La familia de Darío*,  juez de una provincia costera del Ecuador, le ha pedido que abandone su trabajo por las amenazas que él y sus compañeros reciben desde julio de 2022. De la preocupación uno de sus hijos tiene naúseas casi todos los días cuando va a la escuela; solo se siente seguro cuando está en casa. Darío le ha enseñado que, en caso de que ocurra un tiroteo, se tire al piso. “Pero que nunca corra donde yo estoy”, le dice a su hijo. Cada vez que hay una alerta de amenaza mientras Darío está en una audiencia, su esposa debe correr a sacar a sus hijos de la escuela para resguardarse.

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Para Darío, que lleva más de una década siendo juez, ejercer su oficio se ha convertido en una “carrera entre la vida y la muerte” por el amedrentamiento de las bandas narcodelictivas que controlan la ciudad en la que vive. Aunque en Ecuador hay un protocolo para solicitar seguridad individual para los y las servidoras de la función judicial, Darío asegura que no solo es “insuficiente”, sino que “no funciona”. Para ser parte de ese protocolo deben enviar un formulario al Consejo de la Judicatura que luego es enviado al Ministerio del Interior que evalúa el riesgo. Pero Darío —al igual que sus colegas— dice no recibir respuesta. 

El 14 de julio de 2022, él y varios de sus compañeros presentaron ese formulario. A uno le respondieron con un informe —del personal de la Dirección General de Inteligencia de la Policía— en el que aseguraban que su riesgo era del 26% y que no reunía las condiciones para tener una custodia personal. 

Darío dice que solo la Asociación Ecuatoriana de Magistrados y Jueces ha escuchado sus pedidos. La abogada de la asociación, Jéssica Cañadas, reitera que tanto la “vida del juez como la administración de la justicia—ante casos vinculados al crimen organizado— son responsabilidad del Estado”.  El vocero de la organización, el juez Christian Quito, que tuvo custodia policial durante un año también por amenazas, dice que la desprotección en las dependencias judiciales es “tan grave” que hay quienes llegan con armas y las sacan. 

La Asociación dice que se han documentado, al menos, 12 amenazas de bomba contra complejos judiciales en este 2022 y más de veinte funcionarios que han solicitado seguridad. Debido a las amenazas, la organización presentó una solicitud de medida cautelar contra el Ministerio del Interior para que jueces amenazados tuvieran custodia policial inmediata. Una jueza aceptó y el Ministerio tardó más de una semana en hacerla efectiva. 

Al menos cuatro funcionarios judiciales han sido asesinados en 2022. Darío no quiere engrosar esa lista. Dice que por eso aceptó esta entrevista. Por seguridad, omitimos su identidad, la unidad judicial en la que trabaja y las organizaciones criminales que lo han amenazado. 

Lleva diez años siendo juez, ¿ha cambiado el riesgo de seguridad para ejercer su oficio? ¿Qué diferencias ha visto? 

Durante los últimos ocho años no había mayor diferencia. Si alguna persona se disgustaba por una decisión —el monto de la pensión, un empleador disgustado o una sentencia rechazada— recibíamos comentarios insultantes o amenazas. Pero, en ese momento, entendíamos que esas situaciones correspondían al calor del juicio. No ameritaban realmente una preocupación posterior. 

En los dos últimos años, desde el 2020, y especialmente a partir del 2022, la violencia se ha incrementado exponencialmente y se está vinculando también al crecimiento de la delincuencia organizada, ya no solo la delincuencia común. En la ciudad en la que vivo hay sicariatos todos los días. También las extorsiones y las amenazas son una preocupación de todos los ciudadanos: ingenieros, comerciantes, docentes, médicos. Todos. 

Sin embargo, desde marzo de este 2022, las amenazas comenzaron a llegar a nosotros, los funcionarios judiciales, que estamos en completa indefensión y a nadie le importa. Empezaron con dos de mis compañeros en redes sociales, amenazándolos de muerte. Cada decisión nuestra es tomada como si fuéramos de uno u otro bando. 

Cuando usted dice “ser de uno u otro bando” ¿se refiere a organizaciones narcocriminales? 

Así es. En esta ciudad hay bandas vinculadas a cárteles criminales internacionales. Y ahora el dilema de ellos es que quieren que nosotros hagamos lo que desean. Quieren que todo el mundo esté alineado a uno de los dos grupos. 

