Bernarda Robles acaricia su pelo negro ondulado largo y muestra los mechones azules que se tinturó hace dos días. “Después del ataque me lo corté chiquito. Él siempre me lo tocaba y decía que le encantaba mi cabello. Por eso me lo corté”, dice, en una soleada mañana de marzo de 2021, mientras separa las hebras con sus dedos. “Él” es Fernando Moncayo, un titiritero quiteño con casi 50 años de trayectoria y fundador de La Rana Sabia, una corporación cultural dedicada a la creación de títeres y presentación de obras, también conocido como teatro de muñecos. Él fue sobreseído el 20 de agosto de 2021 luego de cumplir arresto domiciliario, tener prohibida la salida del país y portar un grillete electrónico por la presunta violación a Bernarda Robles. “El ataque” es lo que ha marcado la vida de Bernarda Robles desde el 25 de julio de 2019, cuando decidió publicar su denuncia en un hilo de Twitter.
Desde ese día en que señaló en esta red social a Moncayo por violación sexual, hasta hoy, Bernarda Robles se ha enfrentado a funcionarios públicos indolentes e incompetentes, a audiencias pospuestas, canceladas y vueltas a posponer, a que le digan falsa víctima, a abogados que no entienden qué es la violación —a una sociedad que todavía no les cree a las sobrevivientes de violencia.
Han sido 28 meses en los que ha tenido que pausar su vida —decir no a oportunidades de trabajo, renunciar a proyectos— para hacer trámites, someterse a peritajes, dar versiones, e ir a audiencias.
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Temprano en la mañana del 25 de julio de 2019, mientras Bernarda Robles navegaba en redes sociales, se topó con un anuncio de la Rana Sabia. “Decía ‘vengan a compartir la alegría’, y a mí me quitaron esa alegría. ‘Vengan a compartir los sueños hermosos’, y yo ya no tenía sueños. ‘Vengan a compartir la magia’, y para mí la vida dejó de tener magia”, recuerda Robles las frases del afiche y lo que pensó al leerlas.
En ese momento decidió que no podía ocultarlo por más tiempo. Tuiteó:
“Hoy me derrumbo, no puedo más y tengo que hacerlo público.
El leer sobre él, escuchar noticias, ver sus propagandas simplemente me mata por dentro. Hoy digo lo que he callado por casi 10 años. Fernando Moncayo fundador de la Rana Sabia es un acosador y abusador sexual”
Hoy me derrumbo, no puedo más y tengo que hacerlo público.
— Bernarda Robles 💜 (@bernarda_rm) July 25, 2019
El leer sobre él, escuchar noticias, ver sus propagandas simplemente me mata por dentro. Hoy digo lo que he callado por casi 10 años. Fernando Moncayo fundador de la Rana Sabia es un acosador y abusador sexual.
Esas 48 palabras fueron el inicio de un hilo en el que contó cómo lo conoció y por qué llegó a vivir, en 2012, en la “casa vieja”, como le dicen a una pequeña construcción al lado de la casona donde viven Fernando Moncayo y su esposa Claudia Monsalve —también titiritera—, que está rodeado por un patio inmenso y verde en La Merced, en el valle de Los Chillos, a 30 kilómetros del centro norte de Quito.
Pocos minutos después de tuitear, le empezaron a llegar decenas de mensajes y llamadas que no pararon por semanas: de gente que la apoyaba, de personas que la insultaban, y de otras mujeres que le contaron que también habían vivido situaciones similares con Moncayo.
Tres de ellas —Verónica Vacas, Sofía Ferrín y Rosana Valdez— hablaron para este reportaje. Los otros testimonios son recogidos de redes sociales: Juana López Wilches grabó su testimonio en un video que circuló hace un año, y Andrea Miniguano y Soledad C. escribieron su historia, también hace 12 meses, en Twitter y Facebook. Las siete mujeres señalan a Fernando Moncayo como acosador, abusador o violador sexual.
Solo Bernarda Robles empezó un proceso judicial.
Verónica Vacas tiene hoy 37 años. Sus padres eran amigos de Moncayo desde antes de que ella naciera y, desde niña, visitó la casa vieja y asistió a las funciones de la Rana Sabia. Cuando tenía 16, en el año 2000, dice que Fernando Moncayo fue a almorzar a la casa en la que Verónica vivía con sus padres, abuela, y dos hermanos. “Un rato todos se fueron arriba y nos quedamos solo los dos (Fernando y yo) en la cocina. Y ahí el man, de repente, me tocó los senos”, dice Verónica Vacas, detrás de una mascarilla que se saca cada tanto para que no se le empañen sus lentes. “Después fuimos donde estaba la computadora porque él quería que lo ayudara con algo, y ahí otra vez me tocó los senos; yo no pude reaccionar, estaba de pie, y solo atiné a irme, encerrarme en el baño y llorar”. Desde ese día, dice Verónica Vacas, sus padres cortaron la relación con Fernando Moncayo para siempre.
Rosana Valdés conoció a Moncayo en 2002 cuando ella tenía 20 años y había llegado a Ecuador desde Argentina, con su entonces pareja quien también es titiritero. Moncayo, amigo de su pareja, les ofreció vivir en la casa de la Rana Sabia. “Desde el comienzo me incomodaba que él a todas las mujeres las saludaba agarrándolas de la cintura, empujando su cuerpo contra el de él, y dándoles un beso en la boca”, recuerda Rosana Valdés. Una noche, dice, dándole un sorbo a su mate, Moncayo la llamó para mostrarle la biblioteca de su casa.
Apenas entraron, recuerda Valdés, él la agarró con fuerza de la cintura y la besó. Aterrorizada, logró soltarse y correr hasta el cuarto donde dormía con su marido. Dice que le contó a su pareja, quien no le dio importancia, y luego buscó un departamento; se mudaron una semana después. Los siguientes meses Valdés y su marido visitaron la casa en La Merced para hacer funciones de títeres o cenar con Moncayo y Monsalve. “Él siempre me miraba de manera intimidante, nunca más hablamos a solas, pero me daba mucho miedo”, dice.
