En la casa número diez, César Cabrera —piel agrietada, nariz aguileña, cabello crespo— prepara una taza de café en una cocina donde apenas caben el lavabo, una cocineta, ollas de aluminio y él, en su silla de ruedas negra con bordes metálicos rojos. El viento, que anuncia la lluvia, golpea las ventanas, como si quisiera arrancar la quietud de un hombre de 73 años que observa la olla mientras el agua hierve. Pero él permanece impasible hasta las dos de la tarde cuando el médico Juan Quisanga toca la puerta de su casa, que está abierta. “Don César, ¿podemos pasar?”, susurra. Desde la cocina, asiente con la sonrisa amarga de alguien a quien le interrumpen su hora de café. Deja caer un mantel verde sobre el mesón de baldosas crema, y avanza en su silla de ruedas de donde sobresalen sus piernas amputadas, hacia la mitad de la sala-comedor. Extiende su mano derecha —áspera y con los dedos contraídos, estrago de su enfermedad— para saludar con un apretón. César Cabrera es uno de los últimos nueve habitantes de la villa de la lepra de Quito.

César Cabrera llegó en 1982 a la villa de la lepra, tras haber padecido la enfermedad desde que tenía diez años. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
“Yo me senté a esperar la muerte. Ven acá muerte”, dice César, con una punzada de resignación, mientras relata su vida desde su casa, una de las 18 que conforman la villa, engullida por el antiguo barrio La Vicentina, en el centro-norte de la capital ecuatoriana.
César es el que más conoce la historia de la villa de la lepra, una enfermedad repleta de estigmas y discriminación, en gran parte, por creencias infundadas en la Biblia. César Cabrera ha vivido allí cuarenta años y sabe bien, por los testimonios de sus compañeros que han ido muriendo, lo que significaba contraer la enfermedad de Hansen —llamada así por quienes aseguran que la palabra lepra aún denota estigma y porque es el apellido del médico que descubrió la bacteria que la causa. En la villa hubo más de 130 pacientes. Desde hace 30 años no hay nuevos inquilinos.
Hoy, César Cabrera, Ciro Murillo, María Magdalena Estrada, Mariana, Apolo, Sixter, Miguel, Víctor y Angelito son los últimos. Están curados, pero muchos tienen secuelas. No contagian. No son —y nunca fueron— una amenaza. En la villa de la lepra, donde todos conviven en silencio, se sienten libres y sonríen.
Pero no siempre fue así.
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César Cabrera nació el 12 de marzo de 1951 en Balsas, un pueblo agrícola y cafetero de la provincia costera de El Oro. Su padre, Manuel Cabrera, lo envió a la escuela de un recinto cercano donde aprendió a leer y escribir. Como era el primero de once hermanos, dejó de estudiar para ayudar a criarlos y para trabajar. Sembraba café, caña de azúcar, cacao. Pero a los diez años una de sus piernas, no recuerda cuál, empezó a adormecerse.
“La piel se me rompía, se me rasgaba, con cualquier cosita me ampollaba”, dice, mientras hace un gesto con su dedo índice como si se rasgara su brazo. Detrás de él, hay un retrato de Cristo en blanco y negro en una repisa donde hay una caja de herramientas, frascos llenos de esferos y libros.
Cuando cumplió 17, en una de sus canillas, no recuerda cuál, apareció una mancha roja. Sus padres lo llevaron al boticario del pueblo, que le recetó penicilina porque creía que tenía una infección a la piel. La mancha desapareció y él buscó trabajo en otros lugares del país. A los 21 años llegó a la ciudad amazónica de Zamora. Allí, la mancha reapareció.
“Estaba malo, pero en Zamora me hicieron unos remedios con montes, barro de una vertiente de agua, trago. Eso me mató la infección enseguida”, dice, mientras afuera el cielo cruje y los ventarrones, cada vez más intensos, arrancan las hojas de los árboles del patio de la villa, que se deslizan al suelo en un feroz vaivén.

