En primer año de bachillerato, a Tania* de 15 años  le iba bien en su colegio. Sus calificaciones promediaban el 7 sobre 10. Era una adolescente conversona, que hablaba mucho con sus profesoras y nunca faltaba a clases, luciendo su uniforme formal gris con azul o deportivo azul con blanco combinado con líneas verticales, según el día de la semana. Pero cuando su mamá comenzó a ser maltratada física y psicológicamente por su papá, las notas de Tania se desplomaron: 4 sobre 10 en Química, Literatura o  Matemáticas. La relación con sus compañeros del colegio también cambió: peleaba con sus compañeras o las amenazaba y dejó de asistir regularmente al colegio. Su profesora de Química dice que cambió su actitud: estaba silenciosa, mirando distraída al pizarrón y no presentaba sus tareas.

Como Tania, miles de niños, niñas y adolescentes del Ecuador sufren un terrible daño colateral de las agresiones que sufren sus madres: su educación se ve gravemente afectada.El informe Los costos individuales domésticos y comunitarios de la violencia contra las mujeres del programa PreViMujer/GIZ junto con la USMP de Perú lo demuestra con datos duros: sus hallazgos dicen que más de 89 mil mujeres que han sufrido violencia en el Ecuador dijeron que sus hijos e hijas (u otros niños a su cargo) han perdido dos días y medio de escuela por tener que lidiar con las agresiones contra ellas. 

El estudio, que muestra por primera vez el impacto de la violencia contra las mujeres en la educación de los niños en el Ecuador, se basó en una encuesta a más de 2.500 mujeres y en la II Encuesta nacional de relaciones familiares y violencia de género contra las mujeres del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC) de 2019. Sus hallazgos muestran no solo las secuelas personales, sociales y educativas, sino también económicas.  Las reuniones del DECE con las madres o padres de familia para atender la violencia en contra de las mujeres, solo en 2017, le costó al Estado 2,2 millones de dólares: se atendieron 308 mil casos.  El estudio dice que por cada minuto de reunión con las madres o padres de familia, al Estado le costó 12 centavos, cada reunión pudo durar hasta 60 minutos. 

Otro de sus conclusiones fue que al menos 63 mil estudiantes repitieron el año escolar como consecuencias de la violencia contra sus madres porque ya no realizan sus deberes o participan en clase. La psicopedagoga Valeria Bastidas explica que, al ver la violencia, los niños y niñas se pueden volver agresivos o convertirse en víctimas de bullying. Otros efectos son que se concentran menos en las clases, les cuesta entender instrucciones, se ponen inquietos, tienen calificaciones bajas porque están desmotivados, explica Bastidas. 

La violencia contra las mujeres es una pandemia silente que se cuela por todas las grietas de nuestra sociedad. Todo lo permea y todo lo daña. En este país, tres de cada 10 hijos e hijas atestiguan la violencia contra sus madres unas 4 veces por año. Cerca del 17%, interviene para intentar frenarla. “Ellos y ellas son receptores directos de la violencia contra las madres, muchas veces ni siquiera han recibido un golpe pero ya el hecho de ver los afecta”, dice Sybel Martínez, vicepresidenta del Consejo de Protección de Derechos del Distrito Metropolitano de Quito. “Los niños imitan mucho lo que ven y por otra parte pueden empezar a tomar el lugar de la mamá”, explica Bastidas. Es probable que no se diga a menudo, pero la violencia en contra de las mujeres daña también a los niños y niñas.

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Tania de 15 años, alta, cabello largo y siempre sonriente asistía a un colegio al norte de Quito. Cuando los gritos y golpes comenzaron en su casa, dejó de interesarse en sus estudios. Según la psicopedagoga Bastidas, lo que pasa en su casa hace que el estudiante se desmotive o se distraiga en las clases. Se escapaba al menos dos días a la semana, que pasaba fuera de las aulas con amigos mayores que ella. Los profesores y psicólogos del Departamento de Consejería Estudiantil (DECE) del colegio de Tania citaron a su madre para avisarle sobre sus fugas. Luego de conversar con ellos, ella decidió ir todos los días con su hija hasta la puerta del colegio para asegurarse de que no faltara a clases. 

Pero no sirvió de mucho. Tania se escabullía sin que se dieran cuenta el inspector ni el profesor que recibían a los estudiantes en la puerta. Según el informe de PreViMujer/GIZ, el 2 de cada 10 mujeres violentadas han tenido que faltar a su trabajo o pedir permiso para atender los problemas escolares de sus hijos al menos cuatro días al año. La mamá de Tania trabajaba en un restaurante por lo que tenía que pedir permiso a su jefe. 