Entonces, si es que uno sentencia a una persona de una banda, consideran que estamos alineados con otra banda. Si se le da una medida sustitutiva a un miembro de una banda, la otra piensa que es por favorecerla. Todo se maneja así ahora. No siempre tenemos la posibilidad de saber quién será, ni a qué organización pertenece. Se presentan como ciudadanos de a pie, y como si no hubiesen hecho nada. 

Pero hay otro tipo de situaciones que son muy graves: nos enteramos de qué banda son cuando se los deja en prisión preventiva o cuando se nos acerca el abogado de ellos o, incluso ellos mismos para decirnos: “si usted me manda a la cárcel —la de esta ciudad— me van a matar porque yo soy de esta banda” o “mándeme a esa prisión porque ahí lidera tal organización”. 

Si no lo hacemos llegan las amenazas. Así pasó con mis compañeros quienes recibieron las primeras amenazas en Facebook. Ellos solicitaron a la Fiscalía ingresar al Sistema de Protección de Víctimas y Testigos, pero no tuvieron respuesta. De entrada nos dicen: “no hay presupuesto, no hay personal, pero le voy a hacer el análisis solo porque tengo que cumplir con mi trabajo, aunque de una vez le indico que no hay nada que hacer”.

Nos dicen que, como somos jueces, existe un protocolo de seguridad para nosotros y que debemos agotar ese procedimiento. Pero no funciona. No es suficiente. El sistema de protección tampoco es una opción real para nosotros. Mis compañeros se despecharon. Ellos conocieron casos de trascendencia local, muy peligrosos, y las autoridades les dijeron que tenían todo su apoyo, que iban a protegerlos. Dictaron prisión preventiva para los acusados y luego ‘el apoyo’ desapareció.

El problema es que hay una situación que coincide con las amenazas: cuando nos amedrentan, nos amenazan de muerte. Al poco tiempo, siempre aparece una tercera persona —sea por amistad, incluso lo hacen abogados— que llegan a decirte que conocen la situación y nos ofrecen “calmar las aguas”. 

¿Qué significa calmar las aguas?  

Que ese contacto —que tiene conexión con las bandas— va a conversar con quienes nos amenazan para que un jefe de la organización ordene no hacernos nada o para que nos protejan. Esa solución en algunos casos ha sido efectiva porque las amenazas terminan. Pero mire, a eso se ha tenido que llegar porque el Consejo de la Judicatura, el Ministerio del Interior o la Policía, instituciones que tienen la obligación de protegernos, no lo hacen.

No es posible que ante su indiferencia, los jueces también deban buscar protección con personas que más bien se aprovechan de esas deficiencias del Estado para, en alguna situación, ganar impunidad porque es un “favor” que en algún momento vas a tener que devolver.

La delincuencia organizada conoce esas falencias: esas amenazas son también parte de un plan. Por ejemplo, ellos mismos te amenazan, ellos mismos te ofrecen protección y allí ya se crea un nexo. 

No se puede negar que hay funcionarios corruptos y que hasta colaboran con ellos, pero a quienes están amenazando ahora son a funcionarios que son conocidos por su buena labor como el juez de Lago Agrio, Nelson Yánez, que fue asesinado en agosto. Incluso fue premiado por el Consejo de la Judicatura, ¿pero quién lo protegió? Nadie. Ni el pésame. 

El Consejo de la Judicatura, durante esos días, lo único que hacía era publicar sobre el juicio político contra los vocales. Para nosotros, era simple captar el mensaje: que no les importamos, nuestra integridad, nuestra familia. A lo mejor simplemente somos un número. 

Y eso no es todo. Hemos visto también cómo, después de los asesinatos, las autoridades dan declaraciones, como sugiriendo vínculos con la delincuencia organizada. Como si con eso se justificara. Si hay actos de corrupción, investiguen, pero no digan cosas que aún no se han comprobado ya para construir cierta imagen y decir “por esto ha sido, de qué se quejan”. Eso pasó con el fiscal Edgar Escobar, salieron a decir que tenía miles de dólares en los bolsillos. La gente comienza a especular de por sí. 

Nosotros sentimos lo mismo. Si nos hacen algo, nos van a vincular con las bandas, y no es así. Los jueces de esta unidad penal nos sentimos solos, muy preocupados porque, con lo que ocurrió con mis primeros dos compañeros, tuvimos una primera alerta de que si atentaban contra nosotros, no existía ninguna autoridad que nos protegiera. No tuvimos respuesta. Ahora, ya recibimos otra [amenaza] más directa por parte de una banda delictiva. 