César vive en la casa número diez. No tiene canillas debido a las secuelas que le dejó la lepra. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
César, que usa una camiseta debajo de una camisa celeste de manga corta y un pantalón de tela verde oliva, parece no sentir frío. La puerta continúa abierta y él continúa con su historia.
Luego de Zamora, regresó a La Concordia.
Una tarde de 1981, César Cabrera se sentó a morir en su casa. No soportaba las fiebres ni las llagas en sus piernas. Echó llave a las puertas de su casa donde vivía solo y empezó a desangrarse por la nariz. Pasaron horas en silencio hasta que escuchó: “¡Se nos muere César, se nos muere!”. Eran unas vecinas que habían entrado para cosechar limones y arrancar flores. Lo llevaron a una clínica.
“Me salvé después de tantas cosas que me hicieron”, dice, cuarenta y cuatro años después, y se refriega los cachetes, y suspira en un gesto que sugiere la idea de que algo le duele. Pero es solo un hábito nervioso.
Ningún médico podía decirle qué enfermedad lo estaba devorando vivo. Las medicinas no hacían efecto. El padre Enrique, un francés que predicaba en La Concordia, lo llevó hasta el entonces Hospital Dermatológico Gonzalo González, donde hoy es la villa y ha sido su casa por cuatro décadas.
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La calle Pablo Guevara, en el centro-norte de Quito, conduce a la entrada de la villa. La puerta de rejas metálicas verdes está custodiada por dos guardias de seguridad. Después de la garita, está el Centro de Salud La Vicentina —donde trabaja el especialista en medicina familiar Juan Quisanga. Frente al Centro hay un pasaje de adoquines y un letrero: “Pacientes Hansen”. Más abajo y al fondo están las 18 casas que conforman la villa de la lepra. Al lado derecho están los pabellones del Centro Especializado en Tratamiento con Consumo Problemático de Alcohol y Drogas (Cetad).
Dos muchachos con uniforme de limpieza recogen las hojas secas de la calle de adoquines que bordea las casas, todas iguales —patios frontales y traseros, dos dormitorios, baño, cocina, sala y comedor, unos 30 metros cuadrados. Las casas rodean una especie de parque central repleto de plantas, viejos árboles, hierba crecida, dos bustos de piedra. En el centro se alza una fuente sin agua.

Dos muchachos con uniforme recogen las hojas secas de la calle que conduce al corazón de la villa. Fotografía de Nicole Mosoco para GK.
César Cabrera dice que, según una escritura pública, ese lugar primero fue la hacienda Verde Cruz. En 1919 alguien compró un terreno en 19 mil sucres para construir una casa para los enfermos de Hansen. En 1927, en la presidencia de Isidro Ayora, se inauguró el Leprocomio Verde Cruz: casi 10 mil metros cuadrados con oficinas, consultorios, una capilla, dos departamentos —que en realidad eran pabellones— para hombres y mujeres. Ese año, los pacientes que eran atendidos en Pifo, a las afueras de Quito, fueron trasladados a La Vicentina. En esa época el barrio no se llamaba así; fue fundado seis años después.
Escogieron un espacio en medio de la naturaleza y lejos de la gente. Rechazados, condenados al destierro, algunos por la misma familia, se cambiaban el nombre para que nadie los reconociera, recuerda César Cabrera que le contaron sus compañeros de la villa que ya no están. No todos llegaban queriendo quedarse; eran llevados a la fuerza. Había guardias en la única entrada que no les permitían salir y, si lo hacían, los perseguían como delincuentes.
A César le contaron que un día, cansados por la desatención, forzaron la puerta para ir al Municipio o al Palacio de Gobierno y reclamar. En el camino fueron interceptados por el alcalde y los ministros, que prometieron mejorar su alimentación, darles medicinas. El alcalde de entonces, no dice cuál, mandó a fumigar las calles por donde caminaron. En ese tiempo los llamaban apestados, intocables, marcados por Dios.
“Para algunos enfermos era como ser sepultados en vida”, describe César Cabrera en su libro ‘Historias y relatos del Hospital Gonzalo González’, publicado en 2016. El texto recoge los testimonios de pacientes que ya murieron —por su edad, o por otras condiciones de salud.
En el libro, además, César Cabrera narra cómo se organizaban entre los enfermos: había un inspector, escogido entre sus compañeros, que cuidaba de todos; un refitolero, que limpiaba los salones y los corredores; un peluquero y un jardinero. Muchas de las mujeres lavaban la ropa.
Para entrar, los visitantes debían usar un traje encima de la ropa, protectores de zapatos, y pisar cal.

