Se acerca la consulta del Yasuní. En agosto de 2023 nos preguntarán si estamos de acuerdo con dejar el petróleo bajo la superficie en el bloque 43, conocido como Yasuní ITT. 

El gobierno y algunos economistas, que solo piensan en los intereses de los inversionistas y de las empresas que viven de los servicios y de la explotación petrolera, nos hablan del miedo y del colapso de la economía si es que no se explota el bloque 43 del Yasuní. Mientras que las ecologistas e indigenistas nos hablan del valor de la vida, la biodiversidad, la naturaleza y los pueblos indígenas en aislamiento

En el debate están primando los números —de barriles, de dólares ingresados, de costos de producción, de captación de carbono, de pasivos ambientales, de costos de remediación, de pérdidas y ganancias, del porcentaje del PIB— que se lanzan como conjuros contra cualquier argumento. 

Como si la complejidad de la Amazonía se podría reducir a un número. 

Aquí quiero argumentar sobre los efectos perniciosos de la explotación petrolera en un pueblo indígena amazónico, a partir de una visita que hice hace pocas semanas a una comunidad waorani que vive en el corazón del bloque petrolero 16. Este bloque fue licitado en 1985, sin consulta previa. Forma parte del Yasuní y refleja esa difícil relación entre empresas petroleras y comunidades indígenas.

Nunca había estado en el Yasuní., a pesar de que desde el 2013 siento a esos pueblos indígenas y a esa selva tan cerca de mi corazón. A pesar de que he sido uno de sus defensores en un  juicio que siguen los pueblos en aislamiento Tagaeri y Taromenane ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado ecuatoriano, por el despojo territorial, la explotación de petróleo y las masacres de las que han sido víctimas.  

➜ Otras columnas de opinión

Este es mi recuento de este viaje –mi primer viaje— al Yasuní para recordar por qué debemos preservar el Yasuní. 

§

dMe anticipan que necesitamos al menos tres días para entrar al Yasuní. Vamos a visitar una comunidad y a hablar con sus líderes. La razón: vamos para contarles sobre el juicio ante la Corte Interamericana, y responder a algunas de sus preocupaciones. 

Nos esperan algunas horas en carretera. Algunos ríos por cruzar. El viaje de Quito a El Coca, en la provincia de Orellana, dura cerca de cinco horas; algo más de 300 kilómetros. En El Coca dormimos en un albergue.

A la entrada del albergue, en grandes cartelones que llenan las paredes, se recuerda la historia de los pueblos amazónicos y su estrecha relación con la selva. La historia no es sólo de las culturas y seres que la han habitado sino de los despojos que han sufrido: el caucho, la madera, el petróleo. 

Dejamos el albergue a las 7 de la mañana del día siguiente. En el camino, el contraste es evidente: el verdor intenso y esas huellas horrendas de la modernidad: mecheros encendidos, plataformas petroleras, que son como telas de araña metálicas, los tubos del oleoducto, camiones, polvo, motocicletas. 

Apunte uno en mi libreta que me recuerda por qué no explotar el Yasuní: cálidos paisajes verdes ensombrecidos de frío metal.

tuberías

Como parte del paisaje verde contrastan tubos metálicos, parte de la industria petrolera. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

Recorremos 75 kilómetros en una hora y media. Llegamos a Pompeya. Desde allí cruzamos en canoa al otro lado del río. Por esas aguas cruzan todas las máquinas e implementos para la industria petrolera. Antes que nosotros, en una gabarra de Petroecuador cruzan dos tráilers. 

gabarras

Camiones y autos son transportados por el río en gabarras para que crucen al otro lado. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

Al otro lado del río nos subimos a una camioneta. Faltan cuatro horas para llegar a la comunidad waorani. 

Cruzamos por un puente y un cartel anuncia que entramos al Yasuní. Siento como si cumpliera un sueño tanto tiempo deseado.

Abajo nuestro está el río Tivacuno. Si lo navegásemos horas adentro, dicen los waorani, nos encontraríamos con los Tagaeri y Taromenane. Más adelante, pasamos por un puente sobre el río Yasuní. 

Pregunto si es posible bañarse en el río. Me dicen que no porque están contaminados por los múltiples derrames petroleros. Apunte dos sobre el impacto del petróleo: los ríos enfermos.