Sofía Ferrín también tiene 37 años. Conoció a Fernando Moncayo hace 12. Una mañana de 2009 se encontró al fundador de la Rana Sabia en una librería de textos usados. “Nos quedamos conversando muchas horas, yo le conté que estaba leyendo los viajes de Marco Polo y él me dijo que había hecho la ruta de Marco Polo con los títeres. Sus historias me parecían fascinantes. Llegó la hora del almuerzo y me invitó. Fue chévere porque yo lo veía como un viejito bien interesante”, recuerda Sofía Ferrín. En ese entonces Fernando Moncayo tenía 67 años.
Luego de almorzar, él la acompañó a la parada de bus. “Me cogió duro la cara con las dos manos y me besó con fuerza. Yo me quedé fría, no pude reaccionar, no pude empujarlo ni gritarle”, dice Ferrín —en una llamada de Zoom desde un patio verde en uno de los valles afuera de Quito.
Dos días después, Moncayo la llamó al teléfono de su casa —que ella no tiene claro cómo consiguió— y le ofreció una beca para que viviese y trabajase en la casa de la Rana Sabia; incluso le dijo que le pagaría la escuela a su hija que en ese entonces tenía cuatro años. Durante un mes, siguió llamándola pero Sofía Ferrín nunca más contestó; la persona que cuidaba a su hija en casa respondía las llamadas y le avisaba que era él.
Por ese tiempo, ella fue a visitar a un amigo quien le dijo que Fernando Moncayo lo había llamado a preguntar por ella. Por ese tiempo, una persona que conocía a ella y a Moncayo la contactó para decirle que aceptase la beca que él le había ofrecido. Sofía Ferrín dice que con 25 años y poca noción sobre la violencia sexual, dejó pasar estos hechos.
En 1998, ella llegó de Colombia a Ecuador para tomar un taller de títeres a cambio de un trabajo en la “casa vieja” porque sus padres eran amigos de Moncayo. “En tres ocasiones Fernando intentó besarme y tocarme los senos en los momentos en que nadie estaba presente. Me callé porque dependía totalmente de ellos, y eran tan cercanos que preferí dejar así, y alejarme de Fernando en lo posible”, escribió Juana López Wilches en una publicación que circuló en redes sociales junto al video.
Soledad C., quien pidió mantener su apellido en reserva, escribió que trabajó por dos fines de semana en la Rana Sabia cuando había funciones de títeres. “Uno de esos días, Fernando M. mientras me indicaba sobre la limpieza del teatro, puso atención en observar si había alguien alrededor que nos estuviera mirando, y cuando nos encontramos solos, él se acercó a mí hablándome como a una niña pequeña, sujetó mi rostro forzadamente e intentó besarme”. En el texto dice que intentó “hacer lo mismo un par de veces más durante el corto tiempo” que estuvo ahí.
Andrea Miniguano también eligió escribir su testimonio y firmarlo con su nombre y apellido: “Yo fui víctima de acoso del mismo violador que tuvo Bernarda Robles… cuando leí su historia vino un recuerdo que no quería tener… en mi caso tuve suerte y no sufrí más daño, ‘solo’ el acoso”.
Sentada en un sofá crema de la sala de la casa de sus padres al norte de Quito, Bernarda Robles —mientras fuma un cigarro orgánico que acaba de enrollar— dice que sintió mucha rabia cuando empezó a recibir todos los mensajes y a escuchar las historias de las seis mujeres y otras más que decidieron no contarlas públicamente. “Fue fuerte saber que había muchas más como yo, y demasiado dolor de todas”.
Bernarda no solo recibió mensajes de quienes dijeron ser víctimas de Moncayo sino de otras mujeres sobrevivientes de violencia de sus padres, tíos, hermanos, parejas, que le pedían consejos sobre cómo sobrellevarlo, dónde ir para buscar apoyo psicológico, legal.
También hubo solidaridad de varios colectivos y gestores culturales. La Asociación de Artes Escénicas publicó un comunicado que dice “Dolidos, consternados, recibimos la denuncia de Bernarda”. El texto, publicado en redes sociales, luego estuvo acompañado por el hashtag que se popularizó esa época #BernardaYoTeCreo. Un pronunciamiento del colectivo Mujeres X la Cultura Ecuador, reunió 266 firmantes —grupales e individuales— de diferentes áreas de la cultura y el arte, pero también del feminismo y defensa de los derechos humanos respaldaron a Bernarda Robles. En su breve columna De la luz a la sombra, el escritor Francisco Febres-Cordero escribió sobre Moncayo: “Y entonces la imagen de él se transmutó: dejó de ser la de un dulce, risueño y barbado titiritero para convertirse en la de un despiadado abusador no solo de una, sino de varias otras mujeres que han ido sumando sus testimonios”.
Pronto, muchas mujeres empezaron a ver a Bernarda Robles como un ejemplo. Una guía. “Es muy desgastante porque siento que tengo un peso gigante sobre mí, es un peso que yo no busqué. Cuando me dices tú llevas la bandera de la justicia, es una bandera que yo no pedí. Y a veces es demasiado pesada”.
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Trece días después del hilo de Twitter, el 7 de agosto de 2019, Bernarda Robles se acercó a la Fiscalía para poner una denuncia. Pero no pudo. “Entré sola, no la dejaron entrar a mi abogada, yo estaba temblando, sin saber cómo denunciar”, recuerda. Llegó a las 10 de la mañana y el sistema no servía.
Tuvo que esperar. “Luego me pidieron que con el GPS identifique dónde estaba la casa de Fernando pero tampoco servía el programa, y la que me atendió me dijo ‘póngale Conocoto en el mapa, no importa’ pero yo no le hice caso. Ella tampoco sabía el número del delito dentro del COIP. Era completamente absurdo”, recuerda Bernarda Robles con indignación, y dice que hasta las cuatro y media de la tarde intentó registrar la denuncia pero “el sistema” seguía caído. “‘A ver, cómo le ponemos, hay que poner un extracto muy chiquito de lo que le pasó. A ver, el crimen violación… en contra de tal persona’ me decía casi mecánicamente la que me atendió, y como se caía el sistema le habré dicho unas cinco veces lo mismo”, cuenta Bernarda que le dijeron.
