“Mi condición me ha llevado al límite de la experiencia humana: ver cómo todos mis sueños se desvanecen. Mirar a mi hijo y a mi esposo y no poder abrazarlos, ni tocarlos”, ha dicho Paola Roldán en varias entrevistas para diferentes medios.
Paola es una mujer valiente de 42 años que tiene esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Esta enfermedad crónica grave es incurable y en etapa avanzada se describe como discapacitante e imposibilitante porque provoca dependencia total para realizar actividades cotidianas.
La ELA conlleva a un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece. Existe una alta posibilidad de que estas limitaciones persistan en el tiempo sin que haya una posible cura o mejoría evidente y clínicamente significativa.
Paola Roldán ha elevado su pedido de eutanasia —prestación de ayuda para bien morir— a la Corte Constitucional del Ecuador. Concretamente solicita que se declare la inconstitucionalidad del artículo 144 del Código Orgánico Integral Penal (COIP) que hace referencia al homicidio simple. En Ecuador si un médico ayuda a morir a un paciente se le condenaría a una pena privativa de libertad de diez a trece años.
Como médico estoy muy motivado que se haya puesto en el tapete uno de los temas más controversiales para la salud pública: la eutanasia, el suicidio asistido y el derecho a una muerte digna.
No es un asunto sencillo de entender para la sociedad por los retos que invaden a la ciencia médica, a la sociología, la religión y al derecho, que a menudo confluyen en discusiones eternas y algunas sesgadas.
Ningún área por sí sola es capaz de percibir completamente la esfera del sufrimiento humano y social, el dolor y padecimientos que destilan los pacientes en estado terminal. Es por esto que resulta prioritario avanzar y evolucionar en la conversación de estos temas que conciernen a todos.
En nuestro país sólo el hecho de hablar de muerte es sinónimo de fracaso del médico o voluntad divina de purga por los pecados cometidos.
Es necesario y prudente dejar las perspectivas particulares y rígidas y sentarnos a analizar las preferencias de los ciudadanos afectados por estas enfermedades incurables. También deberíamos pensar en el desgaste de la salud física y mental de sus cuidadores y familiares. Ellos son quienes prestan apoyo para lo que debería ser considerada una calamidad familiar, con unos costos altísimos.
El punto de vista clínico y de salud pública ha resultado ser la luz que ha esclarecido el debate en la mayoría de países donde ya es legal la eutanasia: España, Colombia, Países Bajos, Canadá, Bélgica. La medicina ha enriquecido y justificado la aprobación de políticas, leyes, consensos y resoluciones en favor de los pacientes.
Para abordar los aspectos clínicos hay que entender lo que pasa con nuestro cuerpo, mente y espíritu cuando padecemos estas enfermedades. Por ejemplo, en el caso de Paola, se puede describir a la ELA como una enfermedad que compromete a las neuronas del cerebro y de la médula espinal. Se considera una de las enfermedades motoneuronales más catastróficas que afecta a dos de cada 100 mil personas en el planeta, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Esta enfermedad tiene un panorama desgarrador para quien la sufre, para sus familiares y, por supuesto, para los profesionales de la salud que forman parte del entorno de un paciente con una condición médica incurable y terminal. Los tratamientos e intervenciones en estos casos ofrecen un pobre pronóstico, una esperanza de vida escasa y poco alivio de los síntomas.
El cuerpo de un paciente en etapa terminal se apaga de a poco y resulta hasta escalofriante seguir pensando que lo poco o mucho que hacemos sea realmente en su beneficio y no encaminados a prolongar el sufrimiento y la agonía.
Un cuerpo en fase terminal ya no recibe oxígeno de sus pulmones de manera espontánea e independiente porque los músculos de la respiración como el diafragma, por ejemplo, están casados y se van debilitando conforme avanza la enfermedad.
Cuando el paciente empeora y su respiración se debilita resulta más difícil para el individuo exhalar todo el volumen de dióxido de carbono. Este gas tóxico empieza a acumularse ocasionando pérdida parcial de la conciencia que afecta su vigilia y mantiene al paciente dormido hasta por 22 horas al día.
Al ocurrir esto, y para evitar que nuestros propios gases nos envenenen, es necesario conectar a los pacientes a una máquina que empuja el aire ya purificado a los pulmones para poder mantener el suministro de oxígeno a los órganos. Una vez conectado el paciente es muy difícil que vuelva a respirar solo.
Serán los pacientes más afortunados quienes morirán sin asfixiarse, esforzándose por respirar o teniendo grandes sufrimientos, que es lo que sucede a personas que no pueden recibir un eficiente cuidado paliativo por parte del sistema sanitario.
En otros casos de enfermedades terminales (no necesariamente en la ELA), otros órganos, a veces varios a la vez, también pueden fallar cuando un cuerpo va a morir. Por ejemplo, cuando los riñones ya no funcionan y ya no pueden filtrar las impurezas de la sangre, el organismo empieza a intoxicarse con sus propios desechos. Ahí resulta necesario conectar al paciente a una máquina que logra extraer la sangre del cuerpo para filtrarla artificialmente y devolverla al sistema circulatorio y mantener con vida al individuo.
Para poder desechar la orina se requiere de sondas y bolsas especiales que precisan recambios permanentes para evitar infecciones que son recurrentes en pacientes sometidos a estos aparatos.
