El 31 de octubre Taylor Swift rompió un nuevo récord en la industria de la música: colocó 10 singles en los primeros 10 puestos del ránking Hot 100, una lista de Billboard que enumera las canciones más populares cada semana. Diez de las trece canciones de su décimo disco Midnights encabezaron la lista derribando el récord impuesto por Drake en 2021. Ese año el rapero canadiense se llevó 9 de los 10 lugares. Esta hazaña es la más reciente en una retahíla de récords que tiene Taylor Swift.

La lista es larguísima pero entre los más relevantes están que es la cantante mujer con más premios Billboard : 29. Ha roto 62 récords Guinness. Ha sido la cantante femenina más escuchada en Spotify: más de 35 billones de streams, y es la única artista —mujer u hombre— que ha superado las 200 millones de reproducciones en un día en la plataforma: 228 millones de streams en su más reciente disco. 

Si esto parece un recuento deportivo más que una noticia del mundo del pop es porque Swift trata a su carrera como si fuera una atleta de élite y no una mera cantante. 

Lo que la diferencia de otras popstars es, justamente, la importancia que le da al ganar: los premios, los récords, las conquistas estadísticas que logra con sus discos son su principal motor creativo. No hay nadie en la industria que maneje el mismo nivel de competitividad y ambición, al menos no de forma tan transparente. Quizás por eso, Taylor Swift es una de las figuras más polémicas de la música pop: tiene una legión de fans que la aman apasionadamente —a veces a niveles tóxicos—, y tiene muchos detractores que cuestionan su talento. 

Hasta ahí, no parece haber mucha diferencia con prácticamente cualquier celebridad con su nivel de fama. Pero las críticas a Swift muchas veces recaen en temas personales: la acusan de que su personalidad no es lo suficientemente agradable, de que se nota demasiado sus ganas de ser exitosa y eso no para nada cool; de que sus canciones no evolucionan y sigue escribiendo como si tuviera 16 años.

Cuando Swift comenzó su carrera tenía apenas 14 años y su objetivo era convertirse en una estrella de música country. Para lograrlo, se mudó con su familia a Nashville, Tennessee. Con su primer disco llamado simple y directamente Taylor Swift conquistó su primer récord: el álbum la convirtió en la primera cantante mujer del género que alcanzaba un disco de platino con un álbum escrito 100% por ella. 

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Sus siguientes discos tomaron cada vez más elementos de la música pop sin alejarse de los cimientos de lo country, hasta que en 2012 lanzó Red y fue bautizada como la nueva princesa del pop, como lo habían sido Madonna y Britney Spears antes que ella. Considerado por muchos como el mejor de su carrera, Red es un disco que trata, sobre todo, del amor. Ese amor desenfrenado que uno solo puede sentir cuando es adolescente, cuando parece que literalmente te vas a morir si la persona que te gusta no te corresponde. Ese amor que aún no ha sido contaminado por el realismo de la adultez o el cinismo de quien ha vivido varias decepciones amorosas.

Escuché ese disco cuando tenía 22 años y recuerdo que sentí, por primera vez, que alguien ponía en palabras la espiral vertiginosa de mis años de secundaria en himnos como el clásico instantáneo We are never getting back together o la brutal All Too Well. Ambas canciones hablan sobre una reciente ruptura con un hombre mucho mayor que ella y una relación basada en la desilusión y la condescendencia de él hacia ella. Muchos especulan que estaba dedicada al actor Jake Gyllenhaal. 

En una entrevista para USA Today, Swift describía a We are never getting back together como una canción de venganza hacia su ex. “Me hacía sentir que no era lo suficientemente buena o talentosa en comparación a las bandas hipsters que le gustaba escuchar. Así que hice una canción que sabía que lo volvería loco”. El tema tiene todos los elementos de un buen himno pop: frases con las que cualquiera que se haya enamorado alguna vez se puede identificar, un ritmo súper pegajoso y un coro que puedes cantar en una noche con amigas pensando en el man que te rompió el corazón. 

Swift tiene la gran capacidad de escribir canciones expresando sentimientos universales, pero al mismo tiempo muy específicas, inspiradas en momentos reales de su vida.

Esa constante tensión entre lo universal y lo autobiográfico de sus canciones es lo que la convierte a Taylor Swift en una de las mejores cantautoras de su generación. No me considero una swiftie, y hay canciones que me parecen menos efectivas por su obviedad y melosería, pero negar su talento para escribir letras con las que millones de personas pueden identificarse sería una necedad. 