La villa tiene 18 casas, nueve de ellas habitadas por los últimos residentes. Fotografía de Nicole Moscoso para GK.
En 1972 el leprocomio cambió. Una fundación alemana construyó las 18 casas para los enfermos que se conocieron ahí dentro y formaron sus familias. Muchos dejaron los pabellones de solteros y ocuparon las pequeñas casas, una es la que vive César. En 1977 el espacio cambió de nombre: Hospital Dermatológico Gonzalo Gonzalez.
Cinco años después de ese cambio llegó César.
“Se me hizo feísimo. La gente estaba esperando el almuerzo, con los dedos torcidos”, dice. Cuando llegó, apenas se enteraba que las manchas y sus dolencias eran lepra.
La lepra es una enfermedad infecciosa crónica y poco contagiosa —por gotículas nasales y orales cuando hay un contacto estrecho y frecuente con enfermos no tratados. Produce pérdida de la sensibilidad, daño en los ojos y la mucosa de las vías respiratorias altas —que puede hacer, incluso, que desaparezca la nariz. De ahí viene la creencia popular —y equivocada— de que a los enfermos de lepra se les caen los órganos.
En la casa de César Cabrera, el médico Juan Quisanga dice que el Hansen casi siempre aparece como manchas rojas o blancas que no duelen. Como la sangre no llega a los brazos y piernas, los dedos se atrofian, se contraen. Se confunde con otras enfermedades, como dermatitis de contacto, un proceso alérgico, una infección local. Por eso es importante una biopsia y un diagnóstico temprano. Si la lepra avanza hacia el resto del cuerpo, podría haber amputaciones, como le pasó a César con sus dos piernas.
El tratamiento dura de seis meses a un año: antibióticos, antiinflamatorios, y corticoides. Si es a tiempo, no deja secuelas. César tardó 20 años para tener un diagnóstico.

Son las manos atrofiadas de César Cabrera debido a la enfermedad. Fotografía de Nicole Mosoco para Gk.
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A César se le hunden los ojos cuando recuerda que mientras tomaba los medicamentos su cuerpo empezó a irritarse. Pasó tres semanas en cama. “Me hice un fenómeno”. Un año y medio después se recuperó. Empezó a servir comida en la villa. Cuando se sintió mejor, regresó a Balsas, pero el calor lo obligó a volver al hospital en Quito. Entonces la villa se convirtió en su hogar.
Cuando César llegó en 1982, las puertas ya no estaban cerradas y los pacientes podían salir de la villa con permiso de los médicos. Pero la gente del barrio les huía. Muchos, por temor al contagio, preferían no acercarse. Los hijos de los pacientes con lepra debían cambiarse los nombres para que los dejaran entrar a las escuelas cercanas a La Vicentina, detalla.
César salía, sobre todo, a entregar los muebles que fabricaba en su taller de carpintería dentro de la villa. Viajaba a Ambato, Riobamba, Guayaquil e Ibarra. Pero la mayor parte del tiempo se quedaba en la villa. Aunque hasta ahora dice que “no hay una buena amistad” con sus vecinos, también pacientes de Hansen, en la villa encontró el amor.
“Me casé aquí en 1992. Después me separé”, dice César.

