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El próximo gobierno va a tener que enfrentar  la crisis económica más profunda desde el regreso a la democracia en 1979. Las cifras son desoladoras. El Producto Interno Bruto (PIB) decrecerá entre el 10% y el 11% según las últimas proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI). Eso significa que la riqueza producida va a ser entre el 10% y 11% menor a aquella que produjimos el año pasado. Para tener una idea de la magnitud de esa caída, cabe recordar que, en 1999, el PIB decreció en 4,7% —es decir, menos de la mitad de lo que se espera para este año— debido a la crisis financiera durante el gobierno de Jamil Mahuad. Esta vez se espera un golpe mucho más fuerte.  

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En ese contexto, estos son algunos de los desafíos más grandes que tendrá el próximo gobierno en materia económica.

Déficit y deuda pública

Quien llegue a Carondelet en 2021 deberá enfrentar un grave déficit fiscal, es decir, una brecha entre los gastos y los ingresos públicos —que resultan insuficientes para cubrir esos gastos. Hasta junio de 2020, ese déficit representaba más de 3 mil 800 millones de dólares. Este “hueco” fiscal ha provocado el no pago de varias obligaciones del Estado, afectando a proveedores privados y a miles de  funcionarios públicos, especialmente en el sector de la educación y de la salud. 

Ese déficit se ve reflejado, además, en una creciente deuda pública, pues el Estado ha debido buscar instituciones que le presten dinero para poder cumplir con sus obligaciones. Estos préstamos vienen principalmente de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) que acaba de aprobar un desembolso para nuestro país por 6 mil 500 millones de dólares – así como de gobiernos de otros países.

Pero la deuda pública también es interna, con otras instituciones del mismo Estado, como el IESS y el ISSFA, lo cual implica poner en riesgo los recursos de la seguridad social de los ciudadanos. El tamaño de la deuda es tan grande que presenta, al momento, más de la mitad de toda la producción del país. Esto es muy grave, no solo porque según el marco legal vigente, la deuda no debe sobrepasar el 40% del PIB —se prevé que supere el 65%—, sino porque su destino principal no es la inversión para generar ingresos futuros, sino el gasto corriente. Según lo confirmó el mismo presidente Moreno, los recursos del FMI serán utilizados para el pago de salarios atrasados, así como para cubrir saldos pendientes con “miles de proveedores del Estado”.

La receta del ajuste ortodoxo

Ante ese escenario, la receta ortodoxa del ajuste ha sido presentada como la única e inevitable opción. En términos prácticos, esto significa reducir al mínimo el tamaño del Estado, con recortes agresivos no solo en el gasto sino también en la inversión pública. Implica también eliminar subsidios en todos los ámbitos, principalmente en los combustibles —gasolina, diésel, gas—, eliminar una serie de impuestos y disminuir otros, liberando de obligaciones al sector privado. Significa también acelerar, a través de las leyes correspondientes, el proceso de flexibilización laboral que, en definitiva, otorga a las empresas y empleadores mayores márgenes para decidir salarios, horarios y jornadas de trabajo, volumen y alcance de las tareas de los trabajadores, así como el tipo de contrato a mantener.

Esta no es la primera vez que se impone un ajuste de este tipo; después de todo, nuestro país nunca ha alcanzado los indicadores ideales ni el equilibrio de los que habla la economía tradicional. Esa ha sido justamente la razón, o la excusa, para que gobierno a gobierno, los temas que no se consideran prioritarios, aquellos vinculados con lo que, con cierto desprecio, se denomina “sector social” queden, en mayor o menor medida, relegados. Me refiero específicamente a la cultura, a la educación, a la protección social y a la salud, cuyos presupuestos, sumados estos cuatro sectores, no llegan, desde 2000 a 2019, en promedio, a representar la cuarta parte del Presupuesto General del Estado, y apenas alcanzan el 6,2% del PIB.

La economía o la vida

Para lograr que la gente de a pie acepte este tipo de políticas ha sido necesario instalar en el pensamiento de la población la idea de que el gasto público es perjudicial. Primero se dijo que es ineficiente, que no cumple con su objetivo. Luego, que se trata de derroche, de desperdicio. Finalmente, se lo ha equiparado con la corrupción. Ese argumento, junto al de la crisis que provocó la pandemia del coronavirus, han sido la justificación para imponer un ajuste de esa naturaleza.

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Durante la pandemia, además, la gente percibió un conflicto entre la economía y la salud, entre la economía y la vida. Esa es una muestra de que es urgente  reflexionar sobre qué tipo de modelo económico y de vida estamos construyendo, qué clase de economía estamos pensando para que se la vea como lo opuesto a la salud y a la vida. 

Vale la pena pensar si ha sido realmente eficiente que tantos años de crecimiento y acumulación se desmoronen frente a la presencia de un virus que nos pone de frente a nuestra vulnerabilidad. Pensar si ha sido realmente eficiente poner todos los esfuerzos en el crecimiento del PIB o en el cierre del déficit, para que ante un hecho como este quede demostrado que lo realmente importante, incluso para seguir produciendo, es tener amplios y sólidos sistemas de salud, o que es indispensable mejorar los sistemas de educación y de protección social. 