[Nota de la redacción: El juez Nelson Yánez fue asesinado por sicarios el 25 de agosto de 2022 afuera de su casa, en Sucumbíos. Era juez penal de la Unidad Multicompetente de Lago Agrio. Fue premiado, en 2017, como mejor juez de Unidades Judiciales Multicompetentes en Ecuador por despachar la mayor cantidad de causas. Solo un día antes de su muerte, el 24 de agosto, el entonces ministro Patricio Carrillo se reunió con funcionarios judiciales para hablar de su seguridad]

La primera amenaza contra sus compañeros llegó a través de Facebook, en esta segunda, ¿cómo lo contactaron a usted? 

El 13 de julio nos llegó un mensaje. Pero ya no por Facebook sino directamente a nuestros números personales, a través de WhatsApp, desde otro número de Colombia. Cinco jueces recibimos mensajes en los que nos amenazaban a tres indicando que por “culpa” de la decisión de una jueza penal había muerto el líder de una banda en la cárcel. Se referían a un caso de inicios del año, en el que se le dictó prisión preventiva a esta persona [al líder delictivo]. Pero, a través de su abogado, presenta un pedido solicitando que no le trasladen a esa prisión, porque ahí lidera la banda contraria. 

Claro, existe un proceso administrativo para que el juez tramite esta solicitud: ingresa, se escanea el documento, luego sube a donde el ayudante o secretario del juez, que es un filtro también para dar paso al pedido. Y después de eso, llega al juez. Mientras eso pasaba, esta persona ya había sido trasladada y lo asesinaron en la puerta de la cárcel. Pensaron que se lo había mandado allá para que lo maten, en pocas palabras. 

Y mire, eso también es cuestionable. Uno no puede ordenar que a alguien lo manden a uno u otro lado porque me dicen que quiere ir a reunirse con su banda, pero a partir de ese tipo de casos, se ha vuelto muy común. Y para evitar ese tipo de riesgos, nosotros damos a conocer que se nos ha comunicado que la vida de una persona está en riesgo, y ese es un derecho de la persona presa. Así disponemos los traslados. Y, claro, el manejo de los traslados es competencia del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Presas (SNAI), pero nosotros también debemos cumplir con la disposición del traslado

Ha sido terrible también porque, en ese mensaje que recibimos, decían que yo era como “asesor” de la jueza. Esa información nos preocupa porque solamente las personas que están aquí, dentro de la unidad judicial, tienen la posibilidad de conocer con qué juez o jueza uno tiene más o menos afinidad, con quién se reúne, consulta o intercambia opiniones. 

Nos dijeron que saben a dónde vamos a almorzar, en qué direcciones vivimos. Y no solo eso, luego intentaron hacerme una videollamada para que yo mismo les vea. No contesté. Las amenazas tampoco han parado. 

Usted mencionó que el actual protocolo para solicitar seguridad individual para servidores de la función judicial es “insuficiente” y “no funciona”. Pero el presidente del Consejo de la Judicatura, Fausto Murillo, dijo que “todos tienen acceso a pedir protección” y que la Judicatura “se activa inmediatamente”. Lo mismo dijo María Josefa Coronel, directora Provincial del Guayas del Consejo de la Judicatura. Después de las amenazas que recibieron, ¿ustedes cumplieron con ese protocolo enviando el formulario?, ¿cuál fue la respuesta? 

Claro que lo hicimos. Un día después de recibir las amenazas, el 14 de julio, los tres jueces que fuimos mencionados en esos textos enviados por las bandas, hicimos el formulario de seguridad individual y lo remitimos al Consejo de la Judicatura. Porque es el protocolo que nos ponen. También presentamos una denuncia ante la Fiscalía. 

El 15 de julio, el Consejo de la Judicatura nos respondió y dijo que la petición fue recibida y que, como dicta el protocolo, se enviaba al Ministerio del Interior para que el riesgo sea analizado. Entonces, hasta ahí, pensamos que había celeridad. Pero a partir de ese día, la Judicatura no movió un solo dedo. 

Nosotros escuchamos cómo, en entrevistas y en tuits, dicen que hay ese protocolo de seguridad. Pero solo se ha convertido en un mensajero que recibe el correo y lo traslada al Interior. Si de verdad asumieran su rol, harían seguimiento, presión e inclusive una supervisión para que el Interior haga una buena evaluación del riesgo. 

Al ver que no teníamos respuesta, enviamos mensajes directamente a la Dirección General del Consejo de la Judicatura. Ni siquiera contestaron. Esa es su indiferencia. 

