Si existiera un colegio de diseño de políticas públicas en Ecuador, funcionaría así: nos animaríamos con el poder transformador de una idea nueva y prometedora. Empezaríamos a implementarla. En el proceso, pensaríamos en todas las maneras en que la idea podría ser sujeta de fraude y trataríamos de hacerle cambios para  eliminar el fraude o su corrupción. La idea se transformaría tanto en el proceso de querer reducir el potencial de abuso que dejaría de cumplir su misión primaria, y perdería en el proceso su utilidad para el país. Igual, la idea —transformada y desafilada— sería lanzada. Aún habría fraude. Pero la idea sería defendida por algunos no por su impacto, sino por su intención, y nunca cumpliría su propósito. 

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No hay que buscar más allá del proceso de contratación pública para ver en acción ejemplos de ese ‘colegio de diseño de políticas públicas del Ecuador’. Volverse proveedor del Estado y ganar un contrato es oneroso, supuestamente con el fin de reducir el potencial de corrupción. Es tan oneroso que los mejores proveedores de servicios del país ni piensan en meterse en uno. Como resultado, cuando el Estado terceriza servicios, los únicos aplicantes son las empresas que sepan navegar bien el sistema de contratación pública pero no necesariamente son buenas en lo que prometen hacer. Luego nos quejamos de que los servicios estatales son mediocres. Y aún con ese proceso que requiere diez mil firmas de documentos y la entrega de una montaña de papeles, hay corrupción. Somos uno de los países más corruptos del mundo donde los procesos no funcionan para nadie salvo los corruptos. Aún así, no hay voluntad de reformarlos.

Uso el ejemplo de la contratación pública para llamar la atención a algo: tenemos todo para reconstruirnos tras la emergencia del covid-19, pero hay tanto que está diseñado de manera defectuosa y con sobrerregulación que nos hemos vuelto no sólo indiferentes, sino sumisos. 

Como escribí la semana pasada, Ecuador está jodido. Los prospectos económicos de un país dolarizado sin mecanismo para conseguir dólares son sombríos. Pero los Simpsons ya nos enseñaron que en mandarín las palabras “crisis” y “oportunidad” comparten una misma raíz semántica (crisistunidad, según Homero). Sin lugar a duda que el covid-19 representa una crisis y una oportunidad pues marca un antes y un después en la Historia contemporánea. Parte del impacto de la pandemia es, justamente, deconstruir muchos de los mitos que sostienen la realidad política y social del mundo y del Ecuador. Pero primero debemos entender qué tenemos que cambiar. 

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Como escribí, si el sueño americano es la idea de que una persona pobre puede cumplir con sus aspiraciones por su esfuerzo, determinación, y persistencia, el sueño ecuatoriano es dejar lo público y vivir netamente en lo privado. Las personas exitosas reciben educación privada, se atienden con servicios de salud privados, y viven en condominios cerrados. La promesa del sueño ecuatoriano es poder vivir sin tener que compartir con o preocuparse del prójimo que no tiene otra opción que vivir de lo público. 

Aquel ideario fue demolido por la fuerza del covid-19 que no reconoce estratos sociales ni hace caso a las diferencias entre lo público y privado. Cuando colapsa el sistema de salud, colapsa para todos. Cuando hay escasez de ventiladores, no importa cuál seguro médico privado tengas. Cuando no hay la medicina que necesitas, no hay para nadie. 

La pandemia también demuestra que el costo de la desigualdad eventualmente lo pagamos todos. Como muestra con elegancia el doctorante Arduino Tomasi, más allá de las lentas acciones de la alcaldesa y la resistencia a la disciplina del aislamiento de algunos guayaquileños, la principal razón que la ciudad porteña se volvió el epicentro de la pandemia en Ecuador es su desigualdad. 