Por otro lado, en la ELA y otras enfermedades terminales, los músculos poco a poco se irán atrofiando debido a la progresión de las enfermedades que provocan postración e impotencia funcional. Esto lleva a un paciente a estar atado a una cama de hospital o de su casa. Su cerebro se va debilitando día tras día, atrapado en la desesperación y la incertidumbre de no saber si dejar de existir o seguir tolerando un dolor insufrible, perdiendo la razón la mayoría del tiempo y mirando el desgaste de nuestros seres queridos al momento de despertar.
Su mente se pierde en el olvido de lo aprendido. No logra reconocer a nadie. No recuerda lo que escucha y no logra estructurar ideas coherentes o tomar decisiones adecuadas y por esto necesita cuidados permanentes incluso a través del encierro o de medicamentos sedantes.
Cada día se acerca lentamente su muerte, pero también recrudece el sufrimiento y se desvanece la esperanza hasta para el más positivo de los enfermos.
No podemos entender a la muerte como el fin de la enfermedad sino más bien como el fin de nuestra vida, de nuestra historia, de nuestro viaje terrenal. ¿Resulta absurdo querer elegir como termina nuestra vida? ¿Cómo desearíamos morir? ¿Quizás en algún lugar en especial? ¿Con nuestros seres queridos? ¿No les parece que hemos deshumanizado la muerte?
Hace varias décadas los enfermos terminaban sus días en medio de sus seres queridos, con asistencia religiosa, y con la capacidad de decidir sobre lo que querían que sucediese cuando ellos físicamente ya no estuviesen presentes. Decidían si morir con un abrazo de un amigo, mirando el amanecer o dando un consejo a un familiar.
Con esto no queremos desconocer que la evolución de la ciencia médica, las mejoras en las tecnologías sanitarias, el acceso a servicios de salud y el perfeccionamiento de los sistemas sanitarios en el mundo, han aumentado la expectativa de vida de las personas. Pero con ello también ha cambiado la forma de morir que era tradicional. Hemos normalizado la muerte en el hospital, clínicas o centros de reposo. Somos una sociedad hospitalofílica e hipermedicalizada, encarnizada totalmente con las terapias y frustrada por no conseguir evitar la muerte del paciente a toda costa.
¿Cuándo decidimos que la muerte debe tomarnos en un hospital? ¿No es acaso un ambiente impropio para terminar nuestra existencia? ¿Podemos hablar de una muerte digna?
Al parecer no podemos elegir ni consciente ni inconscientemente dónde vamos a morir, y esto ya raya bastante a nuestra autonomía. Y, por supuesto, va en contra de nuestros deseos. Pero, ¿Tampoco podemos elegir morir sin sufrimiento?
Parecería lógico que una persona tenga el derecho a morir con dignidad, a decidir cómo morir y a no alargar su padecimiento intratable para la ciencia y para la medicina moderna. Pero los debates han sido eternos y sin productos tangibles. No hay políticas basadas en evidencia en este tema que apoyen a nuestros pacientes y que sean faro para aliviar el sufrimiento de los individuos que padecen estas condiciones.
Países como España ya han incorporado en su legislación un nuevo derecho individual: “el derecho a la eutanasia”. Está descrito qué significa la “prestación de ayuda para morir”. Dice que, “toda persona mayor de edad y en plena capacidad de obrar y decidir puede solicitar y recibir dicha ayuda, siempre que lo haga de forma autónoma, consciente e informada, y que se encuentre en los supuestos de padecimiento grave, crónico e imposibilitante o de enfermedad grave e incurable causantes de un sufrimiento físico o psíquico intolerables.”
Además, lo que ellos denominan la “prestación de ayuda para morir” se puede producir de dos modos: “mediante la administración directa al paciente de una sustancia por parte de un profesional sanitario, o mediante la prescripción o suministro de una sustancia, de manera que el paciente se la pueda autoadministrar, para causar su propia muerte”.
Será la evolución de la sociedad la que impulse y eleve el debate y la discusión sin confrontación sobre una muerte digna.
Somos los médicos quienes debemos empezar a asumir nuestro papel que, en este momento, la sociedad nos ha asignado en relación al cuidado del paciente. Nuestra activa participación en el proceso que antecede al final de la vida y durante el acto de morir es fundamental dentro de los procesos de atención sanitaria, sin que esto afecte nuestra integridad, principios, moral y valores. Los profesionales de la salud debemos prepararnos más y mejor para las futuras demandas sanitarias que vamos a enfrentar en breve.
Debemos ver a Paola como la punta de lanza para generar política pública en favor de todos los ecuatorianos que demandan asistencia para una muerte digna.
En el caso de España fueron pacientes como Ramón Sampedro —que era parapléjico— y Maribel Tellaetxe —que tenía Alzheimer— quienes impulsaron el debate de la eutanasia en el país europeo.
Ramón se quitó la vida con cianuro y tuvo que documentar su muerte para no involucrar a ningún familiar o amigo. Maribel murió en un hospital luego de un año y medio de haber solicitado la eutanasia. El día después de su muerte, el esposo dijo “por una parte fue un día de júbilo porque la naturaleza trajo a Maribel la paz y el descanso que una ley le ha negado; y, por otra, un día de rabia y dolor porque no tuvo la muerte que todo ser humano merece. Fue desprovista de dignidad y sometida a conductas análogas a la tortura hasta su muerte.
Ninguno vivió para ver la legislación aprobada, pero sin ellos, probablemente no existiría el derecho en España.
En Ecuador requerimos que el sistema de salud propicie y apoye la humanización de la medicina moderna haciéndola más empática e integral, evitando el esfuerzo terapéutico, propiciando los cuidados paliativos y, por supuesto permitiendo el derecho a una muerte digna y en contra de “una vida sin vida y una muerte que no llega”.
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