Este reportaje se publicó originalmente en Democracia Abierta
¿Qué tiene que ver la deforestación de madera de balsa en la selva amazónica ecuatoriana con la generación de energía eólica en Europa? Estas dos actividades, aparentemente tan alejadas, tienen un vínculo perverso: la fiebre de la energía eólica ha disparado la demanda mundial de este recurso natural.
La madera de balsa se utiliza en Europa y también intensamente en China como componente en la construcción de las aspas de los aerogeneradores que se levantan al calor de la transición energética impulsada por la necesidad de descarbonizar de la economía.
Los aerogeneradores, con palas de 80 metros de longitud, pueden cubrir una superficie de aproximadamente 21.000 m2, equivalente a casi 3 campos de futbol. Las nuevas generaciones de estos aerogeneradores pueden tener palas de hasta 100 metros, lo que supone unos 150 metros cúbicos de madera cada una, es decir, varias toneladas, según cálculos del National Renewable Energy Laboratory de Estados Unidos.
Que algo importante estaba sucediendo en la demanda internacional de esta madera tropical, muy flexible y dura a la vez, muy ligera y a la vez resistente, se empezó a notar con gran intensidad en los territorios indígenas de la Amazonía ecuatoriana en el 2018.
Ecuador, que es el principal exportador de esta madera con un 75% del mercado global, cuenta con varios grandes exportadores como Plantabal S.A. en Guayaquil, que dedica hasta 10.000 hectáreas al cultivo de balsa para la exportación. Pero con el boom de la demanda a partir de 2018, ésta, y otras grandes empresas que compran la balsa a proveedores independientes, tuvieron muchas dificultades en hacer frente a los pedidos internacionales.
Este incremento de la demanda propició la deforestación de la balsa virgen del Amazonas. Proliferaron los “balseros” irregulares e ilegales, que empezaron a deforestar masivamente la balsa virgen que crece en las islas y riberas de los ríos amazónicos ante la escasez de madera cultivada. El impacto de esta explotación en los pueblos indígenas de la Amazonía ecuatoriana es muy fuerte, como también lo es la minería y la extracción de petróleo y lo fue en su momento la fiebre del caucho.
En el 2019, en la provincia de Pastaza, al este de Ecuador, frontera con Perú, la acelerada construcción de una carretera a través de territorio Shuar para unir la ciudad de Puyo, puerta de entrada a la Amazonía, con la comunidad de Copataza y con su embarcadero sobre el río Pastaza, generaba controversia entre los indígenas.
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Los pueblos shuar y achuar percibían la carretera como una infraestructura destinada al extracción y deforestación y no como una contribución al desarrollo de sus comunidades. Pero la carretera, que no esperó a que el consenso indígena fuera pleno, avanzó inexorable, como una jeringa clavada en la selva, y llegó a su destino en noviembre de ese mismo 2019.
Simultáneamente, a miles de kilómetros de distancia, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, presentaba en Bruselas el ambicioso pacto Verde Europeo, que propone, entre otras cosas, frenar y revertir el cambio climático impulsando la transición energética.
Von der Leyen presentó el plan de inversiones diciendo que “el pacto Verde lleva aparejadas grandes necesidades de inversión, que convertiremos en oportunidades de inversión. El plan que presentamos hoy para movilizar como mínimo un billón de euros indicará el camino a seguir y propiciará una oleada de inversiones ecológicas”.
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Las perspectivas financieras para las energías renovables, y en particular para la eólica, disparó la construcción de aerogeneradores en el continente europeo. Lo mismo sucedió en China, que también trata de aumentar el peso de las renovables a su mix energético. En diciembre del 2020, el presidente Xi Jinping declaró que de los 243 gigavatios de capacidad energética eólica y solar se pasaría a más de 1.200 en el 2030.
Esta fiebre eólica provocó la fiebre de la balsa, que ha tenido consecuencias devastadoras para las comunidades indígenas ecuatorianas entre ellas la nacionalidad Waorani, cerca del parque nacional de Yasuní, tal y como señaló The Economist el pasado enero.
En septiembre de este año, cuando Democracia Abierta visitó el territorio Achuar, bajando por el río Pastaza, uno de los más afectados por la fiebre, constatamos la deforestación total de la balsa y que los balseros, en su voracidad por obtener más madera, habían pasado a deforestar Perú. Aunque los precios ya empezaban a hundirse, ellos seguían remontando el Pastaza con grandes canoas para desembarcar la madera en Copataza, donde se cargaba en mulas (camiones) y salía del territorio a través de la nueva carretera.
Las consecuencias sociales de esta práctica extractiva son muy destructivas. El pasado junio, los líderes indígenas de la Nacionalidad Achuar del Ecuador (NAE) se plantaron. «No hagan ninguna inversión, así talen balsa no van a poder sacar, no va a ser vendida» publicaron en Facebook.
La NAE añadió que no permitiría la salida de la balsa desde su territorio a la ciudad. “Es un llamado urgente a que comprendamos los graves problemas que trae a países vecinos como Perú. Los madereros están causando división entre hermanos (…)”.
La declaración, sin embargo, llegó demasiado tarde.
Sharamentsa es una comunidad que ha apostado por la innovación energética con un proyecto de canoas impulsadas por energía solar. Se había resistido a abrir sus islas a los madereros, pero un dirigente de la comunidad cedió a la presión y vendió la balsa de la comunidad, lo que provocó dolor, rechazo y división en las familias.
El expolio tiene consecuencias también para el ecosistema de las islas y para el mismo río.
