Mientras leía el artículo El bitcoin versus nosotros de Matthew Carpenter-Arévalo, no pude evitar recordar la tarde en que mi padre me llevó a conocer el Internet hace ya casi 30 años. Mi papá, siempre un early adapter y entusiasta tecnológico, no se equivocó cuando me comentó que habría un antes y un después de la red de redes que en esa época parecía conectarse a paso de tortuga.  En su texto, Matthew dice que la falta de comprensión de aquella época es similar a la que tenemos hoy frente a tecnologías como el blockchain y las criptomonedas que empiezan a pisar fuerte en el mainstream tecnológico. Lo cual, me recordó también la tarde en que le sugerí a mi papá que por lo que más quiera no vaya a “invertir” su dinero en bitcoins.

Mi posición no tiene nada que ver con aversión a la tecnología, sino con que la narrativa detrás del bitcoin no es nada nuevo. Su auge solamente demuestra el quemeimportismo en el que ha caído la sociedad en su codiciosa sed por acumular cada vez más —indiferentemente de qué— y deshumanizarse en el proceso.

El dinero electrónico es omnipresente: nueve de cada diez dólares que circulan en el mundo lo hacen de manera electrónica en forma de bits, simplificando procesos y reduciendo costos y tiempos de transacción. Además, monedas alternativas, autónomas o comunitarias —creadas de forma paralela a las oficiales— tampoco son una novedad y existen (desde hace siglos), y a diferencia del bitcoin, tienen un espíritu social y sirven para ayudar a emprendimientos locales e independientes.  

Lo verdaderamente novedoso del bitcoin es que se trata de un código escrito de manera muy inteligente y altamente sofisticado. Su creador —el misterioso Sotoshi Nakamoto, quien ha logrado permanecer desde 2011 escondido en el anonimato— lo diseñó con un amplio y profundo entendimiento del lenguaje de programación C++, además de conocimientos en economía, criptografía, redes y telecomunicación. Debido a que sería muy difícil que una persona domine estas áreas, lo más probable es que se trate de un grupo de personas.

Sea quien sea, lo pensó muy bien del inicio al final. Logró posicionar un sistema estable de intercambio de valor —presumiendo de su diseño a prueba de bombas atómicas— que hasta ahora, como bien lo menciona Mathew, nadie ha podido vulnerar. Pero creó también una zona gris que nadie sabe qué mismo es ni cómo tratarlo: una divisa, una materia prima o un valor transable en el mercado bursátil. Sus motivaciones se basaron en la incapacidad de los gobiernos para estimular la economía luego de la crisis de 2008. Así, parece que Nakamoto tenía una agenda libertaria detrás de su código con el fin de evitar que sus transacciones pasen por cualquier tipo de control de la banca —específicamente de bancos centrales.

“Todo se basa en pruebas encriptadas en vez de confianza”, dijo Nakamoto en un ensayo en 2009, luego de lanzar su criptomoneda. Para Nakamoto, el problema principal de las monedas convencionales es que requieren de confianza para operar. El banco central debe solventar la suficiente confianza para no degradar su moneda. A los bancos les confiamos que mantengan nuestro dinero, pero en lugar de ello, asegura, lo prestan en olas de burbujas crediticias mientras conservan apenas fracciones de las reservas que deberían tener.

Nakamoto tiene razón: alrededor del mundo el sistema financiero ha inventado formas diversas y creativas de vulnerar y abusar de esta confianza. En Ecuador lo vivimos a fines del siglo veinte cuando el 70% del sistema financiero quebró, el sucre (la moneda de entonces) se devaluó casi 200% y más de un millón de personas emigró hacia Europa y Estados Unidos para escapar a la grave situación del país. De manera similar, Estados Unidos y Europa, principalmente, atravesaron en 2008 una crisis que empobreció y dejó en la calle a miles de personas.

La crisis global de ese año se originó porque una considerable parte del sistema financiero invirtió grandes sumas en documentos que pocos (por no decir nadie) entendían de qué se trataban —los credit default swaps y los collateralized debt obligations—, pero que (como el bitcoin actual), prometían jugosos rendimientos. A pesar de los nombres rimbombantes, los swaps y los CDOs no eran otra cosa que especulaciones sobre hipotecas otorgadas a personas quienes bajo ningún aspecto técnico podían ser sujetos de crédito. Obviamente, se realizó con la ayuda de muchas instituciones que optaron por mirar para otro lado. Cuando el sistema entró en crisis, a finales de 2008, todas las economías más grandes del mundo entraron en recesión o lucharon por evitarla. Solo en Estados Unidos se perdieron alrededor de dos millones de empleos, y entre 2007 y 2013, diez millones de personas fueron desalojadas de sus hogares.

