Gane quien gane las elecciones presidenciales de 2021, el futuro económico del Ecuador no cambiará. Por más que la narrativa política busque exagerar las diferencias entre las visiones económicas de los candidatos de la derecha y la izquierda, aquellas diferencias al final son desvíos en una carretera que tiene un solo destino. Eso no quiere decir que no haya diferencia en el corto plazo al votar por uno u otro. La elección de un modelo neoliberal o uno neosocialista podría igualar hacer daño. Lo que significa es que la incapacidad de los aspirantes a Presidente de cuestionar el modelo actual y de ver los límites de sus estrechas prescripciones ideológicas hace que, a largo plazo, la diferencia sea mínima. 

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En Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, el coronel Aureliano Buendía dice que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”. En Ecuador, en términos económicos, aquella iglesia se llama extractivismo. Con la excepción del candidato de Pachakutik, Yaku Pérez Guartambel, ningún otro cuestiona que el futuro económico del Ecuador dependa de sacar petróleo y minerales de la tierra. ¿Después de todo, extraer minerales es dinero gratis, verdad? Por algo le dicen plata.

Poniendo de lado por un momento los argumentos constitucionales, ambientales, los derechos ancestrales, y de salud pública en contra de la minería (pueden ver más sobre ellos aquí), la verdad históricamente comprobada es que para países en vía de desarrollo, como el Ecuador, el extractivismo es como esos negocios multinivel: sus promotores nos prometen riquezas, pero nos dejan endeudados, desesperados y con la casa hipotecada. Alguien en esa cadena se enriquece fruto de nuestra labor, pero no somos nosotros. 

Como la realidad que estamos viviendo muestra —llamémoslo el chuchaqui correista—, depender del modelo extractivista hace que la economía entera sea vulnerable a los altibajos de los precios internacionales de los minerales. Por eso, la visión de largo plazo de los candidatos que tenemos no representa una alternativa: cualquier ganancia que tengamos (sea crecimiento económico o mejores políticas públicas) puede ser borrada el día en que caigan esos precios. 

Ya hemos visto que la caída drástica en el precio del petróleo pone en riesgo toda la operación del Estado. Por eso, no cuestionar el extractivismo hace irrelevante la propuesta de cualquier lado del espectro ideológico, sea un crecimiento económico impulsado por el gasto público o por la empresa privada. Ambos son limitados y vulnerados por los factores que determinan precios en los mercados internacionales de commodities

Los argumentos en contra del extractivismo no paran ahí: el principal generador de corrupción en el Ecuador es el negocio del petróleo y la corrupción es el principal obstáculo para tener un Estado que funcione. Pensamos que el crudo genera ingresos para el desarrollo del país, pero realmente ha servido para financiar y mantener una oligarquía paralela que se lleva las ganancias. Los ciudadanos cargamos con el costo, que es alto: según un estudio, eliminar la corrupción de  la extracción de recursos naturales en países como Ecuador podría triplicar el ingreso promedio de cada habitante. 

Un candidato con visión entendería que, si los países vecinos están destruyendo su naturaleza, el Ecuador tendría mayores beneficios si dejase la nuestra intacta: un bosque conservado podría producir mayor rentabilidad que un bosque destruido en 10 años por turismo sostenible y la producción de alimentos que, según varios analistas, se encarecen con el cambio climático. Toda mina tiene una fecha de caducidad. Los buenos tiempos que produce siempre acaban y la miseria vuelve. Hay otros modelos de negocio que hacen que no explotar la Amazonía sea más rentable que explotarla, con menos costos y menos externalidades. Se requiere de políticos con visión y coraje para entenderlo. 

En fin: si un candidato no tiene un modelo económico de sostenibilidad, tiene uno de agotamiento. Casi todos los que veremos en la papeleta en 2021 están apostando por el segundo. Como un tonto que vende sus órganos y celebra sus nuevos ingresos, el pensamiento económico convencional ecuatoriano de derecha e izquierda no cuestiona que el modelo nacido en 1972 podría ser modificado para dar más riqueza a más personas. Si queremos romper con ese convencionalismo, tendríamos que reconsiderar el papel de la extracción de minerales. 

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Al haber descubierto que la izquierda y derecha son practicantes de la misma fe, no nos debería sorprender que en el ciclo ideológico haya un punto de encuentro. Aunque no quieran admitirlo, en el Ecuador tienen una dependencia mutua: generan las condiciones para el éxito electoral del otro. 

