Han pasado décadas desde que viví la menopausia. En ese entonces me afectaba sentir que me volvía invisible a medida que pasaba por el proceso, que los hombres ya no se me quedaban viendo en la calle.

Me quedó particularmente claro en Italia. Ahí, cuando era una estudiante joven, escuchaba mucho: “Bellina, bellina”. A una edad más avanzada, de visita en Florencia, dos jóvenes en una Vespa me gritaron a mis espaldas Bellina, ¡bellisima! Cuando me vieron bien al pasar, me dijeron “Ah, scusa, signora”.

Me reí a carcajadas.

Con el tiempo, terminé por apreciar la libertad de no sentir que tenía que ponerme tacos aguja, ni intentar atraer a alguien, ni luchar conmigo misma para mantener el cuerpo que alguna vez tuve. Hice la transición a lo que ahora se conoce como el proceso de envejecimiento. Me pregunté: ¿qué significa, realmente, hacerse viejo?

Cuando era una adolescente leí Ella, el libro de H. Rider Haggard. Lo que recuerdo de la historia es que un aventurero blanco conoce en África a la mujer más hermosa que jamás ha visto, y se enamoran.

Resulta que ella es inmortal porque caminó a través de las llamas de la eternidad, que están en las profundidades de unas cavernas. Ella quiere que el protagonista también sea inmortal y se quede a vivir con ella, pero él le teme demasiado al fuego como para sumirse en las flamas.

Ella le dice que le enseñará cómo ser inmortal: al hacerlo, se convierte en una mujer decrépita que se incinera. Él se asusta y se arrepiente, sucumbiendo al envejecimiento y la mortalidad.

Es una historia que te deja pasmado. Ahora soy una mujer anciana, aunque tengo la bendición accidental de una buena salud. Me siento joven para la edad que tengo: soy activa, juguetona, alegre y estoy llena de energía. Me han dicho que soy guapa, pero no lo creo porque ¿cómo? si soy vieja.

Si lo olvido, los altos dígitos que marcan mis años aparecen rápidamente en mi mente. Brillan con el fulgor de una pira gigante, recordándome que debería estar arrastrando los pies, encorvando la espalda, sentándome pesadamente, tomando muchas siestas.

Sin embargo, el otro día sucedió algo que me dejó anonadada. Un conocido mucho más joven tocó la puerta de mi casa. Nos sentamos a conversar en el pórtico. Pensé que íbamos a hablar sobre su padre fallecido, o sobre alguna novia con la que había terminado hacía poco. Me he acostumbrado a hacer de figura materna: la mujer sabia y mayor que da consejos y es empática.

Pero este hombre treinta años menor estaba ahí para decirme que le gusto. Me quedé boquiabierta y avergonzada.

Sí, Emmanuel Macron, presidente francés, está casado con una mujer 25 años mayor que él. Sí, yo tengo amigas que han tenido relaciones con hombres 18 ó 20 años menores que ellas, ¡pero eso fue cuando ellas tenían 40!

Y sí, después de que la escritora Fanny Van de Grift Osbourne enviudó del novelista Robert Louis Stevenson se involucró con Ned Field, un joven escritor. Field tenía casi 40 años menos que Van de Grift, y estaba loco de amor por ella cuando ella era ya una septuagenaria  (hace 100 años, tener 70 era como tener 90 hoy). Van de Grift, escribió Field, era la única mujer en el mundo por la que valía la pena morir.

Cuando ella murió, Field se casó con una hija de Van de Grift que solo tenía 20 años más que él. Quién sabe cómo se habrá sentido su nueva esposa sabiendo que no era la única mujer por la que valía la pena morir.

Esa mañana, después de nuestra conversación, me quedé inquieta y confundida. Estaba atravesada por distintas emociones, incluida cierta vergüenza porque yo nunca lo consideré a él de ese modo. Probablemente sonrojada, le di las gracias por el cumplido. “Me hiciste el día”, le dije.

Lo que no le dije fue que me sentía muy incómoda con las arrugas de mi cara y las manchas en mis manos. Tampoco le hablé de cuánta vergüenza me causaban las señas visibles del envejecimiento, al punto de que ya ni siquiera me gustaba verme en el espejo. No le dije que mi corazón revoloteó con su cumplido, pero que al mismo tiempo una voz en la parte trasera de mi mente me regañaba como si fuera niña, tal como lo hacía mi madre: “¡Debería darte vergüenza! ¿Quién te crees que eres?”.