Al día siguiente fue temprano a la Fiscalía, acompañada de la abogada que la asesoraba en ese entonces. “Llegamos y fue la misma historia ‘no me coge el sistema, no sé cómo poner’ nos decía el digitador”. Luego, cuenta Bernarda Robles, le pidieron el número de cédula del agresor, los nombres completos, la numeración de la casa donde ocurrió la presunta violación. “Yo pensaba ¿qué pasaría si una mujer es agredida en la calle? Cómo va a saber el nombre completo, el número de cédula y todos esos datos de su agresor, más la georreferenciación de dónde ocurrió”.
Para conseguir el número de cédula, recuerda Robles, ingresaron los dos nombres y dos apellidos de Moncayo —que ella sí conocía— en el sistema del Consejo Nacional Electoral, y ahí apareció su número de identificación. “Mi abogada tuvo que señalar en el mapa dónde era la casa. Al final hasta tuve que sentarme yo y ella para ingresar la denuncia porque el encargado estaba muy abrumado”, cuenta Bernarda Robles.
Sentada en su escritorio, detrás de un plástico transparente —como medida preventiva de contagio de covid-19— la fiscal Jéssica Córdova, coordinadora del Servicio de Atención Integral (SAI) de la Fiscalía General del Estado, dice que “obviamente cuando se denuncia un presunto delito de carácter sexual, el tratamiento es prioritario en la Fiscalía tomando en consideración que la víctima necesita ayuda urgente para precautelar su seguridad”. Según ella, “la víctima es quien decide en compañía de quién quiere denunciar”. Pero a Bernarda Robles no le dieron esa opción. Según Córdova, si la denunciante no tiene los datos completos del acusado —fecha y lugar del presunto delito, nombre y cédula del presunto agresor— igual se ingresa. Pero a Bernarda Robles no le permitieron hacerlo.
Cuando le pregunto a la fiscal Córdova si existe un protocolo para atención a las víctimas de violencia sexual, responde que “la Ley Orgánica de prevención de la violencia de la mujer indica que el trato en caso de víctimas de este tipo de delitos tiene que ser prioritario y primordial, tomando en cuenta los protocolos que la Ley dicta”.
¿Pero hay un protocolo escrito?, insisto.
En Fiscalía no, obviamente tenemos que basarnos en la Ley Orgánica de prevención contra la mujer, que está vigente y nosotros aplicamos. No necesariamente tiene que existir un protocolo, responde.
Pero cuando le cuento que Bernarda Robles no pudo entrar acompañada el primer día, no pudo ingresar su denuncia en el primer intento, tuvo que repetir los hechos al menos tres veces, se quejó de que un digitador no sabía el número del delito en el COIP, Córdova me responde que dentro de esa oficina de la Fiscalía —en el barrio La Mariscal, en Quito— hay 19 digitadores y 5 de ellos están dedicados solo a recibir denuncias de delitos de carácter sexual y de niños, niñas y adolescentes. “Las personas que están a cargo de la recepción de denuncias conocen perfectamente del trato que se debe dar principalmente a la víctima de este tipo de delitos”, concluye.
Después de lo engorroso que fue denunciar, la abogada de Bernarda Robles empezó a trabajar en un estudio jurídico privado y la llevó para que la asesoren. “No está fácil el caso pero te vamos a hacer el favor”, recuerda Robles que le dijeron con un tono indolente. Le pidieron que pagara por adelantado 3 mil dólares —que ni ella ni su familia tenían pero lograron reunir haciendo avances de efectivo con tarjetas de crédito.
Apenas un mes después se enteraron de que había un conflicto interno en el bufete y decidieron cambiar otra vez de abogado; cuando fueron a preguntar si les podían devolver algo del dinero porque el trabajo había sido mínimo hasta ese momento, le dijeron que no. Sin dinero y con pocas opciones, Bernarda Robles fue a la Defensoría Pública —la institución pública que brinda apoyo legal gratuito a los ciudadanos que no pueden pagar una defensa privada— y pidió que la representaran. Como el presunto delito había ocurrido en La Merced, en el Valle de los Chillos, en las afueras de Quito, en la Defensoría Pública de Quito le dijeron que la oficina del cantón Rumiñahui, más cercana al lugar de los hechos, era la única que la podía atender.
Por esa misma época, el hombre que durante más de 40 años se paseó por escuelas, ferias, festivales, y fiestas infantiles de cientos de miles de niños y niñas de Quito para gritar, imitar voces, reír, desapareció de las tablas de La Rana Sabia. El 24 de agosto de 2019 circuló un boletín de prensa que decía que “dados los últimos acontecimientos que tienen que ver con las declaraciones de una pasante que realizó sus prácticas en la Corporación Cultural La Rana Sabia, en las que asegura haber sido acosada por él (Moncayo), ha decidido deslindarse del grupo que fundó hace cuarenta y seis años a fin de separar su problema personal con la trayectoria y prestigio del grupo”.
En el boletín se adjuntó la carta de Fernando Moncayo y la aceptación de la desvinculación. Un mes antes, el día exacto en que Bernarda Robles publicó su hilo en Twitter, la corporación sacó un comunicado en el que rechazaba las acusaciones y convocaba a “hacer caso omiso a dichas difamaciones, las cuales deberán ser respondidas en los canales legales pertinentes”. Pocas horas después, el comunicado fue borrado de las redes sociales.
Para este reportaje, me comuniqué con Claudia Monsalve para pedirle una entrevista a Fernando Moncayo para conocer su versión de los hechos de la denuncia de Bernarda Robles y otras mujeres que lo señalan. Le escribí por Whatsapp. “Mándame tu correo para yo enviarle a él”, me escribió el 6 de octubre. Hasta el cierre de este reportaje, no fui contactada por ella ni por Moncayo.
