Me senté a ver Ted Lasso dispuesto a odiarla. Estaba listo para detestar esta serie de Apple TV, que nació de un comercial del Super Bowl. Según esta barbarie, Ted es un entrenador de fútbol americano que es contratado para dirigir un equipo de primera división en Inglaterra, tierra santa futbolera. No solo era improbable, sino ofensivo: para buena parte del mundo, el americano es el primo tonto del verdadero y único fútbol. Me corrijo: es como el primo rico y torpe que se golpeó demasiado la cabeza de chiquito. 

El fútbol que se juega con los pies y la cabeza —do you get it? foot + ball— es el octavo arte. Messi es Mozart. Tom Brady es Ricardo Arjona. Cristiano Ronaldo es Mario Vargas Llosa: el más disciplinado de los talentosos, riguroso, consecuente y odiado por buena parte de sus seguidores. Peyton Manning es Paulo Coelho. 

La corrida de 11 segundos de Diego Armando Maradona para anotarles el segundo gol a los ingleses en México 86 definió una generación. Barrilete cósmico, de qué planeta viniste. Lo único que recuerdo de un Super Bowl es el concierto de medio tiempo de Shakira y Jennifer López. 

Y, claro, el comercial que parió a Ted Lasso es una ofensa para todo el que ha jugado y amado el fútbol de verdad. Un tipo de bigote tupido y maneras —demasiado— afables salido de las ligas amateurs de Kansas, dirigiendo un equipo de la Premier League porque sí. 

¿En qué mente retorcida nació este sacrilegio? 

Y, sin embargo, aquí estoy, feliz, entusiasmado y ansioso por el estreno de la tercera y última —por favor, que sea la última— temporada de Ted Lasso

¿Qué me pasa?

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El primer episodio de la serie fue doloroso. Lleno de referencias al comercial del Super Bowl, mostraba la llegada de un hombre del Midwest estadounidense —estoy seguro que coach Beard, el asistente de Lasso, tiene una gorra de MAGA en algún cajón—a dirigir al centenario Richmond, un club de Londres. Y Lasso no sabe nada de nada. 

No sabe cuánto duran los partidos. No sabe que en el fútbol, como en la vida, se puede empatar. No sabe cuántos partidos se juegan. No sabe qué es un arquero —peor que Albert Camus, filósofo y portero, dijo que el arco le había enseñado que la vida no era siempre lo que se espera—. Pero no es solo Lasso el del problema. La producción no hace ningún esfuerzo por retratar de forma, no digamos fidedigna pero al menos decente, el mundo futbolístico. 

El uniforme del Richmond, un equipo de la Premier League, una liga que factura 6,2 mil millones de dólares cada año, parece hecho en un mercado callejero de Bangkok. 

El segundo capitán richmonés, Isaac McAdoo, tiene un sobrepeso como el de los que jugamos la noche de los lunes. De algunos: uno que otro está en mejor estado que el buen McAdoo. Dani Rojas, la estrella latina “juvenil” del equipo, debe tener unos 30 años. 

Otra de las estrellas nacientes de la Premier League de Lasso, Jamie Tart, deja el poderoso Manchester City para salir en un reality show. Como si Pedri dejara el Barça para salir en Gran Hermano.

Los entrenamientos del Richmond parecen más la antesala de una parrillada de amigos. La banca de suplentes de su estadio podría ser una parada de bus cualquiera. Lo más doloroso es ver la representación de los partidos: son adultos que en su vida han pateado un balón. Parecen niños de tercer grado. No saben correr. No inclinan el cuerpo a la hora de rematar. Cada vez que el arquero sale a intentar atrapar la bola parece un tío atolondrado espantando moscas con un periódico. 

AFC Richmond

El AFC Richmond, el equipo de fútbol que entrena Ted Lasso. Fotografía cortesía de Apple TV.

Y, a pesar de toda esa debacle, Ted Lasso es una buena serie. Quizá —perdóname Johan Cruyff— una gran serie. Y lo único que quiero es que de verdad se acabe. Porque como en el fútbol, de una temporada a otra se puede pasar de la gloria a la tragedia. Miren al Leicester inglés, campeón en 2015. Hoy, al borde de la Championship, la segunda categoría —donde juega el Richmond. Y miren el trailer de la tercera temporada. Es de terror. 

Aun así, como los hinchas fieles, nos ilusionamos con una buena tercera temporada. Por eso, le vamos al Richmond. Por eso, le vamos a Ted. 