Solo la Asociación de Jueces nos ha estado acompañando en nuestra exigencia, ofreciendo ruedas de prensa, visibilizando la situación de los jueces en Ecuador. Lo único que responden es que hay protocolo, pero nosotros hemos podido notar que hay jueces que han dicho que les han disparado en el vehículo y aún así no les han dado protección usando este protocolo. 

Para nosotros, el protocolo del Consejo no tiene peso ni valor porque no tienen poder ni de decisión, ni de presionar. Desde julio, aún no me enviaban el informe final de la evaluación de riesgo, hecho por una unidad especial de la Dirección General de Inteligencia de la Policía. Supe, extraoficialmente, que en el informe dice que no hay riesgo para mí. 

La Fiscalía, por otro lado, ni siquiera nos ha llamado a rendir una versión. Y como le comenté, ya nos dijeron, desde el Sistema de Protección de Víctimas y Testigos, que no van a aceptar nuestra solicitud. La investigación tampoco avanza. Nos ha tocado indagar a nosotros mismos: sabemos quién es la persona que nos está amenazando, en dónde está preso. Sabemos que esta persona tiene fotos en redes sociales portando fusiles. Es una persona real y sabemos que hay una molestia por parte de las organizaciones porque se los deja presos, porque se lo sentencia. 

Entonces, durante estos casi tres meses, ¿no se activó ningún mecanismo para alerta después de sus pedidos? 

Semanas atrás, un patrullero de la Policía fue a mi casa y me activó un botón de pánico en el teléfono. Me dijeron que iban a estar dando vueltas afuera de mi casa. Luego me dijeron “doctor, me acaban de informar que el riesgo es bajo”. Dejaron de ir, pero nadie me notificó nada. Con mi otro colega hicieron lo mismo. Y a otra jueza le notificaron el resultado hace unos días. En las conclusiones, los policías dijeron que el riesgo es del 26% y no ameritaba custodia personal. 

Imagínese, le responden después de dos meses. Puede parecer poco, pero para nosotros, que estamos viviendo esto a diario, es una eternidad la incertidumbre. 

Yo no conozco a las personas que evalúan el nivel de riesgo desde Quito —porque desde ahí lo hacen— pero lo que esperaría, si a la Policía le importa la vida de los funcionarios judiciales, es que realmente investigaran, que estén preparados y conozcan las dinámicas de la delincuencia organizada. 

No quisiera ser peyorativo, pero sí puedo decir que más allá del desconocimiento que notamos, su calidad humana deja mucho que desear. Si les escribimos a contar que una motocicleta nos ha seguido hasta nuestro domicilio, lo único que nos dicen es que vayamos a presentar una denuncia. Otras, ni siquiera contestan. 

Desde Quito, ¿cómo analizan la situación de estas oficinas?, ¿la ruta por la que debemos ir para llegar a nuestras casas?, ¿cómo saben las dinámicas de las bandas que controlan esta ciudad?, ¿sabrán que los niños aquí no pueden estudiar porque son amenazados?, ¿que nos toca trasladarnos haciendo malabares? 

¿Cómo decir que el riesgo es solo del 26%? Si no hay balas —aún— les parece un chiste. Es un abandono.  

Frente a ese abandono, ¿han tomado sus propias medidas de seguridad? 

Nos ha tocado. Casi nunca estamos solos, preferimos estar en grupos y ampliar nuestras rutas. Quienes vivimos cerca de la unidad judicial, intentamos hacernos dos horas —o más— hasta nuestras casas para evitar ser perseguidos. 

A varios jueces les ha tocado comprar un arma de fuego, meterse a cursos de manejo de armas con el riesgo de que la misma policía o militares nos cojan presos porque no hay permisos para porte. Pero, de verdad, si lo hacemos, es por la desprotección del Estado. 

Los policías locales, de alguna forma, han intentado ayudar, pero ellos también están desbordados. Y también se ha posicionado la idea de que la función judicial es el “peor enemigo”, que “siempre va a fallar a favor del delincuente”. 

Pero lo cierto es que también hay fallas en los procedimientos de la Policía. Nosotros hemos intentado limar cualquier diferencia con ellos. Hemos hablado y les hemos comentado cómo proceder en casos concretos, sobre todo, en delitos flagrantes. Nosotros somos jueces de garantías y más allá de lo que nos presentan, tenemos que ver que se cumpla también como un debido proceso. 

No se trata de decir quién es el enemigo o quién no, sino de que debe ser un trabajo articulado. Porque es nuestro oficio, pero detrás de nosotros, están nuestras familias, nuestros hogares. 

¿Qué ha significado para usted tener que enfrentar estas amenazas a diario?