Los balseros traen alcohol, droga, prostitución, y contaminan los lugares de extracción con plásticos, latas, maquinaria, vertidos de gasolina y aceite, abandonan las cadenas usadas de las sierras mecánicas, se comen las tortugas y ahuyentan a los loros, tucanes y otros pájaros que se alimentan de las flores de los árboles de balsa. La quiebra de los ecosistemas por la deforestación ilegal tiene impactos profundos en los equilibrios de la flora y la fauna.
La industria de los aerogeneradores, como piden los defensores de la Amazonía, debería implantar estrictas medidas para determinar el origen de la madera de balsa y evitar que la presión del mercado lleve a la deforestación. En última instancia, también debería abandonar definitivamente el uso masivo de este recurso natural.
El incremento del precio de la madera de balsa por la demanda elevada y la oferta insuficiente favorece que la industria busque materiales alternativos. Según The Economist, el precio se duplicó desde mediados del 2019 a mediados del 2020. En el 2019, Ecuador exportó madera de balsa por valor de 219 millones de dólares, un 30% más que el récord anterior de 2015. En los primeros 11 meses del 2020, exportó balsa por valor de 784 millones de dólares.
Las aspas de las turbinas eólicas están fabricadas principalmente con espuma de PMI, madera de balsa y espuma de PET. Un diseño típico es utilizar la balsa, que es de mayor resistencia (densidad 150 kg / m3), para la parte que soporta la carga cerca de la raíz de la pala, y espuma de PVC reticulada (densidad 60 kg / m3) a medida que se acerca a la punta, puesto que el grosor del material sándwich disminuye gradualmente desde su anclaje en el buje a su extremo libre. Los elementos de madera de balsa utilizados son planchas que conforman parte del núcleo de la pala y que colaboran, especialmente, en la rigidez y la resistencia del conjunto.
Sin embargo, si bien la balsa tiene propiedades de rigidez excelentes, la necesidad de construir aspas cada vez más largas y de menos peso, así como de asegurar una cadena de suministro confiable, ha puesto sobre la mesa las limitaciones cada vez más evidentes de esta madera.
El Tereftalato de Polietileno (PET), espuma de baja densidad generada a partir de botellas de plástico, es un sustituto de la balsa. Paul Dansereau, ingeniero de materiales de la empresa danesa LM WindPower, explica que sus aspas incorporan el PET desde el 2017 y que “hoy en día usamos la espuma de PET en palas de más de 80 metros” y el 60% de este material, además, es reciclado.
La empresa danesa Vestas y la hispano-alemana Siemens-Gamesa son los mayores fabricantes de aerogeneradores del mundo. Consumen balsa que se procesa y transporta a más de 10.000 kilómetros de distancia, como es el caso de la que desde el Amazonas llega hasta la fábrica de Ria Blades de Vago, en Portugal, propiedad de Siemens-Gamesa.
Cuando Vestas y Siemens-Gamesa introdujeron los primeros diseños de palas usando solo PET, otros competidores les siguieron. La consultora Wood Mackenzie pronostica que la proporción de uso de PET “aumentará desde el 20% que había en el 2018 a más del 55% en el 2023, mientras que la demanda de balsa se mantendrá estable”.
Las aspas también presentan el problema de su reciclabilidad. Ahora que la primera generación de aerogeneradores está llegando al final de su vida útil, miles serán desmanteladas. Sólo en Europa serán unas 14.000 en el 2023, según cálculos del profesor en resistencia de materiales y teoría de estructuras de la Universidad Politécnica de Cataluña, Ramón González-Drigo. “En la actualidad —dice— entre el 85 y el 90% de la masa total de los generadores eólicos puede ser reciclada. Pero las palas representan un desafío debido a los materiales compuestos que las conforman y cuyo reciclaje requiere de procesos muy específicos”.
El profesor González-Drigo considera que “la fabricación de palas de aerogeneradores requiere de soluciones técnicas que sean a la vez sostenibles, económicamente viables y responsables y que encajen en un modelo de economía circular”.
El impacto socioambiental de los parques eólicos no termina con la deforestación de la balsa amazónica, sino que se extiende a los territorios que los albergan, zonas de vientos constantes y poco pobladas, donde la oposición de los municipios es débil debido a su dispersión, fragmentación y baja demografía.
Este es el caso de la comarca del Matarraña, en el sur de la provincia de Teruel, en España, donde varios proyectos de parques eólicos es muy probable que empiecen a instalarse en breve.
Este desarrollo se debe a la necesidad de aumentar la producción de energía eólica, que ahora aporta un 21,9% de la electricidad consumida en España.
La población local se siente impotente ante la llegada de estas inversiones millonarias que afectan a la fauna, la flora, el paisaje y la cohesión social. “Aquí tenemos un debate entre la necesidad de las energías renovables, donde los parques eólicos tienen un papel clarísimo, y la necesidad de preservar el territorio, el paisaje. Esto no casa bien,” explica Eduard Susanna, productor de aceite en Mas de Flandí, en Calaceite.
Esperanza Miravete, profesora de Geografía e Historia en Valjunquera, una localidad de 338 habitantes en el Matarraña, critica “la agresión muy fuerte” de las empresas eólicas sobre el territorio. “Las mismas agresiones -añade- se están produciendo en la España vaciada. No hay ninguna figura de protección del paisaje, no hay ningún parque natural ni nada que pueda frenar una implantación industrial aquí”.
La transición energética, como demuestra la energía eólica, plantea una paradoja verde. Es necesaria, pero no tiene un origen verdaderamente “limpio”. No parece ético ni sostenible que las empresas eólicas no respondan con claridad a esta cuestión. El ciudadano que este invierno encienda su calefacción de calor azul y consumo eficiente en la fría Europa tiene derecho a saberlo.