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El día que llegó a la Defensoría —en el Valle de los Chillos— la atendió una de las dos abogadas especializada en violencia intrafamiliar, Luisa Orbe. La abogada Orbe no la dejó entrar con su pareja —que hoy es su esposo— a la reunión “porque es un caso íntimo”, le dijo. “Nosotros aquí somos sinceros y le decimos la verdad, usted va a perder tiempo, va a perder plata, va a ser revictimizada y nosotros no queremos que las víctimas pasen por todo este proceso porque es muy duro”, le dijo Orbe. “Ya ha pasado mucho tiempo desde el caso. Yo le recomiendo que mejor vaya a la casa, se olvide de lo sucedido. Tiene que encomendarse en las manos de Dios y tiene que aprender a ser más humilde y pida a Dios que le quite este dolor”, le dijo. “Eso es lo que yo le recomiendo, puede irse”.
Sola, derrotada y llorando, le contó lo que había pasado a María Dolores Miño, abogada especialista en Derechos Humanos, a quien había conocido luego de hacer su denuncia en Twitter. Miño hizo un hilo en la misma red social con todo lo que le contó Bernarda Robes.
Al día siguiente, Bernarda Robles recibió una llamada de un representante de la Defensoría Pública: le pidieron disculpas y que regresara porque sí iban a representar su caso. “En la Defensoría Pública tenemos patrocinio exclusivo para víctimas de violencia de género”, dice, al otro lado de una pantalla de Zoom, Andrés Aguirre, jefe de área de víctimas de la Defensoría Pública en Pichincha, la provincia donde queda Rumiñahui.
Aguirre agrega que la víctima puede elegir con quién entrar a las reuniones con los defensores, y que patrocinan todos los casos que les llegan sobre violencia sexual. Con Bernarda Robles no se cumplieron ambas: no pudo entrar con su pareja —que hoy es su esposo—, y la abogada la desalentó de no continuar el caso.
Luego de detallarle el trato que Robles recibió, Aguirre responde: “No te puedo negar que en ocasiones nuestros usuarios son revictimizados. Y no solo desde el defensor que tiene estos sesgos sino desde la primera puerta de entrada, como la Fiscalía”, dice, un poco resignado.
Sin otras opciones, luego de la llamada de disculpas de la Defensoría Pública, Bernarda Robles volvió a la misma oficina de donde había salido llorando, solo que esta vez pidió que no sea la abogada quien la represente sino alguien más. El caso le fue encargado a José Núñez, el otro defensor público también especializado en violencia intrafamiliar.
Entre el 16 de diciembre de 2019 que el abogado Núñez se hizo cargo del caso, hasta la segunda semana de marzo de 2020, Bernarda Robles se sometió a peritajes: psicológico, ginecológico, del entorno social, reconocimiento del lugar de los hechos.
“Para cada trámite era sacar copias, ir, dejar, firmar, regresar, firmar, esperar a que me llamen. Mi vida se ha dedicado y gira en torno a esto. Tuve que renunciar a sueños, proyectos, ejercicio laboral de mi profesión, proyectos de vida que tenemos con mi esposo que no quiero dejar de tener”, dice Robles, y estima que debe tener más de 100 correos electrónicos de avisos de la Fiscalía, en los que le informan los avances del caso, o la citan.
Sumado al papeleo, Bernarda Robles tuvo que volver a ver a Moncayo. El 30 de octubre de 2019 fue a rendir su testimonio en la cámara de Gesell y cuando llegó, Fernando Moncayo estaba sentado en una de las salas de espera en la Fiscalía. “La presencia de mi agresor hizo que me llenara de miedo y angustia de manera inmediata. Esto hizo que en la toma de mi versión estuviera asustada y requiriera contención psicológica de emergencia”, escribió Robles en una carta que entregó al Consejo de la Judicatura.
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El 14 de marzo de 2020, cuando en Ecuador se declaró un estado de excepción por la pandemia del covid-19, la investigación del caso —como el resto de cosas en el país y en el mundo— se detuvo.
Seis meses después, desesperada porque se reactive la investigación, Bernarda Robles llamó a una fiscal y, lentamente, se retomaron peritajes —como el de audio y medidas de la “casa vieja” de la Rana Sabia, que determinó que las paredes tienen una dimensión de 20 o 25 centímetros lo que hizo imposible que alguien escuchase a Bernarda Robles gritar.
La audiencia de formulación de cargos fue, finalmente, el 10 de marzo de 2021. En ella un juez acogió los cargos presentados por la Fiscalía y le dictaron medidas cautelares a Fernando Moncayo: le prohibieron la salida del país, ordenaron que se le ponga un grillete electrónico y le dictaron domiciliaria por su edad —tiene 79 años.
El 29 de junio, 115 días después de la audiencia de formulación de cargos, Bernarda Robles recibió un correo en su casillero judicial en el que la jueza Amparito Zumárraga exigía “por segunda ocasión” al Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI) que “coloquen el Dispositivo de Vigilancia Electrónica” a Moncayo.
Así se enteró que en esos tres meses y más Fernando Moncayo no había portado el grillete electrónico. “Todo ese tiempo que yo me sentía tranquila porque mi agresor estaba encerrado en su casa sin poder salir, era mentira, estaba expuesta”, dice con tono de incredulidad, una mañana de julio de 2021, sentada en el mismo sillón de la casa de sus padres, cuatro meses después de nuestra primera conversación.
Cuando pregunté al SNAI por qué no cumplieron con las medidas luego de la audiencia de formulación de cargos, respondieron que el 17 de marzo informaron a la Unidad Judicial de Violencia Contra la mujer o miembro del núcleo familiar —con sede en el cantón Rumiñahui— que para instalar “un Dispositivo de Vigilancia Electrónica (DVE), en la modalidad de Arresto Domiciliario, es necesario realizar previo a la instalación, un estudio de factibilidad técnico del domicilio del posible usuario del DVE” para validar la señal de celular. Según el documento, esto se debe hacer para determinar “si es factible instalar todos los equipos de la modalidad de Arresto Domiciliario, por lo que es sumamente necesario contar con la dirección exacta del domicilio del posible usuario”, además de un número de teléfono de un familiar que viva en ese mismo lugar.
