Donde sea que miremos hoy en el mundo hay señales del desastre ambiental. En la atmósfera hemos depositado millones de toneladas de CO2 que están generando un calentamiento de la temperatura promedio global y que podría superar el umbral de los 2 grados a fines de este siglo. En los océanos, ese exceso de dióxido de carbono, está incrementando la acidez de las aguas y destruyendo los arrecifes de coral, poniendo en riesgo su existencia. En estos mismos mares, flota para nuestra vergüenza una isla de plástico tres veces el tamaño de Francia, y también de ellos la industria pesquera extrae todos los días toneladas de especies marinas.
El impacto del hombre y la extracción de recursos continúa en tierra. A los bosques los estamos destruyendo a un ritmo que al hacerlo liberamos aún más CO2 a la atmósfera del planeta, alteramos los patrones de lluvia, reducimos la biodiversidad, acorralamos a pueblos indígenas que habitan esos territorios hace siglos, y al mismo tiempo, borramos para siempre especies de plantas y animales que ni la ciencia ha tenido tiempo de observar y conocer. En la Amazonía, las mafias criminales envenenan con toneladas de mercurio los ríos para extraer el oro que termina alimentando las refinerías de Europa, Asia y Estados Unidos.
Nuestra especie está destruyendo árboles y animales antes de que siquiera podamos descubrirlos y maravillarnos ante ellos. Los insectos, el principio de la cadena alimenticia de muchos seres vivos, están esfumándose con consecuencias aterradoras.
Según la Agencia Internacional de Energía, desde 1990 el uso de combustibles fósiles ha aumentado. Aunque la producción de petróleo creció a un ritmo más lento entre 1990 y 2017, la producción de carbón se duplicó en lo mismo periodo sobre todo en China. Incluso las inversiones en energía limpia se han realizado con una racionalidad puramente económica y bajo un manto de corrupción. Un estudio publicado en el 2017 en la revista científica Plos One pronostica que la construcción de solo seis represas podrían cambiar el ciclo de vida de la cuenca amazónica. Estamos provocando un apocalipsis del que más temprano que tarde seremos víctimas.
El naturalista británico David Attenborough —nacido en Inglaterra en 1926— sintetiza este panorama. Ha dicho y repetido de la forma más clara posible: «En este momento nos enfrentamos a un desastre hecho por el hombre a escala global, nuestra mayor amenaza en miles de años es el cambio climático. Si no actuamos, el colapso de nuestras civilizaciones y la extinción de gran parte del mundo natural está en el horizonte”.
El último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) publicado hace unos meses nos advierte que el desastre es inminente si es que hoy no hacemos algo. El documento elaborado por el grupo de científicos más importante del mundo tiene mensajes para todos, desde gobernantes hasta el último ciudadano de a pie: cada pequeño aumento de la temperatura importa, cada año importa, cada decisión que tomemos tendrá consecuencias en el futuro cercano. Tenemos menos de diez años para detener la intensidad actual con la que emitimos gases en la atmósfera. Ya no valen mucho más los diagnósticos. Hasta de cifras e informes hemos está saturado el Planeta. Es tiempo de actuar desde la evidencia.
Pero cada ser humano sobre el planeta tiene también una responsabilidad. Mientras un joven holandés ideó un método para recolectar el plástico del océano, decenas de ambientalistas y líderes indígenas dan su vida todos los años por la protección de bosques y otros recursos naturales a lo largo y ancho del mundo. Algunos empresarios renuevan la esperanza subvirtiendo la forma tradicional de hacer negocios para integrar la naturaleza en sus cuentas y balances. En laboratorios se reinventan las formas de producir energía, desde la fusión nuclear que imita la potencia del sol, hasta paneles solares de última generación, motores de hidrógeno. También vemos renacer costumbres sencillas y pérdidas como el uso de fibras naturales para reemplazar materiales no biodegradables.
El periodismo no es un oficio aislado a esta responsabilidad. Los periodistas de todo el continente tenemos un compromiso profundo para entender desde la ciencia que el planeta entero debe transitar hacia un modelo de crecimiento y desarrollo diferente. Un cambio que sin duda estará atravesado por conflictos, pero también de nuevas esperanzas y oportunidades. Detrás de las migraciones masivas que todos los días aparecen en nuestras páginas y pantallas, detrás de las protestas de los Chalecos amarillos en París y el rimbombante negacionismo de algunos líderes globales parece estar el mismo fenómeno: una sociedad global acomodándose ante el más grande desafío que ha encarado desde que los primeros hombres aparecieron en África hace 300 mil años.
El compromiso del periodismo con este momento es histórico. Es necesario interpelarnos y preguntarnos si realmente estamos haciendo lo suficiente. Como nunca antes en la historia, contamos con las mejores herramientas para comunicar información a una escala global y a velocidades tan rápidas como la de un haz de luz. Llegó la hora de actuar, y el periodismo debe ser capaz de hacer viajar a esa velocidad las soluciones y acciones que se necesitan para detener la catástrofe de la que ya estamos advertidos. El tiempo se acaba.
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