Se enfrentaron dos figuras con tendencias autoritarias: Keiko Fujimori, hija del expresidente Alberto Fujimori, y Pedro Castillo por el partido marxistaleninista Perú Libre. Era un escenario de pesadilla por el que, para colmo, no votó la mayoría de peruanos. Tras una primera vuelta fragmentada y dividida, Castillo llegó primero con 18,9% del voto, y Fujimori segunda, con el 13,4%. Cundió el pánico: los cucos de la izquierda autoritaria que representa Pedro Castillo —quien se estrena en las ligas presidenciales— fueron para muchos una excusa para ignorar el peso —también autoritario y, además, con investigaciones judiciales en su contra— que Fujimori carga sobre sus hombros. Aunque sin ganador declarado hasta el fin de semana, las elecciones peruanas fueron un bestiario de miedos, fanatismos y los atavismos del populismo latinoamericano. Se usó la palabra “democracia” para perdonar y promocionar a la representante de un dictador.
La situación en Perú puso en perspectiva las elecciones ecuatorianas. Hablar del “mal menor” allá significaba optar por la candidatura con menos capacidad de cumplir con sus objetivos o con los de su plataforma histórica: es decir, a quién le iba a resultar más difícil menoscabar las instituciones.
No había alternativas que aseguren —al menos en palabra— el respeto a la institucionalidad, la libertad de expresión o la misma democracia. Al contrario: ambos candidatos hicieron gala de su proclividades autoritarias. Castillo, el más opcionado hasta el momento, parece seguir el libreto chavista tanto en sus discursos como en su programa de gobierno, de corte marxista, leninista y mariateguista. Perú Libre, la organización que representa, establece que “decirse de izquierda cuando no nos reconocernos marxistas, leninistas o mariateguistas, es simplemente obrar en favor de la derecha con decoro de la más alta hipocresía.”
Es una visión radical según la cual —lo dicen en su manifiesto— el marxismo es la única luz para “interpretar todos los fenómenos que ocurren en la sociedad mundial, continental y nacional, sus causas y efectos”. El documento de 77 páginas podría condensarse así: la panacea de una visión marxista única e incuestionable. Por eso tampoco tiene alusiones a la alternancia, o a la división de poderes, excepto para criticar la autonomía del poder judicial. “En nuestro país de los tres poderes del Estado, existe uno que no quiere someterse a la elección popular, el Poder Judicial. La designación de este poder, que en última instancia decide asuntos trascendentes para el Estado, debe pasar el filtro democrático y no ser designado por un pequeño grupo de personalidades electas afines al sistema o la clase dominante del país.” Es un texto en armas que marca el tono de su militancia: Mucho Hugo Chávez y Daniel Ortega, poco José Mujica o Evo Morales.
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Castillo, sin embargo, sigue siendo una promesa o una amenaza; un probablemente. Porque Fujimori tampoco era la opción democrática. Aunque fue eso lo que quiso proyectar en esta campaña, la tres veces candidata nunca pudo desprenderse de la historia de su padre, cuyo gobierno devino en dictadura cuando en 1992 lideró un autogolpe de estado para tomar control de otras instituciones. Fujimori hija tiene, además, su propio prontuariado: a esta hora tiene una orden de prisión en su contra.
Nada de eso habían olvidado millones de peruanos —entre ellos, el Nobel Mario Vargas Llosa. En las elecciones de 2011, el escritor llamó a Keiko “la persona interpósita de Alberto Fujimori” y llamó al gobierno de Fujimori “una de las dictaduras más crueles, corruptas y sanguinarias”. Y lo fue: Fujimori sigue en prisión condenado por violaciones a los derechos humanos, corrupción y peculado. En 2011, el Nobel incluso llamó a votar por el izquierdista Ollanta Humala, describiéndolo como el “mal menor”.
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Pero en estas elecciones, Vargas Llosa, como tantos peruanos, olvidó o pretendió olvidar todo lo que había dicho sobre Fujimori antes. Unas semanas atrás, él, su hijo y gran parte de las élites y medios de comunicación peruanos convirtieron a la persona interpósita del dictador peruano en la única salvación o remedio contra Castillo. Según el politólogo peruano Alberto Vergara, para el New York Times, la campaña de ciertos medios de comunicación fue descarada y “sobre todo la televisión exhibió una parcialización propia de regímenes autoritarios”. Hicieron del miedo su excusa para construir una narrativa uniforme en favor de Fujimori, tanto que para Vergara hubo periodistas que empezaron a preocuparse y reclamar.
Por supuesto, los defensores de Keiko han repetido que “ella no es su padre”. Es un argumento que se antoja ingenuo en política pero que es válido. El caso es que la hija de Fujimori es una fichita por sí sola: tiene un juicio por lavado de activos y, de hecho, ya estuvo presa. Salió por el riesgo de contraer covid-19.
Pero más allá de su historial, su campaña —y la ceguera selectiva de sus acólitos— desmintió el discurso que quiere adjudicar a la derecha latinoamericana la bandera de las libertades y la democracia y a la izquierda la del autoritarismo. Ese fue para mí el caso cuando se enfrentaron en abril Andrés Arauz y Guillermo Lasso. En América Latina, la institucionalidad ha caído con tanta frecuencia ante la demagogia populista, que se ha convertido en el criterio primordial del voto, incluso por sobre políticas públicas específicas o militancias ideológicas. El argumento ha sido: el mal menor es la alternativa que respete la democracia y el Estado de Derecho que tanta falta le hace a nuestros países.
Ese argumento, urgente en Ecuador, lucía fuera de lugar en Perú, donde ni Fujimori ni Castillo daban muestras de democráticos. Y, aunque ha sido la izquierda la que en los últimos años ha pecado de demagógica y clientelar, fue el fujimorismo el que en Perú prometió bonos y plata por votos. Es una lección dura: el populismo supera cualquier razón o convicción.
Seguimos guiándonos por miedos y no por los programas de cada proyecto de gobierno, su historia y la capacidad de los candidatos. Es la reacción reflejo a la banderita ideológica, sin ningún interés por las particularidades de las propuestas. Perú no es Ecuador, ni Venezuela o Uruguay.
Los procesos son distintos. Vargas Llosa así se convierte en un síntoma ejemplar: fue un opositor convencido de Fujimori precisamente por su cercanía sanguínea y política a su padre dictador. Su alianza coyuntural —en teoría para combatir el autoritarismo de izquierda— desnuda el peligro y la seducción del fanatismo. Primero porque está al acecho de todos y segundo porque es lo que justifica todo mal para, en teoría, combatir otro mal. En el caso de Perú: usar el miedo al autoritarismo para justificar estrategias autoritarias.