En esa respuesta escrita dicen también que la Unidad “no dio contestación, ni remitió la dirección” para hacer el estudio de factibilidad mencionado. Luego en el mismo documento, el SNAI dice que la fiscal Eliana Espinoza le comunicó mediante un oficio a la jueza Zumárraga la dirección domiciliaria, pero que “el SNAI no fue puesto en conocimiento del oficio” que tenía la dirección y por eso no pudo instalar el dispositivo. Los 10 párrafos que tiene la burocrática explicación concluye que el 2 de julio le instalaron, finalmente, el dispositivo a Fernando Moncayo.
La respuesta del SNAI, le sorprende al abogado José Núñez, quien explica que la dirección exacta del domicilio de Fernando Moncayo, incluida la ubicación georreferenciada, siempre fue parte del proceso en la Fiscalía.
Desde que puso la denuncia en la Fiscalía hasta que a Moncayo le pusieron el dispositivo en su tobillo, Bernarda Robles siente que ha habido demasiados retrasos e irregularidades. “Todos los obstáculos que enfrentó Bernarda es una clara muestra de la poca sensibilidad del sistema y cómo Ecuador está lleno de leyes bien redactadas pero poco aplicables a la realidad”, opina la psicóloga especializada en violencia de género, Graciela Ramírez.
“En el momento en que ella es revictimizada, no solo es obligada a contar una y otra vez la historia a profesionales no competentes en el campo —como el guardia, el operador de la cámara de Gesell— sino que cada vez que lo cuenta se siente como el día en que vivió esos hechos. Es literal. Se suda, le tiemblan las manos, siente el vacío en el estómago, siente taquicardia, regresa a la casa y no puede dormir, tiene ideas intrusivas en la cabeza”, detalla Ramírez sobre lo que siente una víctima cuando tiene que contar muchas veces lo que sufrió.
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Es el 9 de julio de 2021. Bernarda Robles tiene el pelo por debajo del hombro, un vestido negro hasta la rodilla con mangas anchas y largas, los párpados color oro, y una mascarilla de Starry night de Van Gogh que cubren su nariz y boca. Se ha vestido así para la audiencia preparatoria de juicio en contra de Fernando Moncayo que tendrá lugar en el complejo judicial de Rumiñahui. La audiencia está programada para la 1 de la tarde, pero media hora antes su abogado la llama y le dice que suba al segundo piso del edificio.
Bernarda Robles tiembla. Hace pocos minutos tomó unos medicamentos para prevenir sus ataques de ansiedad, uno de los efectos en su salud mental que se desencadenaron hace nueve años cuando vivió en la casa vieja de la Rana Sabia. Ella no está obligada a asistir a la audiencia pero quiso ir. Sabe que tiene que entrar sola, que su esposo Danilo Rosero estará afuera de la sala, y que dentro escuchará a los tres abogados de Moncayo, defenderlo. Tiembla y abraza a su padre y a su madre, que llevan cada uno, un cartel que dice #BernardaYoTeCreo. Luego, toma de la mano a su esposo, quien la acompaña a entrar al edificio judicial.
Este es el segundo intento para que se instale la audiencia. La primera se pospuso por pedido de la defensa de Moncayo porque, adujeron, tenían otra audiencia la misma fecha. Desde el parqueadero del complejo judicial que da a la calle, los padres de Bernarda, Jaime Robles y Lucía Morocho esperan, sacan de una mochila gris dos botellas de agua y unas tostadas con ajo. “Vinimos preparados porque sabemos que esto toma tiempo”, dice Jaime Robles, mientras alza su mirada esperando que detrás de uno de los vidrios del segundo piso, se asome su hija.
Bernarda Robles llega a la sala de audiencia, se sienta, y se da la vuelta para ver a sus padres que la observan desde el parqueadero. Desde abajo los padres ven el espaldar de tres sillas azules —una la ocupa su hija y la otra Luisa Orbe, la abogada de la Defensoría Pública que hace un año y medio le dijo a Bernarda que se encomendara a Dios pero que luego le pidió disculpas y la acompañó en el proceso, aunque Núñez siguió siendo su defensor oficial.
Danilo Rosero, su esposo quien está afuera de la sala, le escribe a su suegro que “algo pasa, no sabe bien qué”. Luego de dos horas, a las 3 de la tarde, Bernarda Robles y Danilo Rosero salen por la puerta de vidrio del complejo judicial y dicen que la audiencia se canceló porque uno de los abogados de Moncayo tuvo una emergencia médica.
En el carro de regreso a casa de sus padres, sentada de copiloto, Bernarda Robles dice que la jueza llegó media hora tarde y ni siquiera se disculpó, y que uno de los tres abogados de Moncayo estaba sangrando por la nariz porque se le había subido la presión. Cuenta que por casi media hora entre los tres abogados de su acusado, el abogado Núñez, la fiscal y la jueza discutían sobre qué hacer con la audiencia, y que la jueza le preguntó a ella qué pensaba que se debía hacer.
“Yo le dije que antes ya hubo dilatamiento de la audiencia por razones no justificadas y que respeto la salud de los otros y el señor que estaba mal debía ser tratado, pero yo también sufro un trastorno bipolar que me hace caer en fuerte depresión y ataques de ansiedad y ataques de pánico que ya los sufrí por la dilatación de este proceso. Porque yo me preparo psicológicamente para cada una de las audiencias, y estar aquí es muy duro”, le cuenta Bernarda Robles a sus padres y su esposo. Dice que cuando la jueza decidió aplazar la audiencia, agregó que se deberá instalar entre 72 horas y máximo 8 días.
Luego de quejarse que es la tercera vez que la cancelan, le dice a su esposo: “Me tienes que comprar un vestido nuevo para la otra audiencia, sino qué dirá la prensa”. Se ríe y dice con un poco de resignación, que habrá que esperar, otra vez.