Llegamos a la comunidad pasado el mediodía. No es como me la imaginaba. Pensaba ver malocas —estructuras tradicionales grandes para reuniones sociales y culturales, hechas con hojas de palma, donde habitan decenas de personas. Pero no. La mayoría de las casas son de cemento y otras tantas de madera. Apenas vi una maloca.

La comunidad es como cualquier pequeño pueblo rural del Ecuador. Apunte tres para votar que sí en la consulta: el destrozo de la cultura.

El centro de la comunidad es una especie de hangar. Un lugar multiuso, como le llaman. Tiene una cancha que puede ser de fútbol, básquet o voleibol. Unos pequeños graderíos y en el fondo un escenario parecido a un teatro. Es el lugar donde hacen las asambleas comunitarias. También  es parte de la escuela. Todo es de cemento. Las columnas son de metal.  Apunte cuatro para mi listado de impactos: imposición de estética urbana.

cancha multiuso

En medio de la comunidad waorani, dentro del Yasuní, hay una cancha multiuso donde los niños juegan fútbol, los jóvenes se reúnen, todos hacen asambleas. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

La comunidad tiene más de 70 familias; en total son cerca de 400 habitantes. 

El presidente de la comunidad llega, vestido como cualquier trabajador urbano (jeans y camisa), y nos da la bienvenida. Nos lleva a una de las aulas de la escuela donde pasaremos la noche. Nos da colchones. Nos anuncia que nos vemos más tarde. 

Tiene que volver a trabajar. Es chofer de la empresa petrolera. Escribo el quinto impacto en mi libreta: inserción marginal en la actividad petrolera. Pienso que nuestros indígenas nunca serán accionistas, inversores o beneficiarios directos de los réditos petroleros. Se quedan al margen. 

Las horas pasan lento. La gente nos observa: es evidente que no están acostumbrados a que lleguen extraños. 

Horas más tarde tendremos la noche cultural y una asamblea para explicarles por qué estamos ahí. Nos aclaran que noche cultural significa que, contrario a otras fiestas en la que se pone música que podríamos escuchar en cualquier bar del Coca o Lago Agrio, veremos bailes tradicionales y escucharemos cantos waorani. 

Llueve. 

La lluvia amazónica comienza con un ruido que parece un tumulto de personas que llegan trotando desde lejos. Luego se escucha su rumor. Después viene un viento leve que parecería limpiar el espacio y anunciar la tromba de agua que se acerca. Y pum. La lluvia cae con tanta fuerza que parece que quisiera penetrar al subsuelo de un golpe. Y, como no puede, salpica por todo lado. Por el clima cálido y húmedo, la lluvia moja pero no molesta ni enfría como en Quito. Refresca. 

Desde las seis de la tarde poco a poco va llegando la gente al hangar. 

Las mujeres se sientan en el graderío y tejen. Al otro lado se sientan los hombres y conversan en su idioma, wao tededo. Hablan rápido y en voz alta. Ríen. Es imposible entenderlo. Cuán ignorante me siento en mi país cuando pienso que puedo hablar en inglés y no en ninguna lengua de los pueblos de mi tierra. Me encanta ver cómo mueven las manos y la teatralidad con la que acompañan sus palabras. 

mujeres waorani

Un grupo de mujeres waorani teje mientras esperan que empiece la noche cultural. a de Ramiro Ávila Santamaría.

Anoto otro impacto: de la Amazonía solo nos importa su petróleo, no su cultura. Desperdiciamos saberes ancestrales y no practicamos la interculturalidad. 

Niños juegan fútbol en la cancha de cemento, que está en el centro del hangar. Jóvenes monopolizan el micrófono: hablan en wao, cuentan historias, que a ratos provocan la risa de algunas personas. Invitan a que más gente se acerque al lugar para participar en el evento cultural.

Mientras esperamos el regreso del presidente, llegan baldes de chicha de yuca. La sirven en un tazón, que debe ser de más de un litro. Me explican que hay que tomar de un tiro, no hay que dejar sobra alguna. Es una señal de desprecio devolver el tazón con chicha. No es fácil tomarlo seguido. Pero lo logro. La mujer que la sirve espera a que acabe. Recibe el tazón y se fija si está vacío. Mete el mismo tazón al balde y, colmado de chicha, va uno por uno ofreciendo.