Es la pileta del parque central de la villa, rodeada de vegetación. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
Aquí conoció a Yolanda Toro, quien también tenía lepra. Vivieron juntos 14 años hasta que las piernas de César comenzaron a inflamarse —por no haber recibido tratamiento a tiempo. Dejó su trabajo como carpintero y ya no tenía ingresos. Aunque desde que se fundó la villa, el Estado les ha dado comida y limpieza a los pacientes, cuando les daban de alta, debían costear la ropa y la comida, si querían algo más. César y Yolanda terminaron en el 2006. Años después, ella murió de una infección intestinal.
La infección en las piernas de César Cabrera empeoró. En 2008 le amputaron una, en 2016 la otra.
“Se saltaba el hueso”, dice César. Juan Quisanga, el médico que lo escucha, explica que eso ocurre cuando la carne no recibe sangre y se seca. Por eso, el hueso queda expuesto. César se queda en silencio, abstraído, quizás pensando en su vida con piernas. Pronto sonríe y continúa con la historia de la villa, como si fuera el único que la conoce —quizás lo es.
El Hospital Dermatológico Gonzalo González que estaba al lado de la villa dejó de funcionar en 2014. “Como se iba a cerrar el hospital, nosotros dijimos que nos queríamos quedar (…) a los enfermos de Hansen nos dijeron que nos iban a llevar a unos albergues”, dice una parte del libro escrito por César Cabrera.
Casi cien años antes los encerraban a la fuerza y los tenían aislados en pabellones; ahora, ellos no quieren dejar el lugar.

Un patio cerca de la iglesia. Es otro de los espacios que antes recorrían los pacientes con secuelas de Hansen. Fotografía de Nicole Moscoso para GK.
Se quedaron allí y recibieron una donación con la que remodelaron la villa: pintaron las casas e instalaron una visera de plástico.
En la sala-comedor desde donde César cuenta su historia y la de la villa hay una refrigeradora, una mesa, una televisión de 12 pulgadas sobre un velador, una computadora. Entre las decenas de cosas que almacena, saca dos libros de sus libros, que vende a 3 dólares. Uno cuenta su vida; otro, las historias de la villa.
“Sin saber ni leer ni escribir. No olvide que llegue solo sexto grado”, dice, mientras los muestra como su mayor tesoro, sonriendo, presumiendo su portada, las fotografías que tiene dentro.
César se refriega los cachetes y suspira en un gesto que sugiere molestia. Pero solo quiere descansar y es una manera de decir que ya nos vayamos. Lo dejamos que beba, por fin, su café, mientras afuera empezó a llover.
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Debajo de un árbol frondoso, en la plaza central de la villa, escampan dos perros. Uno es Bota, la mascota de Ciro Murillo, uno de los nueve residentes de la villa de la lepra.
Para entrar a su villa, la número 12, se repite el ritual de aprobación. Juan Quisanga golpea la puerta y pregunta si podemos pasar. Ciro —chompa negra, calentador gris— asiente. Se sienta en una silla, forrada con retazos de tela de colores que él hizo, frente a una ventana por la que entra una luz grumosa.
“Yo llegué el lunes 18 de enero de 1989 al mediodía”, dice mientras relata cómo empezó su enfermedad.
Ciro nació el 3 de octubre de 1965 en Chone, en la provincia costera de Manabí. Su papá, Ciro Murillo, murió ese mismo año, tras resbalar con una cáscara de maduro y clavarse un pedazo de madera en el brazo. Su mamá, Rosa Mercedes García, murió poco tiempo después de dar a luz a mellizos en medio de un aguacero. Él apenas pudo estudiar la primaria y luego trabajó en la finca de la familia con su abuelo. Ahí, con 24 años, comenzaron los síntomas.
“Oiga, no me acuerdo cómo, por todos lados me hacían tratamientos. Que era la intoxicación de la sangre, decían, me mandaban medicamentos, me daban penicilina, me inyectaban en el ombligo, uy, eso sí cómo dolía”, dice.
Durante años pasó sin saber qué le provocaba granos en la cara, cerca de su ojo. A los 24, su abuelo lo llevó a Portoviejo, a Manta, en Manabí, y luego a Santo Domingo de los Tsáchilas. Pero nadie podía diagnosticarle. En una visita médica, le dieron el nombre de un hospital en Quito en un papelito. Tomó un bus, luego otro, y llegó al Hospital Gonzalo González.
“Vi a tanto paciente en bata. Vi a los compañeros, unos sin nariz o sin piernas, otros lastimados bastantisísimo”, dice Ciro apoyado y pensativo, sobre la mesa de comedor, donde tiene una fotografía de los estudiantes de medicina, que ha hecho voluntariado en la villa.