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Un par de semanas después, el domingo 25 de julio, Claudia Monsalve, con voz de narradora de cuentos, le habla a los 35 niños y adultos que están sentados en una especie de porche cubierto listos para ver la función de títeres La princesa y el dragón. “La Rana Sabia somos yo y otro grupo de personas y este es el titiri teatro, bueno el titiri patio porque por la pandemia tuvimos que mudarnos acá afuera”, dice Claudia Monsalve —lentes de marco morado, grueso cintillo del mismo color— delante de un teatrín negro de más de un metro de alto. “La próxima semana, y la próxima, y la próxima y la próxima y la próxima…” habrá función, les recueda a los niños, que, inocentes, ríen y aplauden.
La función son 45 minutos de risas y gritos de los niños y niñas que aconsejan, retan y gritan a los títeres. Ese domingo no hay rastro de Fernando Moncayo. Nadie lo nombra, ni a los personajes que creó.
Al otro lado del porche que Monsalve llama titiriteatro y los niños ríen, hay un patio verde inmenso con columpios, resbaladeras, llantas y otros juegos para niños y niñas.
Rodeada de césped, debajo del cielo nublado, se impone la casona blanca con ventanas y puertas de borde turquesa, flanqueada por veraneras color magenta. Por uno de los balcones de la inmensa estructura, se asoma, por brevísimos segundos, casi como un fantasma, Fernando Moncayo.
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Jaime Robles y Lucía Morocho conocieron a Fernando Moncayo hace más de 30 años cuando trabajaban en organizaciones sociales. Moncayo era un consultor pedagógico y desarrolló una metodología para enseñar a niños y niñas a través de los títeres. Pocos años después, la familia de cinco —Bernarda es la segunda de tres hijos— que vivía en Cuenca se mudó a Quito porque a Jaime Robles le ofrecieron un trabajo.
Mientras buscaba un lugar dónde vivir, Fernando Moncayo le ofreció posada. Desde muy chiquitos, los tres niños Robles visitaban la casa de la Rana Sabia, no solo asistían a las funciones sino que ayudaban en algunas obras. Para todos, eran amigos muy cercanos de la familia. “La tesis debía ser de urbanismo y yo elegí enfocarme en cómo se construye espacio público a través del teatro callejero. Llamé a la casa de la Rana Sabia para contarles, y Fernando me dijo que me ayudaría con la tesis. A cambio, me pidió que yo lo ayudara con una investigación académica sobre la Palla, una muñeca que bajaba del Ilaló cuando había fiestas”, relata Bernarda Robles.
Su idea era ir los fines de semana para hacer su trabajo de tesis, pero Moncayo le ofreció que vaya a vivir con ellos para que no perdiera mucho tiempo en movilizarse. Solo desde la casa de sus papás hasta allá, le tomaba dos horas. “Entre la universidad, la casa de mis padres y la casa de la Rana Sabia, me tomaba mucho tiempo. Por eso les conté a mis papás y aceptaron. Porque era como si me fuera a vivir con mis abuelitos”, dice Bernarda Robles.
Pocos días después de mudarse a uno de los cuartos de la casa vieja, Moncayo empezó a comportarse distinto con Bernarda Robles. “Fue escalando, no fue de una. A veces me tocaba, y en la tarde me traía chocolates. Decía algo inapropiado como ‘se te ve muy sexy tal ropa’ y luego venía con algún dulce, alguna pulsera”.
Luego, dice, las actitudes siguieron aunque los regalos comenzaron a desaparecer. “Llegaba a la biblioteca donde yo estaba, no es que venía y me preguntaba qué estás haciendo, y qué estás leyendo, sino que se sentaba a mi lado y comenzaba a manosearme las piernas. Después solo llegaba, me agarraba la cara fuerte y me besaba a la fuerza”, dice Bernarda Robles. En una ocasión, cuenta, ella se tropezó y se golpeó en la pierna, y con una pomada que Claudia Monsalve, la esposa de Moncayo, le había dado, él se ofreció a frotar su pierna y mientras lo hacía subió la mano más cerca a su pelvis. Durante ocho meses Bernarda Robles se iba a dormir aterrada, con miedo a que algo le pasara.
Entre las 11 y media de la noche del 29 de octubre de 2012 y 12 de la noche del 30, Bernarda Robles estaba en su cuarto, el espacio donde había vivido los últimos ocho meses. Esa tarde, recuerda, Moncayo le dijo que más tarde iría a “despedirse bien” porque no se iban a ver por algún tiempo, ya que él saldría de viaje con su esposa Claudia Monsalve, a Brasil, por trabajo.
Ella afirma que Fernando Moncayo forzó el picaporte que era el único seguro de su habitación, y entró. La agarró de los brazos, la besó a la fuerza, la lanzó contra el suelo y presionó con sus rodillas sobre el pecho de ella, justo donde tiene una amplia cicatriz por una operación de corazón abierto que tuvo de niña y de la que Fernando Moncayo conocía por la amistad con sus padres. Robles dice que Moncayo intentó penetrarla con su pene pero no lo logró y, mientras ella intentaba soltarse, él le metió sus dedos en su vagina, mientras se masturbaba. “Yo gritaba pidiendo auxilio para ver si alguien me escuchaba”, dice Robles. Luego de eyacular, afirma Robles, Moncayo se despidió.
Esa madrugada él y Monsalve se fueron al aeropuerto. La mañana del 30 de octubre, Bernarda Robles cogió una mochila con su ropa y salió corriendo de la casa vieja sin mirar atrás. Ese día, aún en shock y confundida, les envió un correo electrónico a Moncayo y Monsalve adjuntando el trabajo sobre La Palla, que había realizado esos meses como parte del canje que habían acordado, y se despidió diciéndoles que pasen bien en Brasil y “los quiero mucho mucho”.
