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Manuel reconstruye la relación con su hijo

Manuel* es venezolano, tiene 50 años y una carretilla de hot dogs que atiende con su hijo. Aunque ahora se llevan bien, Manuel —de contextura gruesa y cabello rizado— asegura que Sebastián, de 18 años, no lo comprende. Hace apenas un año, Manuel se dio cuenta de su verdadera orientación sexual y se reconoció parte de la población LGBTI. Ahora, en Ecuador, ambos asisten a terapia psicológica pero el camino para llevarse bien y para que Manuel no se sienta rechazado ha sido doloroso.

La pelea más fuerte la tuvieron en Venezuela cuando Sebastián encontró unas cartas de su madre, que había fallecido cuando él era pequeño. En ellas, la madre de Sebastián y entonces pareja de Manuel escribió sobre lo difícil y triste que era convivir con una persona homosexual, que ella sabía que él la engañaba con hombres. La causa de muerte de ella es incierta pero los médicos, cuenta Manuel, siempre la asociaron con la depresión. 

Por la fuerte pelea en la que Sebastián culpó a su padre de la muerte de su madre, Manuel decidió irse del país. Ser homosexual puede ser también una razón para dejar Venezuela en medio de la crisis que atraviesa. 

Cuando llegó a Colombia, Manuel tuvo una relación con un hombre que terminó en violencia: su pareja era muy celoso y posesivo e intentó apuñalarlo en la cara. Manuel llegó a Emergencias de un hospital y cuando se recuperó quiso huir también de ese país, y alejarse de su agresor. Cuando llegó a Ecuador, en 2020, no tenía dinero ni para comer. Durmió debajo de un puente durante cinco días. Allí lo apoyó una fundación que le dio comida, techo, asistencia psicológica. Por dos meses, la fundación fue su hogar. 

Cuando se recuperó físicamente, empezó a vender en la calle caramelos, agua, lapiceros, cakes, lo que hubiera. Buscó trabajo y tuvo varios tropezones. En algunos lugares le dijeron que lo llamarían pero nunca lo hicieron. Dice que allí se sintió discriminado, primero por su apariencia, y luego porque no tenía sus papeles en regla.

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Un día respondió a un anuncio que buscaban personal de limpieza. Cuando llegó vio que eran las mismas personas que no lo habían llamado antes. Pero esta vez su suerte cambió, al menos un poco. Durante dos semanas trabajó limpiando. Pero dice que se sentía explotado, trabajaba en horarios de la noche. Cuando quiso irse, fue a pedir que le pagaran pero no lo hicieron. Volvió dos veces y le dieron largas por eso dejó de intentar.

Manuel

Manuel y su hijo Sebastián venden un combo de dos hot dogs y un vaso de cola a un dólar. Ilustración de Ce Larrea para GK.

En esos intentos conoció a Litaidi Ramírez, una mujer que tenía una panadería y le daba rosca de sal para que él pudiera venderlas y quedarse con las ganancias. Así, de a poco, reunió dinero para tener un arriendo propio. En esa época también conoció a una señora que le alquiló un pequeño departamento. En él, Manuel sintió que tenía una nueva oportunidad. Justo cuando empezó a tener ingresos más estables, su hijo lo llamó para decirle que quería venir a Ecuador y reencontrarse con él. 

A pesar de la pelea y los insultos en la última discusión que lo motivó a salir del país, Manuel no dudó en apoyar a su hijo y comprar los pasajes de bus para que viniera.

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Manuel recuerda la pelea con su hijo con mucha claridad. Dice que su hijo se puso a llorar y le dijo que la imagen de su padre se había desplomado. Durante días antes, Sebastián había empezado a fumar y tomar mucho alcohol, se comportaba diferente y Manuel no entendía por qué. Lo supo el día de la pelea. 

Ese día, Manuel le pidió perdón, le dijo “no sé qué pasa dentro de mí, yo nunca quise ser así, ni siquiera me reconozco cuando eso pasa”. 

Su orientación sexual ha sido algo que ha ocultado desde siempre. Manuel es el menor de seis hijos, y creció en una familia conservadora de Valera, en el estado de Trujillo. Sus padres, muy tradicionales, no le permitían hablar de sexualidad. Era pecado. Estaba prohibido. 

De niño, en su casa no solo no se hablaba de sexualidad sino que cuando Manuel jugaba con cocinitas de niñas o muñecas porque le llamaba la atención, su mamá le pegaba en las manos.

Cuando tenía 13 años, Manuel era víctima de burlas de sus compañeros: criticaban su manera de hablar ya que él  hablaba con tono de voz femenino y tenía gestos considerados de niña, como por ejemplo cuando gritaba su voz se quebraba un poco.