Ha sido una reacción en cadena. La gente que sobrevive sólo con lo que gana cada día no puede darse el lujo de quedarse en cuarentena aún cuando esté enferma.  La falta de servicios básicos ha hecho que la gente se vea obligada a interactuar con mucho otros que no pueden darse el lujo del aislamiento. La falta de servicios públicos de salud ha hecho que mucha gente que podría sobrevivir con tratamiento no lo reciba. Terminó muriéndose, e incluso, su cadáver terminó en la calle. Las imágenes devastadoras pusieron a Guayaquil en la mira del mundo. La enfermedad se aprovecha de las vulnerabilidades sociales que hemos dejado crecer durante nuestra larga historia para propagarse. Quien vive en la esfera de lo privado terminó siendo más vulnerable gracias a las pobres condiciones de las personas que la rodean en la esfera de lo público, que no tuvieron otra opción que salir a ganarse la vida, a riesgo de contagiarse de covid-19. El costo de haber dejado proliferar la pobreza lo terminamos pagando todos. 

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Debemos construir un Ecuador que funcione para todos porque hay amenazas de las cuales las barreras físicas y sociales no nos pueden proteger. ¿Qué oportunidad nos presenta el costo en vidas humanas de esta crisis? 

La primera es la generación de empatía. Antes de  la emergencia la sociedad se dividía entre personas que sufrían, personas empáticas, y personas indiferentes. Durante y después del covid-19 el sufrimiento y la incertidumbre se han democratizado. Son tantas las empresas han tenido que dejar de operar y tantas las personas ven su empleo en riesgo que ahora la mayoría de la población debe entender que un sistema que propone la quiebra y el hambre como desincentivo por dejar de trabajar, y luego dificulta la creación y adquisición de empleo, está mal diseñado. Está diseñado para producir y mantener pobreza. 

Para muchos, la pandemia ya sucedía antes de la llegada del covid-19:  era la pérdida de su trabajo por la automatización hecha por robots, era la descrimación por edad, género o etnia que limita sus oportunidades laborales, era el desbordamiento de un río que destruía la cosecha del año, o incluso una enfermedad. Con mucha superioridad moral,  muchos decían “¡No trabajan porque no quieren trabajar!”. Ojalá esa frase y la mentalidad que la produce quede en el pasado ahora que casi todos hemos saboreado la mala fortuna y la fuerza mayor. Con más empatía, podemos crear políticas públicas que reduzcan nuestra vulnerabilidad colectiva y la injusticia social sistemática. 

Ojalá podamos también en la época pos-covid-19 escapar de la gravedad de la ideología en la construcción de políticas públicas. Tenemos experiencia, datos, e historia suficiente para saber que el mercado dejado sólo a su voluntad no produce ganadores y perdedores, sino que congela el estado social de todos. Por otro lado, también deberíamos entender que el Estado dejado solo a su voluntad, produce elefantes blancos e  inmensa corrupción, consumiendo recursos que deberían destinarse a los más necesitados y desviando el enriquecimiento hacia unos pocos. 

El fundamentalismo ideológico que se enseña en las clases de economía universitaria, sea de derecha o izquierda, se basa en la literatura de escritores de siglos pasados erróneamente identificados como profetas que no podrían ni contemplar las condiciones en las que vivimos hoy. Dejar la ideología significa aceptar la nebulosidad de la realidad, reconocer que capaz ninguno de nosotros tiene la razón completa, y poner fe en los métodos científicos para entender qué políticas públicas funcionan y cuáles no funcionan para crear un país más próspero. 

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¿Qué construimos? Una idea que se ha puesto de moda y que discutí en abril de 2019 es el concepto de la renta básica universal (Universal Basic Income en inglés, o UBI). Una vez que los gobiernos de Canadá y Estados Unidos entendieron la gravedad de su situación económica, aprobaron leyes que garantizan un ingreso mínimo para cada uno de sus ciudadanos. 

A diferencia de la crisis financiera de 2008 en la que el gobierno estadounidense dio mil millones de dólares a empresas grandes para poderse sostener, con UBI los gobiernos han decidido subvencionar a los ciudadanos —la demanda en el mercado— en lugar de sólo dar a las empresas —la oferta en el mercado. Una idea que se debatía en la periferia de la discusión política se puso al centro gracias a las condiciones creadas por covid-19. En Estados Unidos los ciudadanos adultos reciben un cheque de mil dólares. En Canadá los ciudadanos pueden recibir 2 mil dólares canadienses (unos 1400 dólares) por mes durante cuatro meses para ayudarlos a cubrir sus gastos durante la crisis. 