La solución a ese abuso de confianza que propone el bitcoin es crear un paraíso donde nadie se conozca y todo dependa de un algoritmo. Puede sonar apetecible en teoría, pero ese menosprecio por la confianza está construyendo un oasis para criminales, estafadores y lavado de dinero a una escala y a una velocidad que debería preocuparnos: sus usuarios permanecen anónimos, pero sus transacciones son visibles, el código es accesible pero sus orígenes misteriosos. Nakamoto lanzó la piedra y escondió (esfumó) su mano.

Además, bitcoin no puede obviar el tema de la confianza del todo. Quienes lo usan, necesitan confiar en que el sistema (y con sistema no me refiero solo al código) no sea hackeado, y que a Nakamoto no le dé un día por apagar la luz y llevarse todo —o que algún gobierno lo haga. De hecho, si bien el código parece ser impenetrable, varias empresas que negocian con bitcoins fueron atacadas en línea y tuvieron que suspender sus operaciones, perdiendo millones de dólares.

A pesar de haber superado el tipo de cambio de 15 mil dólares por bitcoin, 2017 fue un año en el que el sistema sufrió un gran revés: el gobierno chino decidió prohibir la conversión de bitcoins al yuan. Así, China pasó de negociar el 90% del comercio mundial de bitcoins al 7%, y quién sabe cómo habrán podido acceder a su criptodinero (o mejor dicho, si habrán accedido) las personas que tenían bitcoins en ese país.

A pesar de su extrema volatilidad, hay razones para creer que en el largo plazo el precio del bitcoin va a seguir al alza porque el sistema tiene un límite de emisión de 21 millones de bitcoins— o dicho en el neolenguaje bitconiano: hay un tope de bitcoins que se puede minar. A medida que suple las cada vez más insaciables necesidades de criminales que buscan obtener la criptomoneda para realizar sus transacciones ilícitas, así como también de personas que esperan volverse millonarias o pagar sus deudas de la noche a la mañana, se vuelve escaso y por ende su precio sube.

No obstante, su valor dependerá del uso que se le pueda dar a la moneda. Actualmente, ni siquiera en las ciudades más propensas y abiertas a desarrollos tecnológicos existe la escalabilidad y la disponibilidad de los canales tradicionales para usarlo como medio de pago. Eso puede cambiar muy rápido, y en 5 años –o menos– el mundo puede estar lleno de cajeros automáticos de bitcoins o de locales que los acepten.

Pero pensemos por un minuto lo que ello implicaría y por qué debería importarnos si, por ejemplo, un país completo, digamos Grecia, optaría por negociar solamente con bitcoins.

La minería de bitcoins tiene una huella ecológica demoniaca. La red requiere de elevadas cargas de energía para operar porque su funcionamiento es descentralizado y las computadoras usadas para minar los bitcoins deben resolver funciones matemáticas sumamente complejas. Actualmente, una transacción individual de bitcoin usa 300 kilovatios/hora. Al año,  la misma cantidad de electricidad serviría para hervir unas 36 mil ollas de agua, y la red consume cinco veces más electricidad de la que produce la granja de energía eólica más grande de Europa. En comparación, uno de los dos centros de procesamiento de datos de la tarjeta de crédito Visa en Estados Unidos utiliza el 2% de la energía que utiliza la minería de bitcoin. Estos centros procesan alrededor de 200 millones de transacciones al día, mientras que bitcoin menos de 350 mil.

La infraestructura para minar los bitcoins no se la encuentra en cualquier tienda y requiere de gran financiamiento. Quien acceda a bitcoins y crea que los puede minar desde su laptop mientras ve Black Mirror en Netflix (que por cierto, la cuarta temporada se estrena el 29 de diciembre) sepa que jamás podrá competir con las 4 enérgicas megacentrales de criptominería que controlan el 60% del poder del procesamiento de la red y que seguramente no están dispuestas a compartir sus bitcoins. Como no podía ser de otra manera en el criptocapitalismo: unos pocos bitcoiners poseen casi todos los bitcoins. De hecho, la distribución de la tenencia de bitcoins es tan desigual como la de Corea del Norte y sabemos a dónde puede llevar dicha inequidad.

Para finalizar, el escepticismo por esta nueva tecnología y la resistencia al cambio no pasa únicamente en Ecuador como lo sostiene Mathew. En el mundo se han lanzado serias dudas y alertas a las criptomonedas, incluyendo las de los premios Nobel de la economía Joseph Stiglitz, Paul Krugmann y Robert Schiller. La tecnología puede írsenos de las manos. Si algún día eso ocurre con el bitcoin, causando una crisis sin precedentes, Nakamoto será tan odiado que se lo buscará (y encontrará) dónde sea que esté.