Todo lo que vivió Tania se habría evitado con programas de prevención de violencia en contra de las mujeres. “Los estudiantes como ella necesitan mucho apoyo”, dice la psicopedagoga Valeria Bastidas. Los departamentos de consejería estudiantil del Ministerio de Educación realizan durante una semana en el año escolar, una campaña como el programa Educando en Familia, dice Eva Gordón, representante de los Departamentos de Consejería Estudiantil del Ministerio de Educación. Explica que el programa consiste en hacer talleres para padres, encuentros artísticos, actividades lúdicas o deportivas para hablar sobre un tema en específico como comunicación familiar, valores, salud sexual y afectividad, acoso escolar, prevención de la violencia o prevención de consumo de drogas. 

Este programa funciona desde 2016 y, según el informe Los costos gubernamentales directos de la violencia contra las mujeres en Ecuador PreViMujer/GIZ, no está disponible para todas las instituciones educativas del país. El informe, sin embargo, dice que si cada uno de los 140 distritos educativos del país invierte un día al trimestre en tratar este tema en tres instituciones educativas, destinan 5,5 mil dólares cada año. 

El informe de PreViMujer/GIZ también dice que no hay otros recursos aparte de los 5,5 mil dólares destinados para la prevención de la violencia contra las mujeres en las instituciones educativas, a pesar que en Ecuador, 6 de cada 10 mujeres han vivido algún tipo de violencia y es evidente, también afecta a los hijos o niños y niñas cuidados por esas mujeres. “El punto de partida es tener una política de prevención de violencia contra la mujer porque ineludiblemente cuando hay violencia contra la mujer los niños y las niñas se van a ver afectados”, dice Juan Enrique Quiñónez, representante (encargado) en Ecuador del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). 

Quiñóñez, de Unicef, dice que para la prevención de violencia se debe impulsar la parentalidad positiva. Esta estrategia trata de que los padres ayuden a sus hijos e hijas en sus deberes escolares, les enseñen a hacer tareas del hogar, hablen sobre igualdad de género o la salud sexual y reproductiva. “Eso permite cambiar comportamientos que afectan la salud mental del niño o la niña”, dice.

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Después de que Tania volvió a golpear e insultar a sus compañeras de clases fuera del colegio, el departamento de consejería estudiantil volvió a citar a su mamá. En esas entrevistas con el DECE, la madre de Tania le contó a los psicólogos que sufría violencia física y psicológica. “Jamás hubo golpes o maltrato verbal hacia Tania”, dijo su madre a los profesionales. Aún así, la educación de su hija tambaleó. 

El DECE tiene distintas formas para que los estudiantes que se enfrentan a situaciones de violencia sigan sus clases. Gordón, representante del DECE, explica que en las escuelas del país se adapta el currículo para que los alumnos puedan seguir aprendiendo. “La idea es apoyarlos por su situación emocional dentro de sus hogares” y que no sientan a los estudios como un peso, dice. Una de esas modificaciones al pénsum es alargar el tiempo de entrega de una tarea o que realicen la mitad de un trabajo. 

Las tutorías o refuerzos académicos que dan los profesores son otra forma para acompañar a los estudiantes. Eva Gordón dice que si un estudiante falta un día o más, los tutores —que son los profesores encargados de un grupo de estudiantes— averiguan qué está pasando. Cuando los profesores de cada materia se dan cuenta de que el estudiante faltó, lo convoca a las tutorías, que son clases extras, fuera del horario escolar, para reforzar lo que perdió en clase. “A veces los estudiantes tienen permisos para ir a terapias o justo ese día hubo problemas en su hogar o porque en esa asignatura no se siente bien”, agrega Gordón. Tania iba a reuniones con la psicóloga del DECE para hablar sobre sus faltas a clases pero solo decía “no me gusta venir al colegio, prefiero pasar con mis amigos”.

Cuando los profesores ven un cambio brusco en los estudiantes, por ejemplo si antes participaban en clase y luego se vuelven retraídos, deben hacer una ficha de remisión. El documento es una especie de alerta para los psicólogos del colegio y para los padres. Esa ficha también la deben recibir los centros de salud cercanos o los centros de derechos humanos y justicia para que según la teoría los madres e hijos reciban apoyo de psicólogos o abogados. 

La violencia en su hogar llevó a Tania a dejar las clases por completo. Cuando comenzó la pandemia del covid-19 en marzo de 2020, Tania ya no se conectó a las clases virtuales por la falta de equipos y porque quedó embarazada. Al abandonar el colegio en 2020, perdió el año escolar, engrosando la cifra de más de 25 mil estudiantes que han dejado la escuela por causa de la violencia contra las mujeres, según los resultados del informe de PreViMujer/GIZ. Tania retomó las clases en septiembre de 2021, cuando comenzó el nuevo ciclo escolar en la Sierra y la Amazonía. Su bebé tiene ya ocho meses. 

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*Tania es un nombre protegido. 

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