Un verano en el parque quiteño
Niños, niñas, hombres, mujeres han salido a jugar, reír, echarse y aprovechar la vida de ciudad en la temporada más luminosa y alegre de Quito.
Casi no hay nubes. El sol, a 2800 sobre el nivel del mar devora casi todas las sombras y lanza su luz en vertical, como la orden de un dios severo, sobre los parques de Quito. Es verano.
Y su luz radiante hace que uno tenga que cerrar un poco los ojos para poder ver y hacer malabares para que el fulgor no inunde todas las fotos. Solo los cipreses de Monterrey, araucarias, cholanes, acacias, cedros, eucaliptos, arupos y todos los demás árboles que los pueblan logran dar sombra en una temporada en la que queda claro que García Márquez tenía razón: la luz es como el agua. Y esto es un diluvio que lo anega todo.
La gente ha salido a tomar un baño de sol, a tener calor y jugar en La Carolina, El Ejido, el Itchimbía, los metropolitanos, y todos parques de Quito repletos de árboles, senderos, canchas, puestitos de fritada, mote, cevichochos, mango con sal, gemelos, empastados, botecitos de pedal y espacio abierto.
Hay escenas mil veces repetidas de los veranos anteriores, pero la alegría es primeriza, nueva, recién sacada de la cajita en que uno lleva la felicidad. Hay también espacios para la intimidad pública. Rueda la pelota, ríen los equipos, suspiran los enamorados.
La brisa entra en oleadas intensas, canta y azota puertas, como un enamorado torpe y despistado, aunque a veces se queda quieta, como si ella también se cansara y eligiese, por unos minutos, sentarse en una banquita.
El verano es una de las dos estaciones que tenemos en esta línea imaginaria que le ha prestado el nombre a este país: no llueve y nos sobra la luz como nos sobra el oxígeno cuando bajamos al mar. Los patios escolares no están llenos de sus niños, que se han ido al parque. En realidad, a los parques de Quito.
En ellos, cientos —miles— de niños, niñas, adolescentes, hombres y mujeres aprovechan el verano: andan en bici, se tiran en el césped, se refugian debajo de un árbol —en definitiva, viven la ciudad. No están metidos en sus casas, ni en sus urbanizaciones amuralladas, ni en clubes de acceso exclusivo, ni tienen que jugar en veredas de cemento áspero, ni están perdiéndose en las filas del crimen organizado.
Porque en el parque, el verano es goce, aunque el sol no dé tregua y nadie deba sacarse el sombrero o la gorra: la radiación vive sus momentos más crueles en esta época. Todo está seco, caluroso, brillante y hace pensar que tener estos parques, gigantes, en medio de la ciudad es un privilegio que en otras ciudades son apenas sueños, ficciones. Porque en medio del ruido de los buses y el hormigón que nunca descansa, un parque ofrece la pausa.
Ojalá no vuelvan a sonar los rumores de que algún iluminado demagogo pretende expropiarlos para repletarnos de más calles. Que dejen de aparecer noticias de delitos en ellos, y nos quedemos con lo que ya son: gozo en movimiento. En familia. Solos. En pareja. En equipo. A paso apretado. Sin apuro. Porque a pesar de los muy reales riesgos que existen, los quiteños no parecemos dispuestos a perder nuestros grandes parques, a entregarlos sin darle la pelea al burócrata o al delincuente.
Quito es una ciudad llena de contradicciones, de claroscuros, de belleza que, a la vuelta de una esquina, encuentra el horror. Pero es un animal magnífico, de muchas cabezas y muchas coronas. Una de ellas, la más verde y oxigenada de todas, sus parques.
En ellos, esa vieja promesa tantas veces rota de que las mejores cosas de la vida son gratis se cumple casi sin quebrantos, quizá solo amenazada por la inseguridad que corroe todo el país.
Los parques no solo dan aire; dan sentido. Son el recordatorio de que la vida urbana no puede reducirse al trabajo, al tráfico, al apuro. Entre un ciprés y una araucaria, bajo el vuelo torpe de una cometa o el ladrido de un perro, la ciudad se redescubre como lo que siempre quiso ser: un lugar para estar juntos, al aire libre, sin pedir nada a cambio.