Tenía ocho años. Salí de la ducha, me puse un short y una camiseta de ‘La Sirenita’ y zapatos de terciopelo café. El tío de mi papá, quien tenía más de 50 años, se había quedado con nosotros unos días después de ser operado. Necesitaba cuidados y todavía andaba con una muleta.

Lo saludé con un abrazo corto. La educación ante todo, como me habían enseñado desde niña. Pero él, extendió su mano gorda y pecosa, y de un jalón me sentó en sus rodillas. Trataba de tranquilizarme con sus palabras, mientras acariciaba mis piernas con sus dedos extendidos. Yo estaba muy asustada, petrificada. Aún recuerdo que mi corazón latía muy fuerte y tenía ganas de gritar, pero no tenía voz.

Después sus manos subieron a mi espalda y querían llegar insistentemente a mis senos. Yo unía mis codos con fuerza a mi cintura para evitar que eso ocurriese. Al no conseguirlo, me agarró la cabeza, la giró y me besó con sus labios gruesos y ancianos. Pude soltarme, mientras forcejeamos un poco. Hoy pienso que si él no hubiese estado aún débil por la operación, la realidad pudo haber sido otra.

A papá nunca le dije nada, pues pensaba que no podía hundir la imagen de una de las personas más cercanas que lo crió en su solitaria infancia. Tampoco podía destruir la vida de un hombre casado con Dios, de un sacerdote. Mi tío abuelo.

Cuando fray Guillermo —mi tío abuelo, el que me trepó en sus piernas— murió, me alivié. Durante muchos años tuve miedo hasta de mirarlo. Cuando papá me llevaba al convento en el centro de Quito, era un suplicio. Veía desfilar niños a la sacristía para apoyar en las liturgias y pensaba si no les había ocurrido algo igual o peor que a mí. Años después, escuché que muchos de ellos salían de las misas llorando y asustados.

Nunca sabré si el tío abuelo subió a los cielos o bajó al infierno, pero desde que dejó el mundo, bloqueé en mi mente todo lo que me había pasado: el miedo, la angustia, la inseguridad. Ahora, a mis 36 años, al recordar ese incidente aún busco inconscientemente bajarle el perfil, pensar que fue menos que un un acoso, un acto sin intención. Pero no: fue un abuso sexual. No importa que mi cerebro quiera minimizarlo.

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Los seres humanos alojamos nuestros recuerdos traumáticos en el hipocampo —esa parte de nuestro cerebro con forma de caballito de mar. Algunos de estos recuerdos se pueden borrar. Pero otros son guardados con el único propósito de convertirse en armas de defensa para la víctima. “No olvidamos los hechos, olvidamos cómo recordar”, dice el doctor Óscar Grijalva, perito criminólogo de la Fiscalía General del Estado.  

Los recuerdos son proteínas que están en el espacio intersticial de las neuronas. “Tengo una neurona, acá otra, no es que hay una foto ahí de lo que he vivido”, explica Grijalva. Lo que hay es una reacción química que forma una proteína que, cuando una persona necesita recordar, “resintetiza una determinada molécula química que la convierte en una imagen”. Por eso, ante ciertos estímulos, recordamos con más claridad los hechos que barremos debajo de nuestras alfombras mentales.

Para comprender el bloqueo de recuerdos traumáticos es necesario entender cuatro factores que inciden en la mente humana: un predisponente, un determinante, un desencadenante y un factor mantenedor del problema.

El factor predisponente tiene que ver con la carga genética en donde todos nacemos con un grado de agresividad. Esta condición junto a otras —la atención, el autocontrol, la inhibición, el juicio moral  o el ético, el lenguaje— forman parte de lo que la ciencia conoce como la función ejecutiva.

Estos comandos se alojan en la parte frontal del cerebro y son determinantes para que una persona reaccione de una forma u otra. Generalmente, lo hacemos con el ataque, la huida o el mimetismo.

En los violadores y abusadores, el impulso sexual (parte de la función ejecutiva) suele estar alterado. Eso hace que piensen insistentemente en el sexo. Dentro del circuito del funcionamiento del cerebro, los núcleos amigdalinos (conocidos como centros del miedo y las emociones) también suelen estar afectados.

El segundo factor es el determinante y se refiere a la construcción social, donde interviene lo aprendido en la familia, la escuela, la cultura. Inciden para que una persona piense diferente a otra, de acuerdo a su experiencia. “Todos somos potenciales víctimas o victimarios. Todo es producto de un caldo de cultivo neuronal más lo que hizo la sociedad, la familia, la escuela y la violencia generalizada”, dice Grijalva.

