar empatía y expresar indignación colectiva contra la tragedia.  

La llegada del covid-19 podría desterrar esa lógica. Ahora la solidaridad no puede ser solamente un gesto de afuera, ni una decisión política altruista o generosa: la especie humana es tanto la víctima como su acompañante. En este contexto, decir o pensar “todos somos todos” no es una tautología y podría convertirse en su propio movimiento porque, por primera vez, #todosSomostodos.

El virus está sacudiendo en vivo la confianza de nuestra especie en su desarrollo tecnológico y en sus instituciones más fundamentales. Más allá de los debates —unos pensadores avizoran un nuevo orden mundial, otros lo mismo pero peor— lo cierto es que nuestra supervivencia ahora depende de la voluntad de todos para cooperar. Las decisiones meramente individuales —como ignorar las medidas sanitarias del gobierno— o meramente nacionalistas —como ignorar los llamados de Organización Mundial de la Salud— ponen a los demás en riesgo. 

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Las pandemias han marcado la historia humana, acelerando cambios, reordenando sociedades y sus valores. Con los velatorios prohibidos en Guayaquil y los servicios funerarios congestionados, la crisis desbarata poco a poco el sentido de la tragedia y los rituales más sacros. 

En medios, los números de fallecidos de otros países y del nuestro se confunden entre los datos globales, que siguen en aumento. Podría pasar lo mismo —no se sabe— entre ciudades y regiones. El virus que causa el covid-19 desactiva las diferencias formales con las que históricamente hemos priorizado unos seres humanos sobre otros. A los muertos ya no los deben llorar las fronteras.

Al apagar la tele y pausar las redes, las noches de Quito son más silenciosas que nunca. El paisaje —edificios mojados por la lluvia, ventanas con luz esparcidas entre la niebla— muestra la misma incertidumbre que en ciudades de Europa, Asia y África. Estamos viviendo “la crisis más grave de nuestra generación” encerrados en nuestros mundos propios, en pijama, como ermitaños con cuentas de Instagram, pero compartiendo la tristeza, dolor y esperanza de nuestra especie entera. 

Debemos distanciarnos para colaborar y colaborar para sobrevivir. Vivimos una paradoja: aunque no podamos socializar, la raza humana parece más conectada que nunca. Esta vez somos todos.