La psicóloga Graciela Ramírez explica que “ese correo es complejo que lo entiendan jueces y abogados pero es muy fácil de explicar por un tema de manipulación de él a ella. Ella quería sostener el estado de estabilidad frágil en el que vivía, asustada, para que nadie más sepa lo que pasó. Ella seguramente trataba de pensar que eso no pasó, como muchas víctimas hacen”. En el libro El Coraje de Sanar, que funciona como guía para mujeres sobrevivientes de violencia sexual, hay un capítulo llamado Creer que sucedió. “Es difícil para la mujer mantener claro el conocimiento del abuso cuando se ha pasado la vida negando esa realidad, cuando no quiere que sea cierto”, dice el inicio del capítulo que, dice Ramírez, es clave para trabajar con las víctimas de violencia sexual.
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Bajo una llovizna y un cielo gris como concreto fresco, los papás de Bernarda Robles esperan a que termine la audiencia preparatoria de juicio en el complejo judicial de Rumiñahui que, al tercer intento, finalmente se instaló el 20 de agosto a la 1 de la tarde.
En una sala del segundo piso del edificio en el que estuvieron un mes antes con la misma expectativa, su hija lleva poco más de cinco horas escuchando a una fiscal presentar su caso, a su defensor exponer las evidencias, a los tres abogados de Moncayo, defenderlo. Lo hacen frente a un juez que no es el mismo que ha llevado el proceso hasta ahora.
En esas cinco horas, Lucía Morocho y Jaime Robles no se han movido de la vereda y el parqueadero del edificio. No quieren que Bernarda Roble voltee y no los encuentre. En esas cinco horas, llegan activistas y colectivos feministas a apoyarla desde el mismo lugar donde están sus padres vigilantes.
“Yo sabía, yo sabía, que los violadores también pueden ser artistas”
“Justicia, justicia, justicia para Bernarda”
“Bernarda, Bernarda, Bernarda no estás sola”
“Basta de impunidad, exigimos justicia ya”
“Por las niñas. Nadie se cansa. Por las mujeres. Nadie se cansa. Por Bernarda. Nadie se cansa”
Gritan las cinco personas que llegaron a apoyarla. Desde el segundo piso, una cortina que cubre casi toda la ventana deja ver el borde de la silla donde está sentada Bernarda Robles quien acerca su mano extendida hacia el vidrio, y la mueve lentamente. Es un gesto que sus padres y esposo —quien bajó para acompañar a sus suegros— interpretan como saludo y agradecimiento.
Entre gritos de apoyo, espera y expectativa, empieza a llover. A las seis, la tarde está más oscura que de costumbre y Bernarda Robles ya no está sentada en la silla azul que dejaba ver su tronco. El edificio del Complejo Judicial ya está cerrado, solo una puerta lateral negra metálica funciona; los padres de Bernarda Robles esperan ahí.
La primera en salir por la puerta lateral negra metálica es la fiscal Eliana Espinoza. Cuando Jaime Robles le pregunta qué pasó, ella responde: “Esperemos que Bernarda salga”. Pasan cinco minutos y la fiscal, ansiosa, dice que se tiene que ir y le cuenta a Jaime Robles y Lucía Morocho que el juez sobreseyó a Fernando Moncayo. “Pero apelaremos”, les dice. Y se va.
Todavía garúa. El cielo sigue gris. La tarde parece aquella de la que escribió el poeta Arturo Borja: siniestra y sombría. Los padres de Bernarda se ponen las gafas que tenían sobre la cabeza. Se abrazan. Bernarda Robles sale por la puerta negra metálica. Sostiene su celular como haciendo una llamada. Camina y no voltea. Sus padres la siguen. Pocos minutos después escribe en su cuenta de Twitter:
“El caso fue sobreseído. Perdimos”.
El documento del auto de sobreseimiento al que pude acceder con el consentimiento de Robles, revela que el juez Roberto Carlos Llumiquinga encontró contradicciones en la fecha de la presunta violación, y la fecha en que Robles les contó a sus padres lo sucedido. “Muchas víctimas de violencia sexual te dicen ‘siento que se congeló el tiempo, parece ayer pero fue hace un año’ cuando hablan de lo que les pasó”, dice la psicóloga Graciela Ramírez para explicar por qué las víctimas pueden confundir fechas u horas.
Ramírez agrega que la percepción del tiempo y el espacio puede verse afectada. “Y decir, como Bernarda, entre las 11 y las 12 es perfectamente válido porque es la medianoche”, dice Ramírez. Según la psicóloga, cuando hay un evento traumático, la persona no puede recordar ciertos detalles, “de hecho hay un elemento de bloqueo, de negación de ciertos detalles que es parte del trauma que han vivido”.
Según el auto, el juez también dijo que cuando ocurrió el presunto delito Bernarda Robles era estudiante de Antropología. Textualmente: “la señorita ya tiene una instrucción que ya puede diferenciar qué es una mañana, qué es la noche y qué es la madrugada; no estamos hablando de una persona que tiene rusticidad”, dijo el juez. Rusticidad, que viene de rústico, quiere decir perteneciente al campo, como si las personas que viven allí ignoraran cosas básicas, como los momentos del día.
En su decisión, el juez también recalcó que no se incluyeron las versiones de la psicóloga y el psiquiatra particulares de Bernarda Robles, y que “falta elemento de convicción de que ella tuvo algún tipo de terapia”. Al preguntarle a la Fiscalía por qué no tomó el testimonio de ambos profesionales durante la instrucción fiscal y solo adjuntó informes médicos —que el juez no consideró válidos—, me respondieron que no habían solicitado las versiones de los médicos porque no son peritos acreditados por el Consejo de la Judicatura. En la misma respuesta, dijeron que la “Fiscalía dispuso la valoración psicológica de la víctima B.L.R.M. con la perito acreditada por el Consejo de la Judicatura, la psicóloga Dra. Tatyana Reyes Mestanza”.