El tercer factor es el desencadenante. Agrupa a las acciones o a los hechos que provocan que una persona sea una presa fácil (o no) de una agresión. Por ejemplo, lo ocurrido con la violación grupal a Martha o la muerte de Diana en Ibarra, son hechos que influyen socialmente para que varias mujeres empiecen a luchar por sus derechos y rechacen la violencia de género.

Este factor es clave porque desencadena las personalidades de la víctima o el victimario, que de acuerdo a la psicología, se dividen en 3 grupos: peculiares, dramáticos y ansiosos. En el segundo grupo están, según Grijalva, la mayor parte de los agresores sexuales, pues presentan rasgos antisociales y son muy reticentes a respetar las normas establecidas, mientras que las víctimas que no denuncian casos de abuso y violencia sexual estarían en el grupo de personalidades “dependientes”, que tienden a ser seres ansiosos y temerosos.

El cuarto factor tiene que ver con la predisposición a mantener el problema. Por ejemplo, después de sufrir un abuso sexual o violación, la relación de pareja de una víctima refleja inconscientemente proyecciones negativas, como dificultad de llegar al orgasmo o freno al libido. Es decir, viven en el presente con rezagos del pasado.

Estos factores sirven para comprender cómo nuestro cerebro y conexión neuronal están predispuestos, de una forma u otra,  frente a los actos violentos. Tratar de olvidar unos episodios como efecto postraumático es posible, pero también recordar otros sirve para defenderse de agresiones parecidas. “El cerebro humano hace un aprendizaje necesario y superviviente dentro de su instinto donde almacena determinada información necesaria para sobrevivir”, explica el experto. Olvidar para siempre es posible hasta que ya no es posible.

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En Loja, al sur del Ecuador, un violador en serie agredió sexualmente a una joven de 17 años y después la apuñaló. Mientras ella se reponía del ataque en uno de los cuartos de la casa del agresor, vio un oso de peluche. Le preguntó si lo podía tomar. Él accedió. Esa acción cambió el curso de los hechos porque, increíblemente, ese juguete le pertenecía a la hija del atacante, quien había muerto.

La joven empezó a disuadirlo. Le decía que no se preocupara, que no lo denunciaría, que entendía su dolor. El hombre confió, y cuando salió a comprar más alcohol y drogas, ella huyó.

Al día siguiente presentó la denuncia en la Fiscalía, entregó todos los datos y la Policía detuvo al violador en el cementerio, mientras visitaba la tumba de su hija. Con la denuncia de la joven, cinco mujeres más se animaron a hablar y presentaron cargos por abuso sexual y violación.

¿Qué la hizo mental y emocionalmente tan fuerte?

Según Édgar Poveda, perito psicólogo de la Fiscalía que dio asistencia psicológica a la víctima, la resiliencia depende de factores genéticos, de la construcción social, de su manera de ver el mundo. Sin embargo, enfatiza en que “si la familia la apoya, la comunidad le cree y  el sistema judicial no la revictimiza”, seguramente saldrá adelante y con una terapia personal y familiar canalizará esos recuerdos traumáticos para convertirlos en herramientas de lucha.

Finales como este no siempre se dan. En su carrera Poveda ha visto otros casos en los que los trastornos de estrés postraumático afectan a el cerebro y a las hormonas de la víctima. “La serototina (hormona de la felicidad), la dopamina empiezan a moverse o a descontrolarse de la cantidad que deberían tener. Unas empiezan a bajar, otras a subir, lo que genera depresión”, explica Poveda “Las cortezas frontales y prefrontales del cerebro también se afectan”.

Como las víctimas suelen tener miedo de encontrarse nuevamente en peligro, sufren de  ansiedad, sudoración excesiva de las manos y de otras partes del cuerpo, dolores de cabeza, hipersensibilidad y bloqueo de recuerdos. Es una espiral de emociones de la cual resulta complicado salir.  

Para evaluar casos de abuso sexual y violación, Poveda asegura que es importante entender el concepto de daño: la manera en cómo se aborda a la víctima es clave. No es lo mismo que un profesor o un desconocido intente tocar las partes íntimas de una persona a que eso ocurra en la familiar. “Por ejemplo, un padre realiza lo que se denomina el tema de seducción, en el que comete un abuso pero a la vez le dice a su hija que la quiere, que es importante, esa victimización va a pasar desapercibida”, explica Poveda, “porque está encubriendo un tema emocional de quien se supone debería protegerla”.

Además, argumenta que muchas veces cuando las madres se enteran de lo que ha pasado, lo normalizan. Les dicen a sus hijas que a ellas también les ocurrió lo mismo, las convencen que no denuncie al padre porque iría preso. “Estos factores hacen que los niños o adolescentes se repriman y no develen el hecho, que lo bloqueen”.