A los 14, recuerda, un chico de su escuela lo besó y él, confundido, le dio una bofetada. A los 16 dice que algo cambió y empezó a sentir afecto por personas de su mismo sexo. Pero con los años, ese afecto se esfumó y a los 18 tuvo un hijo de una mujer llamada Rosa. Un hijo que nunca conoció. 

En su juventud tuvo relaciones con hombres y mujeres. A los 20, recuerda, salió con un hombre mucho mayor que él. A los 30 decidió tener un hijo con su pareja con quien convivía, la mamá de Sebastián, que falleció a los 5 años de estar juntos. Según cuenta Manuel, su entonces pareja intentó suicidarse más de una vez porque era infeliz.

Sebastián aún le recrimina a su padre la muerte de su madre. Pero ahora que viven juntos intentan llevarse bien. Sin embargo, Sebastián todavía le dice a su padre que “deje esa vida” pero Manuel no le presta atención. 

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Con los ingresos de la venta de las roscas de sal, logró comprarse la carretilla para los hot dogs. Hoy vende 50 hot dogs cada día. La mayoría con una promoción de dos más una bebida, por un dólar. La carretilla está fuera de su casa, y atiende desde las cinco de la mañana hasta las 3 de la tarde. Por lo general, sus compradores son trabajadores de construcción de la zona. 

En general, Manuel cree que varias personas lo han tratado bien en  Ecuador, y que le han ayudado a salir adelante. Sin embargo, dice que otras personas sí lo han visto extraño cuando camina por la calle; apenas lo escuchan hablar, lo etiquetan de gay.

Ecuador ha sido un respiro para Yurley

Yurley es venezolana, tiene 28 años y es peluquera. Dice que cuando camina por la calle con su pareja, Mayerling, se siente tranquila y segura. En Venezuela nunca se sintió así porque allá no podía vivir libre su sexualidad. Desde niña, dice, le han gustado las personas de su mismo sexo pero “mi mente creció pensando que eso era un pecado”.

Yurley —delgada, alta, el cabello largo y negro— llegó a Ecuador en el 2020 huyendo de la violencia física del padre de sus tres hijos —de 13, 4 y 2 años. Por varios años había querido escapar hasta que un día se armó de valor y, cuando él no estaba en la casa, se fue para siempre. Viajó con los dos más pequeños; el mayor se quedó en casa con su abuela, la mamá de Yurley. Cuando el bus arrancó, recuerda, empezó a llorar de alivio por sentirse libre de esa violencia.

El camino hasta Ecuador no fue fácil. En Cúcuta, la frontera de Colombia con Venezuela, alquiló un pequeño cuarto para los tres. En Bogotá se quedó un mes. Allí conoció a María Elena, quien fue su primera novia con la que podía estar abiertamente. “El romance al comienzo fue bonito”, dice Yurley, pero terminó con mucha violencia. Un día ella encontró mensajes de texto de otra mujer y confrontó a su pareja. Ella le clavó un cuchillo en la pierna a Yurley quien logró escapar. Estuvo en el hospital varios días y cuando se recuperó, tomó el primer bus junto a sus hijos y se fue hasta Ipiales, la última ciudad al sur de Colombia, casi en la frontera con Ecuador. 

Yurley

Yurley siente que en Ecuador puede vivir más abiertamente su sexualidad. Ilustración de Ce Larrea para GK.

Cuando viajaba por el último tramo antes de llegar a Ecuador, el bus donde se transportaba con sus dos pequeños, hizo una parada. Ella acompañó a su hijo a orinar entre los arbustos. Mientras estaban detrás del follaje, un grupo de personas llegó a robarles a quienes se habían bajado del bus. Yurley se agachó y se quedó en silencio con su niño hasta que los ladrones se fueron. 

Cuando llegó al país, se vio obligada a dedicarse al trabajo sexual. Vivió en una casa “de chicas” por un mes, hasta que reunió suficiente dinero y arrendó un sitio para ella. Cuando salía a trabajar, sus hijos se quedaban a cargo de otras mujeres de la casa, a quienes le pagan 3 dólares por cada niño. 

Mientras trabajaba para mantenerse, en Facebook encontró un grupo para mujeres víctimas de violencia llamada Red Violeta. Fue a una oficina donde le dieron seguimiento a su caso, asistió a charlas de motivación, y conoció a otras mujeres que atraviesan situaciones similares a la de ella. En ese espacio conoció a su actual pareja.

Al principio, ser lesbiana le generaba momentos de inconformidad. Yurley nació en  Táchira, Venezuela, es la menor de cinco hermanos, y se crió en una familia de hijos varones. 