La izquierda llega al poder con una fe ciega en la capacidad estatal para corregir las grandes desigualdades que nos rodean y una ingenuidad enorme al no considerar la corrupción como consecuencia natural de un Estado inflado. El gobierno anterior, que ahora pretende retomar el poder, vio en la corrupción una táctica de financiamiento de campañas y enriquecimiento, pero hasta hoy sus líderes no quieren admitir que la corrupción también saboteó su proyecto político y su legado histórico .No fueron traicionados por nadie sino por ellos mismos. 

La ingenuidad de la izquierda no se limita a la corrupción. Su plan de gastar más y más, sin pensar cómo generar ingresos más allá de extractivismo y subir impuestos (es decir quitar liquidez del sector privado y limitar su capacidad de generar empleo), su modelo económico eventualmente se desgasta y nos lleva a la puerta del Fondo Monetario Internacional para tratar de salvarnos de la quiebra. Gritan “¡Fuera FMI!” sin reconocer que la alternativa es el tipo de austeridad extrema que haría enrojecer a Pinochet. Peor aún: nos llevaría a firmar oscuros acuerdos con prestamistas como China y Rusia, que cobran tasas de interés más altas que las del FMI e imponen condiciones tan desfavorables que deben ser guardadas como secretos de Estado. Como aprendimos con China, la letra chica sale muy cara. 


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La izquierda también genera las condiciones que exageran las desigualdades. Conocemos bien la historia: llega e impone nuevas regulaciones y diseñan nuevos impuestos con el fin de castigar a la empresa del gran magnate y a la renta, en general. En el proceso, termina fortaleciendo la mano del empresario grande. 

Me explico: los grandes pueden aguantar todo lo que el Estado castigador le lance. Quienes se ahogan en el mar burocrático tributario son los empresarios medianos y pequeños —justo los que, en un mercado competitivo, podrían desafiar a los dominantes al ofrecer menores precios y mayor innovación. Eventualmente, algunos de los grandes crecen gracias a la falta de competidores motivados. Otros de ellos crecen al pactar con el poder, como sucesos recientes nos han mostrado, y de esa manera limitan la competencia o se sostienen con contratos estatales. En ambos casos, la izquierda cree que está restringiendo al gran empresario, cuando en verdad lo está protegiendo.

Y ahí está la manera en que la izquierda facilita la llegada de la derecha al poder: cuando su modelo económico se agota y termina en colapso y corrupción, viene la derecha con la promesa de poner en orden las finanzas y generar empleo. 

Representando a la clase económica que se beneficia de la falta de competitividad en el país, la derecha se enfoca en el repliegue del Estado e ignora las distorsiones económicas que limitan la capacidad de crecimiento de las empresas pequeñas y medianas. Creyendo que el problema de la economía es la gente y no el diseño de la economía en que viven, la derecha asume que el retiro del Estado es la píldora mágica porque abre oportunidades para el sector privado y la creación de empleo. 

El problema es que no siempre funciona así, como aprendió Mauricio Macri en Argentina. La derecha se despreocupa de la desigualdad, viendo justicia divina en la chueca distribución de recursos del libre mercado. Sin entender que la gente cree que la economía les debería servir a ellos y no al revés, la derecha pierde resonancia con un electorado otra vez seducido por las promesas utópicas izquierdistas. 

Los votantes, viendo que no avanzan las promesas de la derecha, ponen su fe en las palabras vacías de los políticos que juran que el Estado puede darnos “haciendo todo” y suponen que el gobierno de la derecha simplemente no quiere. Entonces, el ciclo electoral repite. El péndulo coge velocidad.

Después de fallar la derecha, vuelve la izquierda con grandes ambiciones, pero sin admitir que su única herramienta, el Estado, lleva unas discapacidades enormes: la corrupción, como dije, limita su capacidad para ejecutar y cumplir con sus promesas. 

La corrupción nos deja con sobreprecios y proveedores desinteresados en su mandato. A veces incluso nos deja con terrenos vacíos, porque cuando gozas de inmunidad (léase, impunidad), los corruptos se preguntan ¿para qué esconder lo que hacemos? Por otro lado, la ausencia de una burocracia profesional también genera una brecha entre las promesas de los políticos y la capacidad estatal de actuar. Si la izquierda estuviera más enfocada en el fin (menos desigualdad) y no en el medio (el Estado debe hacerlo todo) tal vez consideraría para lograr su objetivo una idea inicialmente promovida por el padre filosófico de la derecha: la renta básica universal. 

