El trending topic en redes sociales de la semana que pasó fue el acoso. Primero, por la audiencia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos del caso de Paola Guzmán Albarracín, una adolescente guayaquileña que en 2002 se suicidó tras quedar embarazada producto de abuso y violación sexual por parte del vicerrector del colegio público, que era cinco décadas mayor que ella. Segundo, por las denuncias de una estudiante de una universidad privada de Quito que aseguraba haber sido víctima de acoso por parte de un docente, sin mayor respuesta, hasta entonces, de las autoridades. Ambas situaciones generaron una reflexión sobre los límites en las relaciones docente-alumno, el rol de garante que las instituciones educativas tienen con respecto a la integridad y bienestar de las niñas y jóvenes bajo su cargo, y la innegable existencia de una cultura de acoso que está normalizada y justificada, no solo en el sistema educativo sino en todo espacio, público o privado en el que estemos las mujeres.

Cualquiera hubiera pensado que la multiplicidad de denuncias sobre este tema generaría un debate serio y más amplio sobre el problema del acoso, o al menos, crearía un clima de solidaridad y empatía con las víctimas. Pero con perplejidad e indignación, vimos que para muchos esta sensible cuestión no da sino para hacer chistes agrios, como el del presidente de la República, Lenin Moreno. 

Por alguna razón que no se entiende, en un encuentro público con empresarios, Moreno habló del acoso contra las mujeres. Pero lejos de repudiarlo o de comprometerse a combatirlo desde el Ejecutivo, aseguró, sin desparpajo: 

“Somos los hombres quienes estamos sometidos permanentemente al peligro de que nos acusen de acoso; (…) a veces veo que [las mujeres] se ensañan con aquellas personas feas en el acoso. Es decir que el acoso es cuando viene de una persona fea, pero si la persona es bien presentada, de acuerdo a los cánones, suelen no pensar necesariamente en que es un acoso”. 

Muchos atribuyen el comentario de Moreno a un lapsus, o a una evidente muestra de falta de inteligencia. Pero afirmaciones de este calibre de un Presidente no pueden ser fácilmente obviadas. No debería quedarse en un meme, porque se trata del máximo funcionario del Estado, alguien que por su alto rango tiene a su cargo el deber de velar porque los derechos de millones de mujeres y niñas sean debidamente respetados y garantizados. Fue un Presidente quien hizo mofa de una situación que todas, absolutamente todas, hemos vivido en algún punto de nuestras vidas: el acoso sexual.

Y aquí radica el problema: en su discurso, Moreno se apura a negar la existencia del acoso como un problema estructural y social, a pesar de que esto ha sido reconocido desde los más altos organismos internacionales de derechos humanos como una violación sistemática de los derechos de las mujeres y las niñas, y  que afecta varias esferas de nuestra vida. El acoso nos impide tener las mismas oportunidades que los hombres, en el ámbito escolar, laboral y social. No es posible realizarse cuando se vive con miedo a ser acosada. El acoso nos impide ejercer nuestros derechos en igualdad.

Lenín Moreno, en su ya característica simpleza, reduce al problema a una cuestión estética: “solo contra los feos”.  Para él, entonces, no hay acoso, solo discriminación contra hombres físicamente no agraciados (algo que a propósito, es un tema muy subjetivo). Esto es grave no solo porque el Presidente niega la existencia del acoso como una forma de violencia contra las mujeres, sino porque distorsiona  negativamente la imagen de las denunciantes. Para él, estas mujeres no son víctimas de una violación a sus derechos humanos sino solo seres superficiales, a quienes únicamente les importa la apariencia de sus posibles pretendientes y que, por eso, deben ser ignoradas. Esta narrativa es consistente con el trato que las víctimas de abuso sexual o acoso sufren cuando se atreven a denunciar: su nombre es manchado, su integridad cuestionada, su pasado escrutado, su moral puesta en duda. Cualquier cosa, antes de reconocer que somos parte de una sociedad machista que tolera, permite y aplaude que a las mujeres nos violenten de formas sutiles o más graves. Por si fuera poco, Lenin invierte los roles, y transforma a los agresores en víctimas de una inexistente discriminación, supuestamente “por feos”.

Tras el auge del movimiento #MeToo, que apuntaba a denunciar en redes sociales casos de acoso sexual perpetrados por hombres influyentes o poderosos, muchos dudaban del testimonio de las víctimas porque, cuestionaban, no habían hablado antes, lo cual supone ignorar cómo funciona  la psiquis de una sobreviviente. Se llegó a decir —un poco en la misma línea de Moreno— que las denuncias no eran más que un ardid por ganar fama. Nuevamente, las denunciantes quedaron reducidas a “superficiales” y “malas”. Ergo, ignórenlas.

El impasse de Moreno explica perfectamente por qué las mujeres preferimos no denunciar las agresiones que sufrimos. No solo no nos creen sino que nos castigan por atrevernos a hablar. Nos tachan de buscafamas, cazafortunas, despechadas, ardidas. Nos responsabilizan de esas agresiones por la ropa que usamos, los lugares que frecuentamos, y hasta lo que tomamos. Las mujeres que denuncian entonces, se vuelven víctimas de una doble agresión: primero el acoso, y luego, el castigo social por atreverse a poner en evidencia al agresor.

Tras la indignación pública expresada en redes en contra de Moreno —hasta la cadena BBC sacó una nota al respecto—  no tuvo más remedio que disculparse. Lo hizo con el gastado argumento del “nunca fue mi intención”. Pero las intenciones están en los hechos y no solo en las palabras y este es un gobierno que como otros, ha demostrado indolencia  con las mujeres y niñas. Apenas en diciembre del año pasado, varios colectivos de mujeres recharazon el recorte presupuestario estatal en temas de prevención del embarazo adolescente y violencia de género. Tenemos una Constitución que consagra nuestro derecho humano a vivir libres de violencia, tenemos una ley especial para prevenir la violencia en contra de las mujeres, pero tenemos instituciones sin la voluntad ni los recursos para hacer esos derechos realidad.

Una disculpa sincera del Presidente (no como la que dio) debería incluir, cuando menos, un compromiso serio de fortalecer los mecanismos estatales, diseñados para prevenir y sancionar la violencia que diariamente marca nuestras vidas.  Y la promesa de educarse más en estos temas que claramente le hace mucha falta.