Ciro Murillo vive en la casa número 13. Desde allí cuenta cómo ha pasado desde que llegó a la villa. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
Hace 36 años, lo recibió el inspector, en ese entonces Don Miguel. Le dio su vajilla y una cobija. Ciro Murillo aún no sabía qué enfermedad tenía. Le hicieron exámenes y confirmaron que era lepra. Tomó antibiótico y “se puso negro con esa pastilla”. “No podía comer, porque me enyesaron los brazos para que no me moviera”, dice.
Ciro Murillo tenía ampollas de pus que se reventaban. Le dolían. Lo enviaron al Hospital Eugenio Espejo, también en Quito, donde estuvo internado un año. Le pusieron sueros vía intravenosa. “¡Mire, oiga, mire!”, dice mientras se levanta la manga del brazo derecho para mostrar las cicatrices que le dejaron los catéteres. Nadie quería tocarlo en el hospital: en la ducha le lanzaban el jabón. “¡Yo parecía un demonio!”. Allí fue cuando vio de cerca la discriminación.
Se recuperó y volvió a la villa, a una de las habitaciones en los pabellones para solteros. Trabajaba o hacía mandados para tener dinero y comprar más comida, la que le daban no lo llenaba.
Cuando viajó a Quito no le avisó a sus hermanos a dónde se iba ni para qué. Doce años después de estar en la villa, sin hablar con ellos, regresó a Chone. Cuando llegó, se asustaron porque creían que estaba muerto. Habían quemado y regalado sus cosas: ropa, cobijas. Pero lo recibieron con alegría. Luego, regresó a la villa y desde hace 14 años no los ha vuelto a ver. Solo habla por teléfono. “No les gusta venir a Quito, además, me piden para el pasaje, pero con ese dinero mejor compro un pollito”, dice.
—La vida mía es triste, triste es esta historia —dice.
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Con 59 años, Ciro es el más joven de la villa.
Nunca está quieto. Se levanta a las cinco de la mañana y va a un terreno de dos hectáreas que tiene detrás de su casa, donde ha sembrado de todo un poco. Regresa a las nueve. El sol hace que le salgan ronchas. No ha perdido manos ni pies por la lepra, pero sus dolores son otros: toma pastillas para la presión alta y un problema en las vías urinarias.
“Doctor, tengo vino de mate, me ha hecho bien para las vías urinarias, ¿quiere un poco?”, le pregunta a Juan Quisanga, y saca de su refrigerador una botella plástica con líquido vinotinto.
A Ciro Murillo lo operaron de los pulmones en 2011, cuando aún vivía en los pabellones de solteros. El doctor de turno lo cambió a una de las casas desocupadas para que no recibiera el humo del cigarrillo de sus otros vecinos. Desde entonces vive en una de las villas, donde cuelgan cuadros de Barcelona, su equipo de fútbol ecuatoriano favorito. Hay también una copa del mundo de material de papel reciclable, muebles de madera que él ha fabricado, un molino que usa para preparar humitas, un horno.