No recuerdo por qué me regañó aquella vez mi mamá, pero identifiqué qué voz era esa: la de mi juez interior que sale del sótano para castigarme por mi soberbia.

Después de que se fue mi admirador, me tardé casi una hora en acallar al juez interior hasta lograr que volviera a bajar al sótano de mi conciencia, entre murmullos y quejas. (Debo decir que uno de los placeres de envejecer es saber cómo lidiar con el juez interior antes de que empiece su tortura, calmarlo y domesticarlo como un buen entrenador de bestias salvajes. Cuando era joven, las sentencias de esa voz me dejaban triste durante días).

Mi admirador, si es que podemos llamarlo así, no es el único hombre joven (o mayor) en expresar cierto afecto por mí. Sin embargo, siempre me ha parecido que esos hombres lo dicen como si dijeran ‘me encantan los tomates’: aprecian que soy abierta, juguetona y que me maravillo y emociono.

Pero este hombre en particular me sacudió. Su confesión no me ha movido a corresponderle, pero me hizo detenerme y pensar sobre mí, mi edad y la vida.

Lo admito: yo misma discrimino por la edad. He comprado de lleno la concepción cultural de la edad mayor,  que dice que soy una vieja decrépita y fea.

Soy producto de mi cultura y del marketing omnipresente, según el cual la belleza significa verse de 19, con cara taciturna y labios carnosos encajada en alguna pieza de Victoria’s Secret o una tanga de Calvin Klein. Sí, aquellas modelos son hermosas, te dejan sin aliento. Pero ¿por qué un hombre es deseable sin importar su edad y una mujer, no?

Por ahí están las conclusiones de un estudio de 2018 sobre las citas en línea que dice que el atractivo sexual de los hombres están en su pico cuando tienen 50 años. El de las mujeres, a los 18. De ahí solo decae. ¿Qué significa para una mujer como yo, de ochenta y tantos, que me digan que sigo siendo femenina y atractiva? ¿O qué implica que yo admita que aún me atraen los hombres, que me gusta coquetear?

¿Qué significa ser mujer? ¿Y qué de eso atrae?

Cuando tenía 20 años, con el revoloteo hormonal e incapaz de apartar mi vista y dejar de sentirme estremecida por casi cada chico, pensé que se trataba de la belleza o la sensualidad físicas. Creía que había que despertar el interés de los demás con minifaldas y telas semitransparentes. Todo giraba en torno al sexo, a la manera en que la naturaleza propaga la especie.

Después, los hombres quedaron en segundo plano frente a mis intereses en la vida, mi familia y mi carrera. Pero nunca desaparecieron de una posición alta en mi consciencia. Consideraba que el sexo y el poder estaban entrelazados, y tener una sensualidad libre era una forma de expresar mi confianza y amor por la vida.

Creo que no me sentí tan vivaz en el sentido sexual como a mis 50, 60 y hasta 70 y tantos años. Mi sensualidad me consumía y ya estaba liberada del riesgo de un embarazo. Para las mujeres de mi generación, que crecieron sin acceso real a educación sexual o a anticonceptivos, había muchos aspectos peligrosos en el sexo.

Ya después, el sexo en una relación a largo plazo suele sentirse rutinario. Sin embargo, también hay giros inesperados en la vida. Los matrimonios terminan. En mi experiencia, el amor a una edad más avanzada es igual de fascinante y emocionante que en la juventud.

Conforme avanza la edad, logramos cierta comodidad con nosotros mismos que nos permite perseguir lo que anhelamos sin pena. Hasta la voz mental de reprobación que suena como la de mi madre se ha acallado (casi). Siento que tengo verdadera libertad de elegir a quién quiero, o no, y de actuar desde el instinto.

Me gustan los hombres. Me gusta ver a los hombres y disfruto su compañía. Tal como considero que hay belleza en los cuerpos de las jóvenes, admiro si pasa por la calle, cerca de mí, un joven con un cuerpo en forma que corre sudoroso sin camisa.

Entonces ¿qué significa ser una mujer a los 82 años? ¿De qué manera hay que pensar la femineidad a estas alturas, cómo pensar la belleza y la sensualidad?

Lo que yo puedo decir es que nunca me he sentido tan feliz, maravillada y con tanto deleite como en los últimos años. A veces creo que otra vez tengo 9 años (tan solo con un cuerpo algo menos diestro) por el júbilo que siento de estar viva y sin el peso dañino que luego conllevan las hormonas.

Quiero decirle a las brillantes mujeres del futuro sobre las décadas que las esperan que realmente pueden ser geniales. Quiero decirles que hay gozo.


©The New York Times 2019