Este es un momento en el que vale preguntarse si realmente queremos vivir en un modelo enfocado en extraer, explotar y acumular, dejando siempre para después las tareas de repartir, distribuir y compartir.

El próximo presidente debe entender que la economía no está separada de los demás ámbitos de la vida. Debe comprender que lo que sucede en la economía tiene que ser leído junto a lo que está sucediendo en el sistema político, junto a lo que está pasando en términos de relaciones sociales, que lo que sucede en la economía es también una expresión de lo que somos en materia cultural. El próximo presidente debe comprender que no es posible una economía que se oponga a la vida, sino una tenga por objetivo sostenerla.

Redistribuir: la verdadera urgencia

Este es un país en el que una de cada cuatro personas está en la pobreza y casi una de cada diez en la pobreza extrema. Con datos hasta diciembre de 2017, todavía no hemos logrado que el promedio de años de escolaridad (10,25 para los hombres y 10,11 para las mujeres) iguale, menos aún supere, los años de escolaridad completa, que son 13. El analfabetismo aún afecta a casi seis de cada cien personas y a más de diez si se considera el analfabetismo funcional. https://educacion.gob.ec/indice-de-indicadores/

Las diferencias entre el campo y la ciudad son vergonzosas. Mientras que la pobreza multidimensional a nivel nacional afecta a casi 4 de cada diez personas, en el sector rural el índice es espantoso, pues afecta a siete de cada diez. El empleo adecuado en el sector rural es casi la mitad del nacional (9,5%% frente a 16,7%); el trabajo no remunerado en esa zona equivale a más de cinco veces el registrado en la zona urbana (16,9% frente a 3,3%). Todas esas cifras se agravan para la población indígena, para quienes un 82% no tiene empleo adecuado, y un 34% trabaja sin ningún tipo de remuneración.


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Hasta el año anterior, es decir, antes de la crisis provocada por la pandemia, una de cada cuatro personas en edad de trabajar ganaban menos de  84,82 dólares al mes y un 8,9% menos de 47,80 dólares.

El desempleo se ha triplicado durante este año. De acuerdo a los datos del INEC a junio de 2020, 13 de cada cien ecuatorianos están desempleados, frente a 4 en 2019, mientras las condiciones son cada vez más precarias para aquellos que aún consiguen trabajar. El aumento del subempleo —personas que trabajan menos horas de las que están dispuestas a hacerlo, y/o con una remuneración por debajo del salario mínimo— es preocupante, pues en este momento 34 de cada 100 personas están subempleadas, frente a 17 subempleados una año antes, así como la notable disminución del empleo adecuado —aquel en el que el trabajador recibe una remuneración igual o superior al salario mínimo y trabaja igual o más de 40 horas a la semana— ya que apenas 16 de cada 100 tienen un empleo adecuado mientras que en 2019, eran 48 de cada cien. 

Esto es aún más grave para las mujeres, que siguen siendo las responsables mayoritarias del trabajo doméstico y de cuidados. Un trabajo que, a pesar de representar la quinta parte de la producción nacional, según datos del INEC de 2017

En este contexto, no se puede esperar un crecimiento vacío, sin un potente proceso de redistribución que lo acompañe. No es posible aceptar una propuesta que plantee dejar la búsqueda de la igualdad para un después que nunca llegará.

Esto significa, en términos concretos, la necesidad de revisar el enfoque de austeridad y ajuste que ha guiado el manejo económico de los últimos años, para pasar a uno en el que el Estado asuma la responsabilidad de garantizar los derechos más básicos. 

Significa también superar las políticas diseñadas desde la intuición, propia de enfoques asistencialistas y caritativos, así como el derroche demagógico  del populismo, para pasar a políticas técnicas y profesionales que partan de un enfoque de derechos. 

Implica también dejar de justificar con la necesidad de austeridad los recortes continuos en salud o educación, cuando por otro lado no se ven acciones para recuperar los más de 1.500 millones de dólares que el sector privado adeuda en impuestos. 

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Es preciso revisar el enfoque patriarcal, basado en un ideal de masculinidad, bajo el cual se ha definido y ha operado todo el sistema económico actual. Comprender que lo que entendemos como machismo no afecta únicamente a las mujeres, sino a varios campos de acción que han sido considerados femeninos, poco masculinos. En un evidente ejemplo de esto están la salud, la educación y la protección social, siempre vistos como algo más bien “femenino” y separado a los ámbitos “productivos”—más masculinos—, como la minería, la explotación petrolera o el comercio internacional. 

Es importante y urgente comprender, además, que las violencias no están aisladas y que las medidas de ajuste no son precisamente “dolorosas pero necesarias ” como se las quiere presentar, sino que representan verdaderos golpes para quienes ya están en condiciones de vulnerabilidad. Ajustar implica, efectivamente, apretar, mover, recolocar. La clave está en decidir cómo y a quién.