Ciro Murillo descansa sobre la mesa de comedor mientras recuerda la última vez que vio a sus hermanos. Fotografía de Nicole Mosoco para Gk.
Se levanta de la silla forrada con retazos de tela y camina al patio trasero donde tiene todos sus inventos, gallinas y dos gallos. Ahí está Bota, su perro guardián desde que los delincuentes entraron por una ventana y se llevaron una cocina, el tanque de gas, pollo, carne y hasta manteca.
Vive solo, pero sus nietos lo visitan seguido. Antes de enfermarse, cuando tenía 18, “tuve una travesura y una chica quedó embarazada”. Su hijo ya tiene 40 años y trabaja en la ciudad costera de Machala. Sus nietos viven en Playa Alfaro, Manabí.
“¡Abuelo! No te olvides, ya voy para allá para que me des choclo, me dicen mis nietos. Les gusta que yo les haga pasteles”, dice Ciro, imitándolos.
En la villa, cuando ellos no están, que es la mayor parte del tiempo, ve televisión y Facebook. No ve a sus hermanos desde hace 14 años. “¿Quisiera conocer a alguien?”, le pregunto. “Uuuy no, oiga, con tantas enfermedades que tengo yo”, dice, y suelta una carcajada.
En lo que fue el Hospital Gonzalo González hoy funciona el Centro de Salud La Vicentina, que cuenta con un área para atencder a los pacientes con secuelas. Tiene 14 auxiliares, un médico y una enfermera. Los nueve de la villa de la lepra, incluido César Cabrera, ya no toman pastillas para el Hansen pero reciben medicación para diabetes e hipertensión. “Son propias de la edad”, dice el médico Juan Quisanga.

Ciro Murillo muestra los inventos que ha hecho tras ver en Facebook los tutoriales. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
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María Magdalena Estrada está en la casa de su amiga Marianita rezando con el grupo católico de la Medallita Milagrosa, conformado por siete vecinos de La Vicentina. Están sentados en círculo con el rosario en las manos mientras rezan Dios te salve María.

Vecinos de La Vicentina y residentes de la villa rezan todos los lunes, a las tres de la tarde, en la casa de Marianita. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
“Nos reunimos todos los lunes desde las tres de la tarde”, dice María Magdalena Estrada, el saco de lana, pantalón negro, diaema, mientras deja al grupo de oración y camina hacia su casa, la número siete. Se sienta en la sala donde hay una mesa grande con un jarrón con girasoles, un viejo mueble de madera donde reposa un viejo equipo de sonido, cuadros, retratos de sus hijos, fotografías, y empieza.
Nació el 19 de enero de 1948 en Bilován, una parroquia de la provincia de Bolívar, en la Sierra ecuatoriana. Con sus padres, Floresmilo Estrada y María Liduvina Cartagena, sembraba maíz y papas. Se casó y tuvo seis hijos, tres hombres y tres mujeres. Cuando la última cumplió cinco, su esposo murió y, dice ella, empezó su enfermedad. Aparecieron en su abdomen manchas moradas y llegaron las fiebres altísimas.
Uno de sus hermanos le dijo que había en Quito un hospital que era bueno.
Viajó a la capital hace 30 años y llegó al Gonzalo González con su hija menor. Le dijeron que la internarían solo 15 días para evaluar las ronchas de sus piernas, pero se quedó para siempre. No había razón para volver luego de la muerte de su esposo, dice. Hoy es una de las últimas nueve residentes de la villa de la lepra.

