El 23 de enero, tras 61 años del derrocamiento de la viciosa dictadura de Marcos Pérez Jiménez, los venezolanos volvimos a tener un día de fiesta democrática.

Pérez Jiménez había sido electo de manera fraudulenta por una Asamblea Constituyente en 1953. Su presidencia tenía que concluir en 1958, pero a fines de 1957, en vez de convocar elecciones libres y transparentes, hizo un plebiscito sobre su gobierno y resultó electo en un proceso amañado. Después de una serie de protestas y la fractura del estamento militar, los venezolanos recuperaron la democracia el 23 de enero de 1958.

Hoy los venezolanos nos vemos una vez más ante el desafío de restaurar la democracia y reconstruir el país, pero en el contexto de una emergencia humanitaria: hay una dramática escasez de alimentos y medicinas, los servicios básicos colapsaron, un número cada vez mayor de menores sufren desnutrición infantil y enfermedades que estaban erradicadas han regresado.

Tenemos una de las tasas de homicidios más altas del mundo, que se ve agravada por la persecución política y la represión contra quienes se oponen al régimen de Nicolás Maduro. Esta tragedia ha originado el éxodo más grande de nuestro hemisferio con tres millones de compatriotas en el exilio.

Quiero dejar claro lo que sucede en Venezuela: las elecciones del 20 de mayo de 2018 fueron ilegítimas, como ha reconocido la comunidad internacional. Por eso, desde el 10 de enero, cuando finalizó el periodo presidencial 2013-2019, Nicolás Maduro está usurpando la presidencia de la república.

Mi designación como presidente interino se basa en el artículo 233 de la Constitución, que dice que si para el inicio de un nuevo periodo presidencial no hay un mandatario electo, el presidente de la Asamblea Nacional se encargará del poder hasta llevar a cabo elecciones libres y transparentes. Por estas razones, mi juramentación del 23 de enero de 2019 no puede calificarse como una “autoproclamación”. No asumí la presidencia encargada ese día por decisión propia, sino en apego a la Constitución.

Tenía 15 años cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1998. Entonces vivía en el estado costero de Vargas. En 1999, unas lluvias torrenciales generaron un deslave descomunal que dejó miles de muertes en el estado. Perdí a varios amigos y mi escuela quedó sepultada bajo el lodo.

Desde entonces quedó grabado en mi espíritu el significado de la palabra resiliencia. Mis dos abuelos sirvieron en las fuerzas armadas nacionales e inculcaron en sus hijos el valor del trabajo duro, gracias al cual mi familia y yo salimos adelante. Entendí que si quería un futuro mejor para mi país debía subirme las mangas y dedicar mi vida al servicio público.

Cuando se hizo evidente que con Chávez el país iba rumbo al autoritarismo, me uní al movimiento estudiantil que ayudó a propinar la primera gran derrota política al presidente Chávez en el referéndum por la reelección indefinida de 2007. Más adelante me involucré en la política local y en 2015 fui elegido diputado en la Asamblea Nacional por Vargas.

Hoy, la misma generación de hermanos y hermanas de mis días en el movimiento estudiantil está a mi lado, junto a los venezolanos de todo el espectro político que se unen en un esfuerzo por restablecer la democracia. Nos corresponde a nosotros recuperar la normalidad y construir el país próspero y desarrollado de nuestros sueños.

Pero para lograrlo primero debemos recuperar la libertad.

La lucha por la libertad forma parte de nuestro ADN desde la gesta de independencia de América hace doscientos años. En este siglo, los venezolanos nos hemos batido en el asfalto para recuperarla, porque sabemos que lo que se debate no es solo la sobrevivencia de la democracia sino nuestro destino como nación.

Hemos aprendido que el régimen de Maduro opera con un patrón. Cuando la presión popular arrecia, desata la represión y la persecución. Lo sé porque llevo en mi cuerpo los proyectiles que las fuerzas armadas dispararon contra los manifestantes pacíficos en las protestas de 2017. La mía es solo una pequeña herida frente a los sacrificios de mis compatriotas.

Durante el régimen de Maduro, más de 240 venezolanos han sido asesinados en manifestaciones y hay 600 presos políticos, incluyendo al fundador de mi partido y hermano de lucha, Leopoldo López, quien lleva cinco años preso. Cuando la represión no logra resultados, los operadores de Maduro proponen un falso diálogo. Pero ya somos inmunes a la manipulación. Han agotado todos sus trucos. Hoy solo les queda la usurpación.

Dado que el régimen de Maduro no puede retener legítimamente el poder, nuestra estrategia consiste en tres frentes de acción: el institucional, para reforzar el rol de la Asamblea Nacional como último bastión de la democracia; el internacional, para afianzar el apoyo de la comunidad internacional —especialmente el Grupo de Lima, la Organización de los Estados Americanos, Estados Unidos y la Unión Europea— y el popular, cuyo principio es la autodeterminación de nuestro pueblo.

Más de cincuenta países me han reconocido como presidente encargado o han reconocido a la Asamblea Nacional como la única autoridad legítima en Venezuela. He pedido al secretario general de la ONU, António Guterres, y a distintas agencias humanitarias apoyo para paliar la crisis humanitaria. He iniciado la designación de embajadores y la identificación y rescate de bienes de la nación en el extranjero.

Entre los venezolanos hay un amplio consenso a favor del cambio: 84 por ciento rechaza a Maduro. Por ello hemos organizado a lo largo y ancho del territorio nacional cabildos democráticos, donde la población debate libremente sobre nuestro presente y futuro.

Entre los miembros de la oposición hemos logrado concertar posiciones estratégicas en una hoja de ruta democrática de tres puntos: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres.

La transición necesitará el respaldo de sectores clave de las fuerzas armadas. Nos hemos reunido con militares y funcionarios de seguridad a través de canales clandestinos y hemos ofrecido una amnistía para aquellos que no hayan cometido crímenes de lesa humanidad. El retiro del apoyo militar a Maduro es decisivo para el cambio de gobierno y la mayoría de los efectivos militares y de las fuerzas de seguridad sabe que las actuales penurias son insostenibles.

Nicolás Maduro ya perdió su base de apoyo popular. La semana pasada los habitantes de los barrios más pobres de Caracas salieron a protestar como no había sucedido en el pasado. Ese mismo pueblo tomó masivamente las calles el 23 de enero a sabiendas de que podía ser brutalmente reprimido, y sigue asistiendo a los cabildos.

A Maduro le queda poco tiempo usurpando la presidencia, pero para lograr su salida con el menor derramamiento de sangre, todos los venezolanos debemos permanecer unidos y presionar para el quiebre final del régimen. Para ello, necesitamos del apoyo de los gobiernos, instituciones y personas en el mundo que creen en la democracia y la libertad. Debemos encontrar soluciones efectivas a la grave crisis humanitaria que padecemos, así como seguir construyendo un camino hacia el entendimiento y la reconciliación.

En la unión está la fuerza y la salvación de toda Venezuela.