Su genialidad radica, sobre todo, en haber construído su propia mitología: un universo “swiftiano” en donde Taylor es el sol y está rodeada de distintos personajes inspirados en su vida amorosa y su vida pública que aparecen y reaparecen en distintas canciones y eras musicales de la cantante. Cada vez que lanza un disco, sus fans pasan días enteros descifrando cada línea de sus canciones, buscando pistas que delaten a qué capítulo de su vida está haciendo referencia. Elaboran complejas teorías para conectar cada tema con algún episodio de la vida pública de Swift, como si no tuviera momentos privados, fuera del ojo público, que también alimenten su lírica.

Taylor Swift es, quizás, la mejor propagandista del mundo, seguida de cerca por Kris Jenner, la matriarca y manager de la familia Kardashian-Jenner. Sabe exactamente cómo armar una narrativa y luego posicionarla en la agenda pública, sacando partido de su inmensa legión de fans para lograrlo. Quizás uno de los ejemplos más emblemáticos fue cuando, en 2016, Kim Kardashian la enfrentó públicamente por una discusión entre Swift y su entonces esposo, Kanye West, y miles de usuarios dejaron un emoji de serpiente (🐍) en las redes sociales de la cantante, implicando que era una “snake” —un término utilizado para definir a una persona hipócrita o falsa. 

Un año más tarde, en 2017, Swift se adueñó de este símbolo durante su tour Reputation, en el que una gigante cobra de nueve metros se erigía en el centro del escenario. Taylor Swift tomó un momento traumático de su vida, cuando dos de las celebrities más poderosas del mundo (Kim y Kanye) la humillaron públicamente y lo transformó, literalmente, en utilería simbólica para su show. 

En 2019, cuando el empresario y manager Scooter Braun compró la disquera Big Machine, se convirtió en el dueño de todos los másters de los seis primeros discos de Taylor Swift. Entraron en una negociación en la que la cantante buscaba comprar los derechos a sus propios discos, pero Braun exigía que por cada máster Swift entregara un nuevo disco a Big Machine. 

En lugar de entrar en una disputa legal, Swift decidió regrabar todos esos discos, desde cero. Y, desde 2021 ha relanzado dos discos de su repertorio (Fearless y Red), a los que añade la nomenclatura “Taylor’s Version” (la versión de Taylor) para que sus fans sepan cuál versión de cada una de sus canciones reproducir y adquirir. Una jugada maestra que evidencia que Swift no solo busca tener todo el control sobre su output creativo sino que es además una estratega estupenda para hacer negocios.

Midnights

Taylor Swift en el video musical de Bejeweled, una de las canciones de Midnights. Fotografía tomada de la cuenta de Instagram de Taylor Nation.

Si Taylor Swift fuera una atleta, ¿la culparíamos por ser disciplinada, atenta al detalle, y vivir entrenando? ¿Serían sus fans ridiculizados por idolatrarla, como los hombres (y muchas mujeres) idolatran a tenistas o jugadores de fútbol? 

Sin duda, mucho del odio direccionado a ella tiene que ver con que su principal base de fans son las mujeres. Toda manifestación cultural que sea disfrutada por un público mayoritariamente femenino, y sobre todo un público mayoritariamente femenino y adolescente, es ridiculizado. Ha ocurrido con libros como Twilight, bandas como BTS y One Direction, películas etiquetadas con el despectivo término de “chick flick”. 

La obra de Swift es disfrutada, sobre todo, por mujeres que crecieron junto a ella y la descubrieron en la cúspide de su adolescencia, mujeres que se ven reflejadas en ella, dejando de lado que se trata de una mujer extremadamente privilegiada, y, como ella mismo lo confiesa en Mastermind (una de mis canciones favoritas de su nuevo disco), extremadamente calculadora. Y esas dos últimas características son, sin duda, lo que propela mucho del hate dirigido a Taylor Swift.

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Nessa Terán
(Quito, 1988) es periodista, publicista y tiene un máster en Media Management por el New School de Nueva York. Le apasiona la intersección entre moda, política y cultura pop. De 2017 a 2020 manejó Soy la Zoila, una plataforma creada para cerrar la brecha de género en los medios tradicionales y la opinión pública. En 2020 fundó Severo Editorial junto a Fausto Rivera. Ha trabajado y colaborado en los principales medios escritos del país como Revista Diners, El Comercio y El Telégrafo.
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