En ambos casos, el objetivo es redistribuir recursos ya existentes en la economía para asegurar el bienestar de todos, y no es tan descarado pensar que se podría proponer algo parecido en el Ecuador. El objetivo de una economía es generar riqueza y redistribuirla. Se redistribuye a través de la creación de empleo y pagando impuestos que luego se vuelven servicios del gobierno dirigidos, en muchos casos, a las personas necesitadas. 

Aunque el gobierno aún tiene un papel importante que jugar en la sociedad, también podemos reconocer que a través de la corrupción, ineficiencia, y mal uso se desperdicia muchos de los recursos destinados a corregir los desequilibrios del mercado. Dar el dinero directamente a las personas es, tal vez, la manera más eficiente y directa para asegurar la redistribución necesaria que garantice el bienestar de todos. Incluso existe tecnología como BlockChain que podría ayudarnos a asegurar que los impuestos que pagamos vayan directamente a las personas que los necesiten, eliminado o reduciendo la oportunidad para corrupción. 

El momento de repensar nuestro contrato social es ahora, y tenemos nuevas herramientas para facilitar nuevas posibilidades: sólo falta imaginación para dejar las ideas viejas promovidas por ideologías dogmáticas y ver nuevas opciones como la renta básica universal.

Aunque sea controversial mencionarlo, nuestra recuperación económica va a ser dificultada si seguimos con el mismo marco regulatorio que actualmente existe. Una empresa, por ejemplo, tiene dos funciones: genera riqueza y genera empleo. Cuando genera empleo está realizando un bien social, asumiendo que ese empleo no nos genera más costo (por ejemplo en daño ambiental) que beneficio. 

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Como he dicho antes, a través de sus leyes y reglas del mercado el Ecuador perjudica al emprendimiento, limita el crecimiento de sus empresas medianas y protege los privilegios de los más grandes en la economía, principalmente porque no entendemos cuándo debemos hacer que alguien pague impuestos. 

Como regla en general, cuando la empresa produce riqueza a través del pago de salarios, el pago de dividendos por utilidades, y el traspaso de propiedad (por venta o herencia) se debería tributar. Cuando la empresa usa sus recursos para generar empleo se debería dejarla en paz. 

Los empleadores en Ecuador tienen grandes desincentivos y obstáculos para crear empleo, y aquella condición se debe a la existencia de políticas públicas hechas sin entender bien el resultado de su aplicación. Se puede crear políticas públicas que producen escenarios de ganar-ganar para empleadores y empleados, pero para lograrlo tendríamos que abandonar posturas que suponen que cualquier modificación al Código del Trabajo y el Código Tributario suponen un ganar-perder. Otra vez, nuestro enemigo es la falta de imaginación y la rigidez ideológica. 

Ya que estamos en controversia: la redistribución de las utilidades de las empresas no ayuda ni a las empresas ni cambia el destino social de los empleados. Me explico: los ricos se vuelven ricos y se mantienen ricos por tener y luego heredar patrimonio. En otras palabras, los ricos no son ricos por sus salarios sino por sus activos que se aprecian y producen dividendos. Cuando la gente adinerada se muere, sus activos pasan a las manos de sus hijos. La mayoría del patrimonio en Ecuador está en bienes raíces y empresas cuyo valor rara vez se redistribuye porque los dueños siempre son pocos. Dar utilidades a empleados no cambia la naturaleza de la desigualdad. 

Por otro lado, las empresas que quisieran invertir sus utilidades en tecnología, la creación de empleo, o en otras cosas que ayuden crecer e innovar son limitados porque deben pagar utilidades todos los años. Las empresas ecuatorianas son menos competitivas  que sus pares regionales justamente porque se les dificulta invertir en innovación. Algo que sería revolucionario sería obligar a las empresas a compartir su patrimonio a través de acciones en lugar del pago de utilidades. Los empleados terminarían sus carreras con portafolios de acciones de las compañías en las que trabajaron, que producirían dividendos y podrían ser vendidos. 

Las empresas tendrían que tener empleados en sus juntas directivas para representar sus nuevos accionistas. Se incentivaría que la gente trabaje en emprendimientos donde haya más oportunidad de crecimiento patrimonial. La fuente de riqueza del Ecuador llegaría a las manos de las personas que ayudan construirla. Sé que es ingenuo pensar en una reforma tan profunda, pero si hay un momento de hacerlo, es ahora. 

