Las imágenes, amplificadas en redes sociales, mostraban a un hombre de 66 años que intentaba entender qué pasaba, todavía medio dormido. A su lado, su esposa trataba de cubrirse con una cobija. Ese hombre era el expresidente del Ecuador, Abdalá Bucaram, y las imágenes se vieron en televisión nacional: la Policía lo sacaba para un interrogatorio y él, medio dormido, no atinaba a reaccionar. Sí: ese hombre es un expresidente señalado por su breve gobierno —duró menos de seis meses—, sus abusos y las abrumadoras denuncias de corrupción en su contra. Ese hombre se fue vivir a Panamá por veinte años y nunca enfrentó los procesos legales que se le abrieron tras su rocambolesco paso por el poder. Ese hombre convirtió a sus cuentas de redes sociales en fuente inagotable de violencia verbal, misoginia, homofobia y otra serie de deleznables comportamientos. Ese hombre, aun él, sigue siendo un sujeto de derechos. 

Uno de ellos, el derecho a la intimidad, establecido en el numeral 8 del artículo 23 de la Constitución ecuatoriana. Esa intimidad implica el espacio privado, la habitación matrimonial, la pijama que usa —o no usa— el expresidente. Sigue vigente, independientemente de si ese personaje ha cometido o no un delito. Para determinarlo está el sistema judicial, en el que Bucaram ya tiene abierto cuatro procesos —por tráfico de armas, tráfico ilícito de bienes de patrimonio cultural, defraudación tributaria y asociación ilícita. 

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Fue por este último presunto delito que la Policía allanó su casa y convirtió en tema de discusión al calzoncillo del expresidente. De Bucaram se sospecha que tuvo que ver con el ataque a dos ciudadanos israelíes que se hicieron pasar por agentes de la DEA y que fueron detenidos en junio pasado. Tras el ataque, uno de ellos murió. Para cuando la Policía entró a su casa, Bucaram ya estaba monitoreado a través de un grillete electrónico que lleva desde mediados de julio, cuando un juez dictó esa medida dentro del proceso por tráfico de armas.

Por ese, y los otros tres presuntos delitos, Bucaram tendrá que responder a la justicia que, en democracia, garantiza los derechos de los acusados, tanto a su integridad personal como a un debido proceso. Mientras eso pasa —y con la innegable necesidad de que la prensa cubra y descubra los entretelones de hechos de semejante relevancia pública— Bucaram sigue teniendo derecho a su privacidad. 

Es tan cierto que el Ministerio de Gobierno y la Fiscalía intentaron deslindarse de la responsabilidad de haber permitido que las imágenes terminaran difundidas. María Paula Romo, Ministra de Gobierno, difundió una carta que envió  al Comandante General de la Policía en la que pidió que, si un miembro de la institución “permitió la toma de estas imágenes o el ingreso de cámaras ajenas a las instituciones estatales”, se haga “un fuerte llamado de atención”. 

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Poco después, la Fiscalía emitió un comunicado explicando que un camarógrafo de televisión “habría entrado por la puerta posterior al inmueble y accedió al dormitorio del ahora detenido antes del ingreso de la Fiscalía”. Ambas instituciones son responsables de los operativos como el que se hizo en la casa del expresidente y, por lo tanto, también tienen en sus manos la delicada tarea de vigilar que se hayan respetando los derechos humanos de los involucrados. 

Ese respeto es precisamente lo que distingue la justicia de la venganza. El show alrededor es innecesario y hace que el debate público se convierta en un burdo circo romano: “bien hecho, por ladrón”, dicen algunos, quizás, recordando el pasado en el que Bucaram se libró de la justicia en su autoexilio en Panamá. Pero la impunidad no se resuelve en el juicio de las redes sociales.

El respeto a la mínima dignidad de cualquier ser humano no es una garantía exclusiva para ese ser humano —es, al contrario, un seguro para toda la sociedad. Que a Bucaram, que ha expresado su violencia, misoginia, homofobia cada vez que ha podido, que enfrenta graves acusaciones delictivas, se le respete sus derechos, demostraría que ante la Ley, todos somos iguales, porque prima la condición humana. Cuando se retiran esas garantías, el riesgo no es para Abdalá Bucaram, es para todos los ciudadanos. 


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Garantizar los derechos de los procesados es, además, una obligación del Estado a todo nivel. Cualquier vulneración podría incluso convertirlo en responsable ante cortes internacionales. Tratar dignamente incluso a los sospechosos, investigados, acusados y culpables no es solo un síntoma de una sociedad civilizada, sino una obligación a la que el Ecuador está obligado ante el sistema internacional de derechos humanos. 

El show en el que un presunto delincuente puede terminar siendo una víctima es sumamente peligroso incluso para esa impunidad a la que queremos ponerle fin: esa que no se quiebra al exponer a un expresidente en calzoncillos. 

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Para quebrarla, la justicia debe actuar en apego a la ley, sin dejar grietas en las pruebas; actuando  a tiempo. Siendo capaz de sostener las acusaciones, actuando con contundencia sin irrespetar los derechos humanos de los implicados. Eso es lo que, como ciudadanos debemos exigir: más justicia, menos show.