Mujeres con collares, el pecho desnudo y faldas crema salen a bailar. Como si fuera un antifaz tienen pintado el rostro con achiote. Bailan y cantan. Lo hacen por cerca de dos horas. Hay una mujer que da la voz, marca el ritmo y el resto corea la frase que parece improvisada. Pasos lentos para adelante otros tantos para atrás. Bailan en círculo en la mitad de la cancha. Sus bailes y cantos no impiden que los niños sigan jugando fútbol ni que el resto de personas converse y tome chicha. 

mujeres waorani

Durante la noche cultural, un grupo de mujeres waorani cantó y bailó danzas tradicionales. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

Entrada la noche llega el presidente de la comunidad. En su pecho desnudo cuelga un collar que, según explica, representa que es el responsable del bienestar de la comunidad. 

Comienza la asamblea en la que explicaremos qué hacemos ahí. El micrófono pasa de mano en mano. Se oyen los discursos en wao y español. Se repiten las quejas. 

Entre los comentarios escucho: “esto (refiriéndose a las aulas escolares, el centro de salud, el salón comunitario) es una migaja de lo que nos ha dejado la empresa.” 

“No tenemos agua ni alcantarillado, vivimos botados dentro de un bloque petrolero.” 

“Luchemos hasta el último. Sin territorio nada podemos hacer.” 

“Tenemos que mantener la unidad.” 

“Somos ricos en cultura.” 

“Hay que luchar por la vida y el territorio.”

Y la reunión, que parece una catarsis colectiva, continúa con más quejas, siento casi como que creen que algo podemos hacer ante tanta insatisfacción. 

“El petróleo contamina nuestra casa, la contaminación nos afecta a todos.”

“Estamos aprendiendo a chatear más que a cazar.”

asamblea waorani

En asamblea waorani, explicamos el caso que está en la Corte IDH. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

 “Estamos desapegados de la tierra, necesitamos fortalecer la cultura.”

 “Solo unidos conseguiremos nuestros derechos, somos hermanos y no somos enemigos.”

“Tenemos que aprender otra vez a ser guerreros como nuestros abuelos”. 

“Ya no hay cómo coger agua de los ríos.” “

Somos olvidados de dios pero somos valientes.” “

La compañía ha venido comprando líderes y amenazando.”

Otro impacto para mis apuntes: a pesar del petróleo, éste no les hace felices y no satisfacen sus necesidades vitales. 

Cuando nos tocó hablar, explicamos por qué estamos ahí: el caso en la Corte Interamericana de los pueblos en aislamiento. 

La reunión termina. Poco a poco la gente se va retirando.

De camino al lugar donde pasaremos la noche, me llama la atención un resplandor de luz. Pienso que podría ser un generador de energía. Pero cuando me acerco veo una cancha sintética de dos tonos de verde, perfectamente iluminada, rodeada de una reja de metal. No hay cómo entrar porque está con candado. Me acerco, meto mi brazo por un hueco de la reja y topo el césped. Es de plástico. Apunte de impacto: nuestra comprensión de desarrollo y progreso es estúpida. 

cancha sintética

En medio de la frondosa vegetación hay una cancha sintética de fútbol. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

Son cerca de las 10. 

La noche y madrugada no es pacífica. Además de que es raro dormir en un aula escolar,  millones de bichos nos comen. Piel y sangre nueva, supongo. Es difícil conciliar el sueño. 

Nos despiertan los niños y niñas de la comunidad que llegan a recibir clases. Son las siete de la mañana. Levantamos los colchones. Nos llevan a desayunar en una de las casas: arroz con huevo y yuca. 

No puedo resistir y voy a visitar la única maloca de la comunidad. Esa que tanto había visto en fotos y en etnografías. Pido permiso y nos permiten entrar. Adentro hay una refrigeradora y un ventilador. Dos fogones en el suelo. Varias hamacas. Nos brindan chicha. Por ahí un perico, por allá un par de perros. Muchas personas bajo la maloca parecen indiferentes ante nuestra presencia. Anoto en mi libreta de impactos: maloca “barroca”.

Doy mi última caminata por la comunidad. Me percato de varios tarros grandes de basura cerca del hangar y afuera de la escuela. Son barriles grandes de metal. Todos están colmados. Hay basura por todo lado. Me explican que, desde hace más de dos meses, la empresa petrolera, encargada de recoger la basura, no ha cumplido con su compromiso. Impacto para mi libreta: abandono estatal y dependencia de la empresa petrolera.