Hay otros aspectos donde también nos falta imaginación. Por ejemplo, cada año hay controversia por la asignación de cupos de universidades públicas y muchos estudiantes ven desviadas sus carreras por no poder estudiar lo que quieren. Debe estar claro ahora que la falta de cupos en la universidad es una falsa escasez. Podemos crear universidades públicas con miles de estudiantes, ya que no todos tienen que estar presencialmente y no todos tienen que estar presencialmente al 100% del tiempo. La Universidad Particular de Loja (UTPL) tiene años de entregar educación a distancia. Su ambición fue reducida por el gobierno anterior. Deberíamos dejar que entren la cantidad de estudiantes que sea posible en la nueva universidad virtual/presencial, y deberíamos pagar a los estudiantes para que estudien. 

Sólo así aceleraremos el cambio de una economía basada en lo que arrancamos de la tierra a una basada en conocimientos e innovación.  Ya sabemos que la economía basada en el precio del petróleo nos deja siempre vulnerables a los altibajos del mercado. Nunca ha habido mejor momento que este para romper con nuestra adicción al oro negro y crear una economía sólida y sostentable, basada en cerebros y no hoyos. 

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La reforma no para con el Estado. Parte de la frustración de hacer negocios en Ecuador es que necesitas dinero para crecer, pero el dinero es difícil de conseguir, aún si tu empresa tiene mucho potencial. Los bancos sólo te prestan dinero si tienes dinero, y si no heredaste, no lo tienes. Así lo único que aseguramos es que la desigualdad se perpetúe. 

Las bolsas de valores existen para que las empresas puedan vender parte de sus acciones a cambio de capitalización, y también permiten que las empresas busquen financiamiento a través de la emisión de bonos (deuda). En Ecuador la bolsa está tan sobreregulada que solo funciona para los gigantes del mercado. En un mercado vibrante, la bolsa existiría para cualquier empresa y cualquier cuidado, ayudando a redistribuir inversión y también patrimonio. 

La sobreregulación también dificulta la existencia de otros mecanismos de financiamiento, incluyendo fondos de inversión de capital semilla, casas de inversión (private equity), entre otros. No solo borramos la oportunidad de crear nuevas empresas para desafiar a los gigantes del mercado, también reducimos las oportunidades de inversión de personas comunes que quisieran hacer crecer su patrimonio. Hay quienes quieren tumbar al capitalismo en Ecuador, pero el capitalismo nunca llegó. Más bien, seguimos operando con el mismo sistema del feudalismo que precedía al capitalismo. 

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En un artículo titulado Es hora de construir, el tecnólogo y fundador del navegador Netscape, Marc Andreessen, resume el problema central del colegio de diseño de políticas públicas así: “tenemos que querer (cosas positivas) más de lo que queremos prevenir (cosas negativas). El problema es la negación que genera la regulación. Tenemos que querer que las empresas nuevas construyan cosas nuevas, aún si a las empresas grandes existentes no les guste, aunque sea sólo por el fin de que aquellas mismas empresas se ven obligadas a hacer cosas nuevas.” El Ecuador de hoy es el producto de tener políticas públicas diseñadas para prevenir y no facilitar. 

Tenemos casi todo lo que se necesitamos para poder crear empleo, cambiar el modelo económico, ser más igualitario y redistribuir la riqueza. Pero nos falta imaginación, nos falta voluntad, estamos sobrepolitizados y tenemos tanto miedo del fraude y la corrupción que matamos a las ideas e instituciones nuevas con regulación antes de que hayan podido alcanzar su potencial. 

Las reformas que he mencionado aquí son ambiciosas, pero muy rápidamente vamos a tener que subir las expectativas de lo que podemos hacer. Vivir con el covid-19 hasta que haya un tratamiento o una vacuna va a requerir de un esfuerzo entre Estado, ciudadanía, y tecnología como nunca hemos visto antes. 

Nadie viene a enseñarnos cómo hacerlo. Es un momento histórico. Es nuestra decisión aprovecharlo o no. Si queremos que el futuro se vea distinto al pasado, tenemos que llegar a este momento con nuevas intenciones, nuevas perspectivas, y nuevos instintos. Tenemos (casi) todo lo que necesitamos para recuperar y florecer después de la emergencia sanitaria. Siempre lo tuvimos.