María Magdalena Estrada llegó desde hace 30 años a la villa de la lepra junto a su hija, que entonces tenía 5 años. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
En los primeros años, María Magdalena se dedicó a limpiar las casas de sus compañeros, como ella llama a los demás pacientes con secuelas de Hansen, y a ayudarlos a moverse. Recuerda a doña Delia, una anciana que no tenía manos. Metía su muñón —parte del miembro que queda después de una amputación— en un tazón con azúcar y luego se lo chupaba.
“De hambre ha de haber sido, pero ya murió”, dice con nostalgia. Luego nombra a otras mujeres que también murieron allí: María y Jacinta.
El médico Juan Quisanga dice que cuando un paciente muere, el Ministerio de Salud se encarga de la velación y entierro.
María Magdalena no tiene secuelas visibles de la lepra. Dice que gracias a ello, y a Dios, no fue discriminada. “Pero antes sí había, ¿cierto, doctor?”, le pregunta a Juan Quisanga. El médico, de 40 años, dice que vivió en La Vicentina desde los 4 hasta los 18, y que la gente sabía que allí funcionaba el leprocomio. Cuando salían de la villa y los pacientes caminaban por el barrio, “la gente a veces decía: no irán por allá, porque por ahí están los pacientes, los leprositos (…) no te acerques, no vayas porque te van a contagiar”, recuerda.
Pero para él era contradictorio porque, dice, cada 15 de agosto, fecha en la que se inauguró el Leprocomio Verde Cruz, se hacían fiestas en el patio de la villa. Según el libro de César Cabrera, en 1982, la celebración arrancaba con una misa a las nueve de la mañana. Iban funcionarios del Ministerio de Salud y del Municipio de Quito, vecinos de La Vicentina y los agasajados: los enfermos de Hansen. A la una de la tarde había un almuerzo y una hora más tarde llegaban los mariachis o artistas de la época. “Momentos inolvidables”, escribió César.

Es el plato de comida que recibe María Magdalena Estrada para la cena: pollo al horno. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
Ahora hay mucha gente que entra a la villa donde hay foros o reuniones. O para rezar. Aunque aún hay miedo del contagio por la ignorancia, el médico Juan Quisanga dice que los últimos de la villa no contagian. En Ecuador, los nuevos casos de lepra son 0,01 por 10 mil habitantes. Según el Ministerio de Salud, en el país hubo 301 casos entre 2014 y 2024, reportados en 18 de las 24 provincias. Guayas, Los Ríos y Pichincha tienen más.
En 2024 hubo 25 casos en pacientes de entre 20 y 65 años. Quisanga dice que por eso es importante la prevención: detección a tiempo, defensa inmunológica alta y diagnóstico adecuado. Así se evitan secuelas. Dar la mano o estar sentado al lado de una persona con lepra, insiste, no es contagioso.

Son los pabellones que antes ocupaban los pacientes solteros de Hansen. Fotografía de Nicole Moscoso para Gk.
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María Magdalena Estrada abre la vianda de metal que le acaban de traer; tiene pollo asado, arroz y ensalada. “Cuando no viene breve, cocino, o cuando no está a mi gusto”, dice sonriendo. En sus tiempos libres pinta cuadros de búhos, venados, frutas, flores, mandalas. Tiene en su casa una máquina de coser que no funciona. Y ya no sale de la villa como antes, porque hace poco le diagnosticaron diabetes.
“¿Eso es hereditario, cierto, doctor?, porque a un hermano mío le pegó”, dice. Su hijo mayor, Marcelito, también tuvo diabetes y lepra. A los 36 años murió por una úlcera que le provocó gangrena. “La vida me golpeó demasiado”, dice la señora.

María Magdalena se para delante de los cuadros que ha pintado en sus tiempos libres. Fotografía de Nicole Mosoco para Gk.
María Magdalena Estrada se levanta de una silla, muestra los cuadros que pintó, sonríe, camina y se posa debajo del marco de la puerta. Desde allí, al lado de un árbol de naranja que plantó en su jardín, agita la mano despidiéndose. Alguien grita su nombre para que regrese al grupo de oración. Ya escampó y ella camina a la casa de Marianita. Se pierde entre los frondosos arbustos.
La villa, otra vez, exuda silencio.
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