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En otro artículo expliqué el concepto. Promovido como instrumento para reducir la pobreza por el economista libertario Milton Freedman, es “un impuesto negativo a la renta” (porque el gobierno te da, en lugar de quitarte dinero). La RBU permite mayor distribución de riqueza sin tener que pasar por las arterias tapadas del Estado. 

Ahora es el momento de considerarlo seriamente: pasó de la periferia de la discusión política al centro durante la pandemia, mientras los países buscaban maneras de generar actividad económica y proteger el bienestar de sus ciudadanos durante la crisis. 

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Para generar actividad económica durante la crisis del coronavirus había dos opciones: subvencionar la oferta en el mercado (a las empresas) o subvencionar la demanda (a los consumidores). La primera es logísticamente más fácil pero también trae un montón de problemas: a veces los fondos son mal utilizados. A veces el gobierno da plata a empresas que igual iban a fracasar. A veces hay corrupción. La alternativa es dar dinero directamente a los ciudadanos para que lo gasten en las cosas y las empresas que más les convienen. 

El objetivo de una economía es generar y redistribuir recursos. Una economía bien planificada lo hace bien. En aquellas, el Estado tiene un papel estratégico, diseñando las reglas del juego y llenando los vacíos que el mercado libre no tiene incentivos o capacidad de llenar. Las mejores aceleran su actividad para generar redistribución constante de recursos.

Sabemos que el dinero en una economía es como el estiércol: cuando está distribuido, fertiliza, hace crecer nueva vegetación. Cuando se acumula en un solo lugar, empieza a oler feo. Para estimular esa circulación y asegurar menos desigualdad, deberíamos considerar crear un sistema paralelo de distribución de recursos que no depende al 100% del Estado ni del sector privado. 

El beneficio sería para todos: como explica Tim Robinson en su defensa de la RBU, la gente con menos recursos es la gente con mayor diversidad de compra y de compra local, lo cual genera más actividad económica. Es decir que cada dólar gastado por la gente que menos tiene genera un efecto multiplicador mayor al dólar gastado por el millonario. Existen incluso mecanismos tecnológicos para asegurar que el dinero que entra en el sistema de renta universal básica salga sin que los corruptos agarren una parte, como sucede cuando se estimula el gasto del Estado. La RBU no reemplaza al Estado ni tampoco al sector privado: los complementa y trae beneficios a ambos.

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Otra idea que podría tener un impacto masivo en la economía ecuatoriana sería la construcción de una clase media a través del fortalecimiento de empresas medianas. Ayudarlas no suele ser priorizado por los gobiernos de derecha que representan los intereses de una clase económica específica que no obtiene ningún beneficio con nuevos competidores. Tampoco es prioridad para la izquierda, que no ha asimilado que una economía competitiva genera mayor oportunidad para todos. 

Más bien, la izquierda prefiere abolir las empresas medianas a través del exceso de regulación. El desafío de crear y sostener una en Ecuador lo he contado aquí. El éxito de los negocios medianos es la clave de la sostenibilidad de la clase media, como se ha postulado en muchas investigaciones como ésta. En países desarrollados, estas empresas se apoyan en la banca y otros tipos de instrumentos financieros para poder financiarse y luego desafiar a las empresas monolíticas de la economía. 

En Ecuador los empresarios que han vencido todas las trampas que matan a la mayoría de los emprendedores antes de llegar a la tierra prometida tienen otro problema: los bancos sólo te dan dinero si tienes dinero. Exigiendo garantías que algunos carecen o que no pueden poner, la banca ecuatoriana representa un sistema cerrado y exclusivo que fortalece el patrimonio de quienes ya tienen.

Pero existen alternativas. Una sería una bolsa de valores específicamente para compañías medianas que generan entre 500 mil y 5 millones de dólares en ingresos anuales. Ahí podrían vender un porcentaje de sus acciones para capitalizarse y luego usar aquellos recursos para crecer y competir con las grandes por precio o por calidad de sus productos o servicios. 