Es doloroso. Mis niños están atemorizados, mi esposa y mi madre me piden que ya no trabaje en esto. Hace un mes, uno de mis hijos estaba ensayando una coreografía en su escuela. Al día siguiente, la madre de uno de sus compañeros alertó a mi esposa sobre una señora que ingresó al ensayo y le tomó fotografías de rostro a mi hijo. 

Esa madre se sentó a lado de la desconocida y ahí vio en su teléfono que no eran fotografías del ensayo, sino de su cara, directamente. Pero avisó recién al otro día. Cuando recibimos amenazas, no solo es contra nosotros, es contra nuestras propias familias. Nos tiene en alerta constante, aunque intentemos estar tranquilos. 

Durante una audiencia en la que se debía calificar la flagrancia de la detención de un líder delictivo, su defensor público llegó a decirnos que esta persona había dicho que si dictábamos prisión preventiva, no solo iba a volar un cuartel policial, sino que iba a atentar contra nuestra integridad. Tuve que llamar de forma urgente a mi esposa para que retirara a mis niños de la escuela y logren resguardarse en casa. 

Para mis hijos ha sido muy traumático. Hay días en los que, después de dejarlo en clases, me llaman desde 15 minutos para decirnos que está vomitando, que se siente mal, que no quiere estar en la escuela. Llega a casa y se pone bien. Nos quiere hacer saber que solo se siente seguro en nuestro hogar. Me pregunta si ya pasó la amenaza. 

Y nosotros no se lo ocultamos porque ellos deben saber que están expuestos a un riesgo. Tenemos que educarlos. Les digo: si usted escucha balas, tírese al piso, no corra donde estoy yo, no se me acerque. Tápese la cabeza y tírese al piso. No corra donde yo estoy. 

Para mi esposa es muy duro. La he visto llorar. Mi mamá, por otro lado, ya no quiere salir ni siquiera a hacer compras. Ambas me dicen: no les sentencies, no los dejes presos, no te metas en problemas. Pero yo aún intento hacer mi trabajo, lo correcto. 

¿Tiene miedo?, ¿teme por su vida? 

A mí siempre me preguntaban ¿no te da miedo ejercer el trabajo que haces? Yo solía responder que no, porque si uno está tranquilo, hace las cosas con ética, piensa que no se van a meter contigo. 

Pero ahora sí puedo decirle que ser juez en Ecuador, pero sobre todo, en zonas como ésta es una carrera entre la vida y la muerte. Nos amenazan y al Estado no le importa. Sí, temo por mi vida y por la de mi familia. 

Repito: necesitamos custodia para poder trabajar tranquilos, para hacer las flagrancias con seguridad, para poder tomar decisiones apegadas a derecho. 

A veces nos tocan casos que pareciera que no representan ningún tipo de peligrosidad, pero siempre hay algo más profundo de fondo. Por ejemplo, hace un mes, tuve el caso de un fusil que fue encontrado, enterrado, en el patio de una casa. Detuvieron a la dueña de casa, que tenía a sus tres hijos en sus brazos. Era la única que estaba en la vivienda. 

La Fiscalía supuestamente sabía que el arma no era de ella —todos saben que nunca la ocupó—, sino que sería del papá de sus hijos. En la casa estaban sus documentos y se presume que es de él. La señora no tenía la obligación jurídica de denunciar a su esposo. En teoría, era un caso de tenencia de armas sin complicaciones, pero luego se supo que el fusil fue usado para asesinar a varias personas, incluido un triple asesinato en una hostería.  

Entonces, un caso sin aparente trascendencia, se convierte en uno peligroso porque tiene relación con la delincuencia organizada. Sobre todo porque los líderes de estas organizaciones suelen ser detenidos, generalmente, no por los delitos más graves que cometen, sino por ilícitos así: transporte de armas, receptación o robo.

No hay respeto por nosotros, los jueces. Usted ha visto: los propios líderes e integrantes de las bandas se atreven a amenazar directamente a jueces, fiscales y policías en audiencias. No les importa. 

Nos enfrentamos ahora a nuevas circunstancias y nuestras garantías de seguridad —que son la obligación del Estado, y de las instituciones— deberían adaptarse a ellas. 

[Nota de la redacción: El 8 de septiembre pasado, tres hombres —presuntos miembros de la banda Los Tiguerones— amenazaron a un  tribunal penal de Esmeraldas, un fiscal y agentes policiales, durante una audiencia telemática en la que, después de escuchar la sentencia, les dijeron: “ratas, van a ver quiénes somos nosotros”]

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.
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