A las diez de la mañana, los niños y niñas salen de las aulas. Es momento del recreo. Se dispersan; la mayoría va al hangar. Cada uno tiene una leche pequeña en cartón y también una galleta de dulce empaquetada en plástico. Entiendo una de las fuentes de dónde sale tanta basura. 

Me cuesta creer que, en el lugar donde hay tanta yuca, plátano y frutas, les den un desayuno escolar tan procesado. Luego pienso que quizá alguna empresa posiblemente ganó un concurso público para dar desayuno escolar y les será rentable el transporte y la distribución de alimentos. (¡Si tuviera tiempo y energía para investigar esto qué buen reportaje sería!). 

Pienso en que los niños y niñas son visibles para el mundo occidental como consumidores y no como seres que requieren nutrición y educación adecuada.

Tres impactos en uno para mi libreta: desayuno escolar no adecuado, aculturación mediante alimentos industrializados y fuente de basura no reciclable. Quisiera dejar de apuntar en mi libreta los impactos. 

Cerca del mediodía nos vamos. Una camioneta nos llevará de vuelta al otro lado del río de Pompeya. Al segundo de salir de la comunidad, la selva cubre todo el paisaje. Todo es verde menos el camino lastrado. Dejamos atrás el gris metálico del hangar y las casas, y el verde artificial de la cancha sintética. 

En esta visita vi uno de los mil rostros del Yasuní. El tocado por nuestra “civilización” de cemento, plástico, tubos y basura. El Yasuní bajo la sombra del petróleo.

Una tristeza profunda me embarga. 

pozo petrolero

Al ver este cartel de un pozo petrolero me pregunto el riesgo que representa para los pueblos en aislamiento. Fotografía cortesía de Ramiro Ávila Santamaría.

Hace 30 años, estas personas que visité, de nacionalidad waorani, seguramente eran cazadores, recolectores, jardineros centenarios de la selva, guerreros, orgullosos de su cultura. 

El extractivismo petrolero les tocó. ¿Qué les dimos y a cambio de qué? 

Retomo una vez más mi listado: paisajes ensombrecidos de metal, contaminación y ríos enfermos, aculturización, estética urbana, trabajos marginales en la industria petrolera, desperdicios, dependencia, la idea de bienestar material como desarrollo y progreso. 

Un pueblo autónomo se convirtió en un conjunto de ciudadanos ecuatorianos pobres que viven con menos de un dólar al día.

Recuerdo las palabras de una misionera, Catherine Peeke, quien en 1968 ya se dio cuenta de este encuentro tan asimétrico entre la industria petrolera y un pueblo de reciente contacto.“¿Qué valen unos pocos machetes y teteras comparadas con la reserva de caza ilimitada que siempre han disfrutado?¿Cómo pueden confiar en nuestra buena voluntad…?”, escribió.

¿Es esto lo que queremos para los Tagaeri y Taromenane que se mueven por el bloque 43, donde se está consultando dejar el petróleo bajo la superficie?

Al mirar de cerca la cultura milenaria waorani, de la que tenemos todavía tanto de qué aprender, y el destrozo que estamos provocando con la explotación petrolera, poco sentido tienen esos argumentos utilitaristas basados en cálculos económicos. Poco sentido tiene la creación de zonas de sacrificio para unos pocos para el beneficio de otros poquísimos inversionistas.

Salgo pensando mil veces sí a la protección de los pueblos en aislamiento. De la selva amazónica. De esas vidas de seres que ni siquiera podemos nombrarlos porque no los conocemos.  

En esa consulta se juega otro modelo de desarrollo y la idea de que otro mundo es posible: un mundo sin extractivismo y sin zonas de sacrificio. Un mundo donde los pueblos y comunidades puedan autodeterminarse. Un mundo de protección y vida en abundancia y no uno en el que no tengan que intercambiar la contaminación de su territorio por derechos. 

Un mundo en el que podamos defender con nuestros votos lo que los pueblos en aislamiento están defendiendo con sus lanzas. 

Un mundo en el que la vida valga más que el dinero.

¿Será posible? 

Cada voto cuenta. 

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Ramiro Ávila Santamaría
(Ecuador) Constitucionalista andino, fat free, enriquecido con calcio y minerales, 100% natural.
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