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Horas después de que Omar Mateen matara a 50 personas en un club gay en Orlando, Florida, y que en redes sociales explotara el duelo, un amigo transgénero pedía en su estado de Facebook: “Déjennos en paz con nuestro dolor. Su simpatía pasiva nos hace más daño”. ¿A quiénes se estaba dirigiendo? ¿A los que expresaban su solidaridad? ¿A quiénes cambiaron su foto de perfil a una temática LGBTI, utilizando el mismo filtro que se viralizó cuando el matrimonio homoesxual fue legalizado en Estados Unidos? Las redes sociales afectan la manera en que nos relacionamos: podemos publicar e interactuar directa o indirectamente con todos con quienes estamos conectados. Sin embargo, parece que adaptamos nuestras relaciones a los patrones de esas redes, y no al revés. Nuestra forma de expresar nuestro sentido pésame, por ejemplo, o de reaccionar a eventos trágicos o violentos ahora se rige en gran parte según las tendencias de viralidad mediática. Estamos abandonando la dimensión ritual, ceremonial que, en teoría,  lleva el duelo. 

El tiempo, el silencio, o la solemnidad parece tienen menos cabida en un sistema de perpetua e imparable creación de información. Producimos, publicamos, conseguimos una reacción y proseguimos. Ahora que Facebook incorporó más reacciones con emojis de risa, llanto, ira, ya no es necesario tampoco comentar o escribir una oración en respuesta, por ejemplo, a un evento trágico: está el emoji que llora. Esta dinámica nos remite al modelo que según el lingüista Roman Jacobson es el elemento más primario de la comunicación: la función fática: “iniciar, prolongar o interrumpir para sencillamente comprobar si hay algún tipo de contacto.” Según el modelo, “su contenido informativo es nulo o escaso”. Esta función facilita el contacto y viabiliza después “mensajes de mayor contenido”. Decir “claro”, “OK” o “ya” en respuesta a alguien, por ejemplo, no necesariamente es una afirmación de lo que esa persona te dice, sino una confirmación de que el mensaje fue recibido sin interrupción. La función fática es, por definición, repetitiva y automática: una especie de reflejo. La palabra que se usa es irrelevante en relación con su función enunciativa. Si digo perfecto a alguien que me cuenta que terminó su trabajo, no afirmo que lo hecho es perfecto en el sentido de impecable, sino que confirmo que he escuchado y registrado el mensaje. El sentido propio de perfecto, entonces, se pierde en la interacción inmediata. En cierta forma, por eso,  la repetición automatizada de un gesto diluye su sentido comunicativo— lo convierte en un reflejo autómata reemplazable por miles de otros.  

El silencio se ha practicado como un reconocimiento de la importancia de la reflexión ante la tragedia y la muerte. Por un minuto no decimos nada, reflexionamos, nos permitimos recordar, respetar, honrar la pérdida más allá del ruido o el lenguaje porque, en efecto, a menudo no hay palabras para entender el dolor propio o ajeno. El silencio funciona como una transgresión ceremonial a la rutina de lo fático. La religión de los cuáqueros lo ha utilizado como una forma esencial de la plegaria por más de 300 años precisamente porque, para ellos, significa más al ser universalmente entendida por todas las religiones, y no necesita de un lenguaje específico. El ritual fue adoptado poco a poco en eventos públicos y, eventualmente, en actos oficiales de Europa y el mundo como una expresión de solemnidad. Quizás por eso, cuando Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, pidió un momento de silencio para las víctimas del tiroteo, con la mano en el pecho y la cabeza agachada, un grupo de demócratas salió del auditorio como protesta a la repetición gubernamental de un gesto que, de tan repetido, está perdiendo su sentido. Fue el reconocimiento del desgaste institucional de su solemnidad. 

Cuando el ritual se repite una y otra vez sin que produzca acciones concretas para impedir que la tragedia se repita, el silencio deja de ser solemne y contemplativo. Se convierte solamente en una forma de anunciar que se registró la magnitud de la tragedia. Buenos modales, nada más. 

Sucede lo mismo en las redes sociales. Horas después de la matanza en el bar Pulse de Orlando, se iba a transmitir uno de los capítulos claves en el programa Game Of Thrones. Al día siguiente continuaban los cuartos de final de la Copa América Centenario. En menos de 24 horas, las muestras de luto online que surgieron explosivamente eran irreconocibles de todo lo que se viraliza automáticamente a diario. 50 muertos, luto, Jon Snow está vivo, la goleada contra México, el espionaje de Correa, otros muertos más, luto, la Eurocopa. Cuando la reacción masiva a una tragedia implica la repetición uniforme de símbolos virales que se mezclan en importancia con vídeos de gatos y spoilers de nuestro show favorito, el propósito del gesto solidario se diluye. 

El momento de silencio repetitivo y la viralización homogénea de la indignación tienen algo en común: la automatización fática. No enunciamos porque lo sentimos en verdad, sino porque debemos hacerlo, ya sea por protocolo institucional o por presión de la mayoría. Los hashtags #PrayForOrlando resultan tan inmediatos como pasajeros y, a diferencia de palabras fáticas como OK, no predisponen a una mayor comunicación a futuro. Por el contrario, salvo excepciones dirigidas y organizadas, estas demostraciones online son olvidadas muy pronto y solamente vuelven a surgir cuando se repite una tragedia. En ciertos casos, solo reafirman que no entendemos mucho de lo que pasó o, peor aún, que no nos importa

Un día después del tiroteo, el periodista Anderson Cooper se tomó siete minutos para decir el nombre de cada una de las víctimas y compartir un detalle de sus vidas. “Era gente que amaba y que fueron amados”, dijo con la voz cascada. Fue un tributo muy emotivo, directo, que por al menos segundos invocó a quienes fueron asesinados en una especie de plegaria. Frente a la cámara, Cooper interactúa, se roza con la tragedia, y dice lo único que parece poder decirse con honestidad en momentos así: sus nombres. Mientras la información inmediata nos abruma y el ruido de las noticias nos consume en el perfil de Mateen, la reacción de Trump y los aspectos más sangrientos de lo que sucedió, los nombres cumplen con la función reflexiva por la que se originó el momento de silencio. Interrumpimos el ruido, escuchamos, y reflexionamos en serio sobre la pérdida, la violencia y la muerte. 

Mi amigo pedía paz en su dolor ante las reacciones prefabricadas que no invitan a ningún tipo de solemnidad, tributo o reflexión. Cincuenta personas fueron asesinadas en un acto de odio dirigido hacia la comunidad LGBTI. Aunque es natural indignarse, la uniformidad de la viralidad masiva lejos de convertirlo en un tributo, normaliza el duelo. Hay una compulsión por poner nuestro duelo al mismo nivel que el de los verdaderamente afectados. Quizás sea mejor preguntarnos a quién le corresponde el dolor y, entonces, no decir nada y solo escuchar. 

Bajada

¿Es tuitear con indignación y condolencias después de una tragedia una forma de ser indolente?

fuente

Fotografía de Martin Gommel bajo licencia CC BY SA 2.0