Lasso es un tipo bonachón. Una verdadera encarnación de Ned Flanders. Igual que el vecino de los Simpsons, tiene un lado oscuro. Su mente es frágil e inestable. No cree en la terapia. Se traga todas sus emociones para no incomodar al resto. Es una bombita de tiempo en la olla de presión del deporte profesional. 

Ted Lasso es demasiado bueno para ser cierto. Pero es una impostura. Ted Lasso es un hombre en fuga. Escapando de sí mismo y de sus dolores y sentimientos. Le reprocha a su padre haberse suicidado pero vive a 9 mil kilómetros de su hijo, que vive con su insufrible ex esposa, a quien Lasso parece seguir amando a pesar de que ella no solo que no lo ama sino que, lo que es peor, lo quiere como amigo. 

Ted es un extraño en todos los sentidos. No pertenece ni entiende bien la cultura del fútbol. La inclemente afición del Richmond no le perdona sus orígenes apócrifos y pronto lo bautizan: Wanker!, le grita la grada. “Pajero” —¿hay otro término más universal y futbolero para alguien que no sabe lo que hace?

Pero también es un forastero en la metrópoli. Llegó a la pérfida Albión desde Kansas, un estado lleno de mucha gente blanca, conservadora y pobre. Adeptos del MAGA de Trump. Cuna de su antítesis de izquierda, la Redneck Revolt —igual de pobres y enfadados, pero en el otro polo del espectro político. La Kansas de ¿Qué le pasa a Kansas?, el libro de Thomas Frank que contaba cómo el movimiento ultraconservador estadounidense se había tomado el centro del país, capitalizando la ira de la gente blanca empobrecida y relegada —rednecks. 

¿Qué hace un hombre así en una de las capitales del mundo? En Londres se hablan 300 idiomas. Hay colonias de casi cada rincón del planeta. “Londres ya no es inglés, se lo robaron los migrantes”, me dijo en 2015 un hombre blanco de 70 años de Hastings, una histórica y provinciana ciudad del sur de Inglaterra que tiene más en común con Kansas que con la capital del Reino Unido. 

Ahí está Ted Lasso, solo. Apenas acompañado por su también atribulado asistente, coach Beard. Una especie de filósofo estoico que modula el ambiente del cuerpo técnico en el que orbitan Roy Kent (la más remota referencia a un futbolista de verdad), el (desde siempre) insufrible y ahora ingrato Nate, y el director deportivo, un flan inglés llamado Leslie Higgings

Roy Kent,

Roy Kent, «coach Beard» y Ted Lasso —interpretados por Brett Goldstein, Brendan Hunt y Jason Sudeikis, respectivamente— conforman el equipo de entrenadores de Ted Lasso. Fotografía cortesía de Apple TV.

Es una soledad con la que uno, sin querer, conecta. Hay algo ahí que nos apela, y no tiene que ver con un súbito edulcoramiento, ni con la claudicación de lo que nos marcó como adolescentes y nos trajo a la adultez. Suponer eso caería en los falsos dilemas, los negros y blancos, el buenos-contra-malos de la corrección política y los dogmatismos simplistas y paralizantes. 

Tiene que ver con el descubrimiento de que ser hombres es un camino, no una meta. No es un bien recibido de algún dios severo, o revelado por la supuesta sabiduría de un monje de vocabulario primario, sino un amasijo que podemos ir moldeando, no que recibimos con una etiqueta de “no se aceptan cambios ni devoluciones”. 

Las definiciones son, por su propia naturaleza, encapsulantes —y eso a veces tiene su utilidad. Pero en otros casos, esos marcos rígidos deben ser desafiados. Porque responden a sistemas llenos de demasiadas reglas (que curiosamente vienen con muy pocas interpretaciones) dadas por algún supuesto ungido: el Estado, el monasterio, la casa, la escuela, la academia. 

Cuando en realidad es barro. Una “situación en desarrollo”, diría un despacho de prensa. Un cúmulo de incertidumbres y contradicciones. Por eso es lo que nos condenó a nuestros errores del pasado. Pero es también el único camino hacia la redención que no cancela, sino que reforma. 

Keeley Jones y Rebeca Welton

Keeley Jones, interpretada por Juno Temple, y Rebeca Welton, interpretada por Hannah Waddingham. Las dos tienen una de las amistades centrales Ted Lasso. Fotografía cortesía de Apple TV.

Y ahí se da cuenta uno que está pensando estas cosas viendo Ted Lasso. Y de pronto, uno termina convertido en Trent Crimm, el insufrible reportero de The Independent, que está dispuesto a hacerle la vida imposible a Lasso porque, obvio, está tan ofendido como yo de que un sujeto como ese esté a cargo de un equipo de la liga más hermosa y competitiva del mundo. 