Dice que ahora ha aprendido a tener paz interior, a entender y amar a la persona que es. Ya no es tan insegura. Ya no siente miedo de estar en la calle tomada de la mano de su pareja; algunas personas, dice, la miran mal pero ella ya no le da importancia.

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Por internet, Yurley aprendió conocimientos de belleza como manicure, pedicure y cortes de pelo básicos. Hoy su plan es capacitar en belleza a otras mujeres víctimas de violencia para que puedan tener un oficio. También se está preparando para dar talleres gratuitos sobre derechos humanos para dictarlos a migrantes de la población LGBTI. 

Para ella, ser migrante LGTBI le ha permitido entender muchas cosas como la igualdad y la discriminación que se da cuando alguien piensa diferente. Dice que ahora no le da  importancia a los comentarios de rechazo. Comenta que a diario la gente la ve con desconfianza, incluso se le han acercado a decirle palabras hirientes como “descarada y demonio”.

Yurley comenta que algunas personas le han preguntado por qué vive su sexualidad con una mujer. “Yo les respondo que amar a una mujer es mucho más especial de lo que me imaginaba”, y agrega que vivir con su pareja mujer la hace sentirse conectada con ella misma. 

Los dulces son el modo de vida de Wilfredo

Wilfredo vende postres en la avenida Quito y 9 de Octubre, en pleno centro de Guayaquil. Lo que más le compran es una torta mojada de chocolate que vende a 1.50 dólares, y que la entrega con una pequeña taza de café de cortesía. Muchos de sus clientes le dicen “chamo” por cariño; él responde con una sonrisa y así se ha ganado la confianza de muchos ecuatorianos. El joven —alto, moreno y grande— recuerda que no siempre estuvo bien, como está hoy.

El primer día que llegó a Ecuador no tenía qué comer, y un señor le brindó un plato de sopa. Durmió tres días en la Plaza La Victoria, en Guayaquil; allí le dieron comida en la iglesia San Agustín. Gracias a los comentarios de personas que viven en la plaza se enteró que hay fundaciones que podían ayudarlo con hospedaje.

Wilfredo, hoy de 20 años, recibió apoyo de una fundación. Unos meses después de haber llegado a Ecuador, dice que se dio cuenta que en el país hay más apoyo y receptividad para la población LGBTI, a la que él pertenece. En Venezuela, continúa, no sentía este apoyo, no había instituciones que brinden atención psicológica.

En Victoria Estado Aragua, en Venezuela, Wilfredo se enfrentó a mucha discriminación por su orientación sexual. Cuando era niño, a su papá no le gustaba cuando él jugaba con los juguetes de sus hermanas. No soportaba la idea de que su hijo fuera gay.  

Wilfredo

Wilfredo vende tortas y dulces en la calle para sobrevivir. Ilustración de Ce Larrea para GK.

Varias veces, recuerda Wilfredo, fue castigado por estos juegos con sus hermanas; él era el mayor de cuatro hijos, las otras tres son mujeres. Cuando su papá se enfermó de cáncer, estando grave le pidió a Wilfredo perdón. Le dijo que sentía por el daño que le había causado y que su intención era prepararlo para que la sociedad no lo discriminara. 

Sumado al rechazo de su padre, cuando tenía 15 años fue abusado sexualmente en una fiesta. Este momento marcaría mucho su vida. En un momento pensó quitarse la vida. Pero tuvo la fortuna de conocer a una psicóloga que la ayudó en esos momentos. 

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Para Wilfredo, ser migrante LGTBI significa ser doblemente vulnerable. Más de una vez ha perdido un empleo por no tener papeles en regla o porque su apariencia fue juzgada. No ha podido abrir una cuenta de banco ni registrar su emprendimiento. 

Uno de sus mayores anhelos es traer a su mamá a Ecuador a vivir con él. Ahora vive con una amiga, es una madre soltera que tiene dos bebés pequeños. La conoció hace seis meses, y entre los dos se apoyan vendiendo juntos tortas. 

Dice que si pudiera escoger entre ser migrante o ser de la diversidad, escogería ser migrante. Ser de la población LGBTI es más difícil, afirma. “La otra vez me puse a vender caramelos porque no conseguía empleo. Me han dicho cosas, y me he sentido un poco desamparado porque fue a pedir trabajo a un negocio y me dijeron que no me lo darían porque era afeminado y maricón y no aceptaban gente así”, se lamenta.

Wilfredo no está regularizado en Ecuador, pero no pierde la esperanza de tener los documentos pronto. Lo primero que hará, dice, es registrar su negocio de cakes, que ha bautizado Dulcería el Resurgir. 

 

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Nubis Cortez
Migrante venezolana. Becaria del programa de formación de periodismo y migración de la OIM y GK Escuela.
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