Sin la obligación de poner garantías a cambio de financiamiento, existiría un camino que generaría muchos beneficios para la sociedad. Por ejemplo, habría más incentivos para que emerjan nuevos instrumentos para financiar emprendimientos, ya que los inversionistas ángeles y de semilla tendrían mecanismos para garantizar la venta de su participación en una empresa una vez que logre participar en la bolsa pública. 

Un desafío para generar mayor igualdad en Ecuador es el gran porcentaje de negocios familiares. El patrimonio de aquellas empresas queda en las manos de pocos, pero si existiera una bolsa, las empresas tradicionales tendrían más incentivo para ofrecer participación accionaria a sus empleados, quienes se beneficiarían del crecimiento de la empresa y por ende trabajarían para ello. 

El secreto de los ricos es que se hacen ricos a través de tener patrimonio, no ahorros, porque el valor del patrimonio puede crecer exponencialmente. Un cajero de Supermaxi que hubiese tenido cien dólares de acciones en la corporación La Favorita (a la que pertenece la cadena) en el año 2000 tendría ahora acciones valoradas en 22.727 dólares. El mismo dinero en una cuenta de ahorros con una tasa anual del 5% sería 265 dólares. Esta idea de una bolsa para empresas medianas sólo funcionará si el costo de entrar y participar es bajo, su liquidez fuese alta y la regulación gubernamental no obstaculizase el funcionamiento de la compra y venta de acciones.   

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Obviamente al hablar de reformas ambiciosas tenemos que reconocer que hay un obstáculo: la desconfianza que tenemos los ecuatorianos hacia el Estado y sus gobiernos de turno. Como hemos visto, cualquier grupo que logre paralizar a Quito puede detener cualquier reforma, por buena o mala que sea. Durante el paro nacional de octubre 2019, por ejemplo, muchas personas entendieron mal  el motivo de la protesta de los grupos indígenas. 

Lo que detonó los reclamos fue que el gobierno quitó el subsidio al diesel. Esa decisión era acertada, pues ese subsidio es regresivo y beneficia principalmente a la gente que más consume, incluyendo a los más ricos y los narcotraficantes. El gobierno prometió que iba a compensarlo aumentando el alcance del bono de desarrollo, pero las comunidades indígenas no le creyeron. Los motivos de los manifestantes eran múltiples, pero un buen porcentaje sintió que iba a pagar desproporcionadamente por la imprudencia económica del gobierno anterior y no le pareció justo. Tal vez no tenían una voz que advocara por su caso en los pasillos del poder y por eso tuvieron que hacerse escuchar en la calle.  Su reacción era entendible. En Ecuador, es difícil hacer reformas porque la desconfianza es tan alta que cualquier promesa de retirar algo a cambio de recibir algo es desacreditada. 

El hecho de que sea difícil no significa que no deberíamos intentarlo. En un Ecuador ideal la derecha se preocupa por la desigualdad y la izquierda estaría preocupada por condiciones competitivas para la creación de empleo. La izquierda pensaría cómo generar ingresos al igual que gastarlos. La derecha pensaría en reemplazar al igual que retirar. Ambos tendrían el impacto de más riqueza y mejor calidad de vida para todos. 

En un Ecuador ideal, tendríamos menos discusión ideológica y más conversación técnica sobre cómo alcanzar ciertos resultados. Pensaríamos en ganar-ganar. Los distintos grupos de poder estarían preocupados por hacer crecer el pastel de la riqueza en lugar de coger un pedazo más grande para ellos. Tendríamos un servicio público no manchado con la etiqueta de burocracia dorada y el legado de la corrupción, sino admirado por su profesionalismo. 

Estamos lejos del Ecuador ideal. En el real, por más que los candidatos enfaticen sus diferencias, las elecciones de 2021 no promete una ruptura con la realidad económica que hemos vivido y tampoco con la historia política local. La pequeñez ideológica nos propone recetas basadas en dividir y conquistar en lugar de encontrar soluciones comprobadas para subir la marea que eleve a todos los barcos. 

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Quedarnos pegado al modelo extractivista profundizará la inevitabilidad de nuestra economía, sea de derecha o izquierda. Ideas como la renta universal básica o el fortalecimiento de empresas medianas son propuestas fuera del pensamiento convencional que podrían, junto con otros cambios, darnos la oportunidad de crear un país distinto a su presente y pasado. Por el momento, la elección promete seguir con el modelo multinivel. Todos sabemos cómo termina esa historia.