También hay política en la lengua. Tras la lucha constante por el sentido, los usos de las palabras son irreductibles a las convenciones fijadas por instituciones idiomáticas, académicas o públicas (desde el endeble afán prescritivo de la RAE, las actualizaciones infinitas de las enciclopedias a las reformulaciones legislativas de turno) . Es más, la lucha política e ideológica nace a la par de la composición de una política de la lengua: al menos eso es lo que parecía cuando se desató en Ecuador un debate respecto al término de ‘nuevas masculinidades’.

La discusión duró poco: se necesitó menos de una semana de incómodas intervenciones y acusaciones para que el presidente Moreno enmendara con un nuevo decreto las aristas conceptuales y salvara así el consenso sobre el reglamento a la Ley para erradicar la violencia contra las mujeres. ¿Quién o qué triunfó en este aplacamiento? ¿Llegarán alguna vez aquellas nuevas masculinidades o qué figura suplantará la invocación capaz de generar la promesa del cambio social?

El proyecto es previo, y es estatal. El 15 de mayo de 2018, Lenín Moreno expidió en el decreto 397 el reglamento la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres. Allí, en el literal a) de la Disposición Transitoria Quinta se prevé reformular las mallas escolares para que incluyan “transversalización del enfoque de género, nuevas masculinidades, mujeres en su diversidad, prevención y erradicación de la violencia contra las mujeres, cambio de roles y eliminación de estereotipos de género”. Las alarmas permanentes de grupos conservadores (como Con mis hijos no te metas) recalaron en la consciencia de un sector de la ciudadanía que despertaba por la extrañeza del término de ‘nuevas masculinidades’. El debate en las redes sociales se extendió y se imbricó una serie de malentendidos que permutaba con igual desidia la mala fe con la ignorancia.

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Entre acusaciones y aclaraciones que otorgaban al lenguaje un papel de adoctrinamiento o liberalización, la figura y la posición del hombre entró en la escena de la tematizada violencia a la mujer. Su protagonismo fue convulso. Si faltaban evidencias de una sociedad machista, la naciente herida narcisista que implica la reconvención de un culpable demostró que hay auscultaciones difíciles de soportar.

El presidente lo leyó así y el 19 de julio, por medio del decreto 460, reformuló aquel punto de disputa y lo atildó de manera que discurriera por el trayecto de la igualdad. Los textos escolares entonces deberán enseñar:

“la igualdad entre hombres y mujeres en todas las esferas políticas, económicas y sociales; la construcción sociocultural sobre roles y valores asociados al comportamiento de los hombres libre de machismo o supremacía a las mujeres; la prevención y erradicación de la violencia contra las mujeres; el desarrollo de conductas no discriminatorias; y, la eliminación de toda forma de estereotipos”.

Un deseo encomiable por la bondad que destila en la unanimidad de actores que se reflejan amparados por los largos brazos constitucionales. La ministra de justicia Rosana Alvarado justificó los cambios considerando que eran palabras inofensivas, pertenecientes a los manuales de la ONU: “Los ajustes reconozco. Si es que con esto evitamos esta campaña de miedo, de desinformación, bien los ajustes”. Una respuesta que nos llevaría a preguntarle con cuántas otras palabras inofensivas se elabora la justicia.

El trasfondo de la ley se presenta bajo estadísticas perentorias: según cifras del INEC seis de cada diez mujeres en Ecuador han sufrido violencia de género. De aquellas, el 87% recibió violencia física de parte de sus parejas o ex parejas. Que se apunte al rol masculino como un eje central de transformación se formula como una instancia lógica dentro del discurso progresista.

Sin embargo, la especialización del mismo, cuyas investigaciones se desarrollaron desde las luchas feministas hasta la elaboración de las perspectivas de género, casi siempre ha desembocado en un campo semántico restringido a los papeles burocráticos de la academia y del Estado.

Hasta que la espina sobresale de la vulgata progresista y las dudas sobre la cartera del gobierno entran al terreno de lo público. Y la importancia de lo público, aún cuando se lo vea dentro de los límites de las redes sociales, permite entender que la instancia expresiva es síntoma de un malestar social capaz de actuar más sobre el inconsciente del país que las largas recomposiciones legislativas.

¿Acaso las dudas sobre las ‘nuevas masculinidades’ son el síntoma de la reacción inmunológica de un sistema patriarcal? Al menos es el síntoma de una resistencia a las transformaciones por las que transita el uso de la lengua, una resistencia que es incapaz de hilar la tradición en un pensamiento que no sea un lamento. El foco en lo masculino destapa la angustia de la conservación en un repliegue que desdeña toda novedad. Lo cierto es que detrás de los argumentos de los movimientos conservadores ‘profamilia’ y ‘provida’ se visibiliza su andamiaje ideológico que nos presenta, por un lado, una resistencia a elaborar políticas de amplitud pública y, por el otro, unas limitaciones interpretativas frente al discurso del otro.