Pero Ted logra romper armaduras emocionales. La de Trent y la mía. Uno intuye que el cubo de Rubik de la identidad propia puede ser resuelto. Y claro, entiende lo que debió entender desde el principio: esto va más allá de la premisa simplona inicial de un absurdo deportivo. Es posible que se trate de quiénes somos. 

Qué importa si Jamie Tartt, la supuesta estrella del equipo, patea como si tuvieras dos pies izquierdos. Se vuelve secundario que el gol con el que el Richmond regresa a la Premier League sea un claro y maldito offside que el VAR debió revisar y anular sin piedad. Después de todo, Ted Lasso no entiende muy bien la regla del offside

Todo eso se relega. Uno empieza, primero con cautela, quizá cuidándose de que otros hombres no lo noten, a ponerse del lado de Ted Lasso. 

Cómo dice Trent Crimm, uno cambia: está dispuesto a no alegrarse si Ted fracasa. 

Pero luego, uno deja esa tibieza y quiere genuinamente que le vaya mejor, que acepte ir a la terapeuta. Uno se olvida de esta ficción y se engancha con los personajes. 

Hay uno que otro capítulo dispensable —sobre todo, el de Navidad, que es tan cursi y ridículo que si no fuera por Ted Lasso, uno abandonaría la serie para siempre. 

Pero Ted nos hace permanecer ¿cómo abandonar al hombre que nunca abandona? 

Por él estamos dispuestos a pasar por alto al simplón y unidimensional Sam Obisanya. Por él toleramos el ladrido que abre y cierra las sesiones de los Diamond Dogs, el grupo de apoyo autoconvocado por los coaches del Richmond y Higgins. 

Lo que es peor, maldita sea: uno empieza a encontrarse en Ted Lasso. 

Sus ataques de pánico paralizantes, el vacío de la soledad que solo existe y puede ser resuelta dentro de la mente propia. La neutralización de los afectos y los dolores con los continuos movimientos del codo. En el dolor que produce la ingratitud de los proteges. Somos Ted Lasso. O lo fuimos. O lo seremos. 

No muy pronto nos damos cuenta  que lo cursi y lo ridículo de Lasso está medido. Los Diamond Dogs retratan algo que los hombres no solemos tener: un grupo donde hablar, entre nosotros, de lo que nos pasa. De lo que nos vuelve vulnerables. 

Nate Shelley frente a Ted Lasso

Nate Shelley, interpretado por Nick Mohammed, frente a Ted Lasso en una de las escenas de la tercera temporada de la serie. Fotografía cortesía de Apple TV.

Hemos sido criados en la cultura del locker room talk. Al menos de mi generación para arriba, no hablamos de cómo nos sentimos. 

Siempre estamos bien. Una respuesta inerte, la pintura con la que se blanquean las sepulturas, sostenida solo por el acuerdo tácito de que hay cosas con las que lidiamos solos. Por eso somos los que más nos suicidamos. Por eso nos estrellamos más. Nuestras conversaciones son pocitas superfluas donde apenas metemos la punta de los dedos, porque sabemos que en muchos casos si nos lanzamos a aguas más profundas, nos vamos a hundir. Nos encapsulamos como Ted Lasso hasta que explotamos. A veces, cuando ya es demasiado tarde. 

La caricatura futbolística de Ted Lasso es, en definitiva, también una caricatura de nuestra masculinidad. No sé si es intencional, pero es lo que termina siendo. 

Una identidad de género donde la rudeza es un pilar de nuestro valor. Hemos caído en una trampa: creemos que el fútbol es rudo porque es de hombres. Y no. 

El fútbol es rudo porque es una metáfora hermosa de la vida: de contacto e imprevistos, de errores y resurrecciones. De decepciones y triunfos. De aprender a presionar y aprender a recogerse. De identificar los momentos de ser un ballet o una compañía de stomping

De admitir que en la frontera de la belleza, habita lo cursi. Y que hay lecciones improbables en ese borde. La primera, quizá, que los hombres necesitamos más espacios donde desarmarnos, sin que nos sintamos menos nosotros mismos, sin perdernos. La segunda, que la ridiculez y la cursilería pueden, en su justa medida, en el momento adecuado, ser encantadoras. 

Vamos, Ted Lasso. Vamos todavía. 

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José María León Cabrera
(Ecuador, 1982) Editor fundador de GK. Su trabajo aparece en el New York Times, Etiqueta Negra, Etiqueta Verde, SoHo Colombia y Ecuador, entre otros. Es productor ejecutivo y director de contenidos de La Foca.
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