El juez Llumiquinga tampoco consideró los testimonios de Verónica Vacas, Rosana Valdés y Sofía Ferrín, quienes contaron que habían sido acosadas o abusadas por Moncayo en años anteriores. Otro de sus argumentos para sobreseyerlo se basó en un peritaje de la Fiscalía que determinó que “el señor no está en capacidad de ejercer un dominio físico para ejecutar una violación”. Sobre los detalles de este peritaje que concluyó que Moncayo no tenía la fuerza para cometer la violación, la Fiscalía respondió —a mi pedido de información, vía correo electrónico— que “no es posible referirse a los elementos que la perito tomó en cuenta para emitir sus conclusiones dentro del Informe”.
Tomando en cuenta las motivaciones del juez para el sobreseimiento, pregunté al Consejo de la Judicatura sobre su perfil, y respondieron que en 2015 Roberto Carlos Llumiquinga Marcillo “pasó de ser Juez de la Unidad Penal y Tránsito de Santo Domingo de los Tsáchilas a ocupar el puesto de Juez Penal del cantón Mejía en la provincia de Pichincha” y que “por el periodo comprendido desde el 18 al 20 de agosto de 2020” fue juez subrogante en la Unidad Judicial de Violencia contra la Mujer o miembros del núcleo familiar Rumiñahui. Es decir, el juez que decidió que no había suficientes elementos para llamar a Fernando Moncayo a juicio y lo sobreseyó no tiene formación en casos de violencia en contra de las mujeres.
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A Bernarda aún le quedan unos escasos hilos azules de cuando se tinturó su pelo en marzo. Pero ahora, ya no tiene una melena larga, sino que lleva el cabello por encima del hombro. Se lo cortó después de la audiencia en la que sobreseyeron a Fernando Moncayo. Sentada junto a su esposo, Danilo Rosero, revisan juntos las 19 hojas del auto de sobreseimiento, que tiene partes marcadas con resaltador y apuntes con pluma a los lados de las hojas blancas, que ambos han hecho.
Es 2 de septiembre y Danilo y Bernarda se acaban de enterar, por una llamada telefónica, que les negaron la apelación porque no fue presentada a tiempo. “Aquí dice que las personas se considerarán notificadas con el solo pronunciamiento de la decisión de la o el juzgador. Es decir que no había que esperar a que llegue la notificación por escrito para poder apelar. Había que hacerlo en la misma audiencia”, dice Danilo Rosero, mientras resalta otras partes del documento.
“Yo no dije ‘apelo’ en la audiencia porque ya me ha pasado antes que hago eso y el juez me dice ‘espere a que le llegue la notificación escrita para hacerlo’ por eso quise esperar”, me dice el 1 de octubre, José Núñez, el abogado que representaba a Bernarda Robles, frente a su computadora y rodeado de carpetas, en su pequeña oficina en la Defensoría Pública de Rumiñahui. Y agrega que en todas las audiencias que ha tenido “siempre los días para apelar corren desde el momento en que nos llega la notificación, no desde que se acaba la audiencia”.
Le pregunté a la Fiscalía General del Estado por qué la fiscal que estuvo en la audiencia preparatoria de juicio tampoco apeló luego de que el juez leyera su decisión, y respondieron que “para la interposición de recursos, los términos se contarán a partir de la notificación de la sentencia o auto escrito”. Es decir, que no cuentan desde que se acaba la audiencia. “Nosotros le decimos legalistas a los jueces que no permiten la apelación en el plazo desde que nos llega la notificación”, dice la abogada especialista en temas de violencia de género, Lissette Pardo. Según Pardo, en toda su carrera patrocinando casos de violencia, nunca había visto que un juez negase una apelación porque no se formuló en los tres días contados desde la audiencia.
Cinco días después del auto de sobreseimiento, la cuenta de Facebook del Titiripatio —que promociona las obras de La Rana Sabia— republicó un video originalmente posteado en 2018 en el que aparece Fernando Moncayo sosteniendo a uno de sus personajes detrás de un teatrín. Durante dos años en esa página de la red social no hubo una sola foto de su fundador.
En la descripción del video en el que Moncayo mueve con su muñeca a un títere dice “Sigue siendo muy divertido”.
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La semana que se enteró que la apelación no había sido aceptada y el caso se iba a archivar, Bernarda Robles le contó a María Dolores Miño, la misma abogada que dos años antes tuiteó sobre el trato que Bernarda Robles recibió en la Defensoría Pública.
Enseguida, ella y dos abogadas más, Lissette Pardo y María del Mar Gallegos, le ofrecieron su patrocinio. El equipo interpuso un recurso de hecho ante una sala especializada de la Corte Provincial de Justicia. Este recurso, dice el Código Orgánico Integral Penal (COIP), se concede cuando un juez niega los recursos “oportunamente interpuestos”. Cuando se presenta, dice la misma ley, se debe enviar de inmediato al “superior” —en este caso, a la Corte Provincial de Pichincha.
En el caso de Bernarda Robles, la audiencia del recurso de hecho será el viernes 15 de octubre de 2021. Si la Corte Provincial de Pichincha declara que la apelación que la defensa de Bernarda Robles presentó se hizo a tiempo, la apelación seguirá su trámite. Si la Corte negase el recurso de hecho, el caso estaría más cerca de archivarse para siempre.
Bernarda Robles, ahora con su pelo negro, cortito, lacio sujetado con un cintillo azul, me dice que ya se hizo la idea de que es muy probable que pierda y que el caso se acabe.
Descalza y con un vestido blanco que deja ver sus hombros descubiertos, sentada en el patio de la casa de sus padres, admite que después de tantos meses de rabia, hoy se siente un poco más tranquila.
“Ya no quiero que esta siga siendo mi vida. Quiero soltar. Ya entendí que no es mi culpa, es culpa de la justicia ecuatoriana que no funciona”.
Este reportaje tomó siete meses de búsquedas, revisión de documentos, entrevistas, verificación, escritura y edición. Si crees que develar este tipo de información es importante, tenemos un mensaje para ti: cuando te unes a la membresia GK aportas a que estas historias se sigan contando. Únete a nuestra membresia y financia el periodismo que genera impactos en nuestra sociedad.