La apelación a la ‘Ideología de género’ revela la creencia en una entelequia enemiga a la misma medida de los viejos fantasmas de la subversión izquierdista. El llamado a impedir la intromisión estatal en la formación de la niñez suscribe al ámbito de lo privado una ingenuidad desmedida por controlar todo el espectro de estimulación personal: aunque las escuelas repitan el credo familiar, todavía faltaría quitar del camino a los nuevos personajes animados que, en el campo del entretenimiento infantil, poco a poco acentúan el abanico de la diversidad humana.

Llegará el punto en el que solo reste la utópica ilusión menonita. Sin embargo, es esta reducción del debate social a una lógica partidaria de adoctrinamiento lo que dimensiona la necesidad de no empozar cualquier atisbo de participación ciudadana en la lucha por los nuevos términos.

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¿Y a qué es lo que realmente apuntan las nuevas masculinidades?

Por lo pronto, según lo que se vio en discusión, nada que sea realmente referencial, sino más bien un deseo de conversión moral.

El precedente teórico es amplio. Incluso hay investigaciones particulares sobre el caso ecuatoriano, pero es la relación entre las producciones de las perspectivas de género y el salto a la enunciación de una consigna lo que permite entender el marco regulativo que se teje alrededor.

Precisamente, la disposición de unas voluntades redentoras originan la confusión entre el saber de las ciencias sociales (cuya metodología tampoco puede tratarse de neutra) y la trasposición a un campo de la batalla política.

Si bien la perspectiva de género nació en el seno de las luchas feministas en su afán por explicar los desarrollos históricos y las valoraciones sociológicas de la posición de la mujer, luego, por la profusión de sus resultados, devino en un campo de estudio que integró a todos los individuos según los roles y las relaciones sociales que ejecutan. Un enfoque que cada día se acerca más a formular una epistemología propia.

No hay nada incongruente en esta continuidad hacia el estudio la masculinidad, pero las sorpresas aparecen cuando, por medio de la vía legal, se adscribe protocolos sobre la base de nuevas categorías teóricas; cuando lo descriptivo se convierte en prospectivo.

A la masculinidad, a la vieja, a la presente, se le opone un afán vanguardista que desmonta estereotipos caducos para liberar un espacio que no escapa de la misma lógica. María Fernanda Porras, subsecretaria para la innovación educativa, dijo que “las nuevas masculinidades buscan que se desaprendan esas formas comunes de relación que se ha enseñado a los hombres: que no pueden llorar, que son machos y darles la posibilidad de explorar su sensibilidad, de involucrarse en la crianza, en el hogar”.

Dentro de la palestra de los defensores del término se repitió aquella idea: que el hombre se libere, que pueda ser sensible, que no caiga en los imperativos del uso de la fuerza, que supere el rol brutal y que sobre todo abandone todo tipo de violencia. Un eco que quiebra con el pasado y propaga el vacío para inscribir una versión carente de relato. Lo nuevo de lo masculino es un decálogo de lo prohibido, una moral de lo diluido y el ablandamiento de las formas.

¿Cómo manejaremos la violencia cuando la hemos proscrito de nuestros ciudadanos y qué haremos con los viejos modelos? ¿Qué con Aquiles que cercenaba cabezas dárdanas un día y al otro lloraba desconsolado la muerte de Patroclo?

Puede que el nuevo decreto de Lenín contenga un manifiesto oculto: sí, anuló el término en disputa, pero al hacerlo personificó aquella sensibilidad requerida contra los conatos de violencia, el Presidente puso en acción a la nueva masculinidad.

Camille Paglia, en The Modern Battles of Sexes, señala que la manera en que la segunda ola feminista ha planteado la subyugación de la mujer frente al hombre ha provocado una mirada despectiva al rol masculino. Para Plagia, plantear una exclusiva perspectiva de construcción cultural deja de lado las determinaciones biológicas que también formaron parte en la división histórica del trabajo, en especial las implicaciones que conlleva la carga de la maternidad.

Una vez que se pueda entender los desarrollos y restricciones que la intersección entre cultura y naturaleza ha elaborado, es posible plantear figuras positivas de hombre y la mujer que superen estas condicionalidades y la retórica persecutoria de la teoría victimizada. Paglia es feminista, critica al feminismo dentro del feminismo por el éxito del feminismo. La suya es una lucha activa por el poder de los sentidos.

El debate por las nuevas masculinidades reveló la carencia de este tipo de discursos. Desde los tergiversadores de proposiciones, a los correctistas supersticiosos, a los planchadores de disputas, la lengua se acomoda estancada en una zona gris de consenso donde lo más abstracto de la igualdad clausura el pensamiento.