La desaparición de la abogada María Belén Bernal nos obliga a mirar de cerca lo que pasa al interior de una institución policial, la Escuela Superior de Policía, a la que ella entró la madrugada del 11 de septiembre de 2022. Desde entonces, está desaparecida. No es el primer caso de un posible crimen dentro de una institución de las fuerzas de seguridad del Estado. Las preguntas abundan pero hay dos que son, quizá, las más importantes. La primera es cómo, una mujer que entra a visitar a su esposo en un recinto policial, puede desaparecer sin dejar rastro. La segunda es qué pasa en los cuarteles ecuatorianos.
Las versiones que conocemos hasta hoy dan cuenta de que, al menos una decena de cadetes y oficiales escucharon la pelea entre María Belén Bernal y su esposo, el teniente de la Policía Germán Cáceres. Varios de los policías que han sido llamados a rendir versión dicen también que escucharon golpes y patadas y gritos de auxilio durante la discusión y que después, cuando se hizo silencio, se escuchó un bulto golpear contra las gradas. Es inevitable imaginar lo peor.
Y es inevitable —y profundamente doloroso— preguntarse cómo ningún policía intervino para ayudar a una mujer que estaba pidiendo auxilio. Es inevitable preguntarse, cómo, después de semejante escena en plena madrugada, las actividades en la Escuela Superior de Policía siguieron, como si nada hubiese pasado, en las horas y días siguientes.
Una institución en la que hay cadetes en formación; oficiales y suboficiales de Policía, no debería ser un sitio de riesgo para una mujer que va a visitar a su esposo.
Lastimosamente y a pesar de los enormes esfuerzos retóricos que ha hecho —y sigue haciendo— este gobierno para posicionar la idea de que este es un hecho aislado, provocado por un “mal elemento”, no lo es.
El día en que el Comandante de la Policía, Fausto Salinas, anunciaba que habría una recompensa de 20 mil dólares para quien pudiera proporcionar información sobre el paradero de Cáceres, se llevaba a cabo una audiencia en Quito.
El procesado es el mayor Vinicio Rodríguez, un oficial del Ejército, acusado de haber violado a una mujer civil en mayo de 2017, al interior de un recinto militar. Elizabeth M., la mujer que lo acusa de haberla violado, ha enfrentado, estos días, la angustia de hallar tantas similitudes entre ambos casos.
«Mire lo que pasa ahora con María Belén Bernal. La diferencia es que yo avancé a pedir ayuda y salir. Ellos (los militares), hicieron todo por tapar las evidencias, eliminaron bitácoras, registros, no nos quisieron dar información, lo mismo que hacen ahora con el caso Bernal «, me dijo Elizabeth M., cuya identidad continúa protegida por seguridad, en una breve conversación por WhatsApp.
Tuvo que haber habido una cadena de omisiones —por decir lo menos— para que ocurriera todo lo que Elizabeth relata que sucedió la noche en la que asegura haber sido violada.
Las sanciones menores que recibieron los oficiales involucrados — incluido el hombre acusado de haberla violado, que ha seguido ascendiendo en su carrera—, el silencio institucional e incluso las trabas que Elizabeth denunció haber enfrentado para hacer las pericias, tras la denuncia en la fiscalía, son demostraciones de que la institución permite, omite o mira a otra lado cuando se trata de condenar a uno de sus miembros.
Y aunque este caso ocurrió en un recinto militar, no en uno policial, como en el caso de María Belén Bernal, el sistema es similar en ambas instituciones. Encienden alertas, pues si sus miembros son no deliberantes ni cuando asisten al incumplimiento de normas internas y leyes que rigen sobre todos los ciudadanos, no podemos confiar en su transparencia. ¿Cómo podemos confiar, si quiera, que estas instituciones pueden proteger a los ciudadanos cuando, al parecer, prevalece el espíritu de cuerpo?
Preocupan, también, los abusos que ocurren a la interna y que, por la estructura de esas instituciones, es casi imposible denunciar. Lo estamos viendo con Joselyn Sánchez, la única persona detenida y procesada por la desaparición de María Belén Bernal.
Sánchez es una cadete, en un rango inferior al de Germán Cáceres, que aceptó, según su abogado, los acercamientos del oficial, tras varias semanas de recibirlos. Es un secreto a voces que, muchas veces, las cadetes o las mujeres en rangos inferiores, no tienen otra alternativa que acceder a los avances de superiores, si quieren terminar su formación —que, además, para muchas, es una salida a situaciones familiares también de violencia, pobreza y precarización.
La estructura machista en la que las mujeres que ingresan a formarse allí tienen que ser “protegidas” por un superior para evitar incluso el acoso de sus pares, las obliga, en muchos casos, a aceptar invitaciones, salidas, mensajes y acercamientos indeseados. Si no los aceptan, quedan expuestas a más acoso.
En una relación de poder en la que saben que sus superiores serán sus superiores toda la vida. Así funcionan las jerarquías en estas instituciones. ¿Qué mecanismos se han implementado para prevenir y sancionar el acoso y el abuso hacia las mujeres?
Si no hay siquiera protocolos para garantizar la seguridad de las mujeres que se forman en estas instituciones, no se puede esperar nada cuando las afectadas son civiles. Esas mujeres a las que luego les dirán —como se lo han dicho a Elizabeth y a María Belén—, “¿para qué fueron?”, “¿qué creían que iba a pasar?”.
Los vacíos de seguridad en los casos de Elizabeth y el de María Belén no son únicas. En julio de 2012, en la Comandancia de Sucumbíos, el oficial César Coronel Olivo, fue encontrado muerto con un tiro en la cabeza.
Desde el inicio, la Policía quiso posicionar la idea del suicidio. Para suicidarse, el oficial, habría tenido que disparar con su mano derecha. Coronel era zurdo. Esta es solamente una de las varias irregularidades que hay alrededor de su caso y que permitieron que fuera presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Es inexplicable que, a pesar de que hubo un disparo en la madrugada, cuando varios otros policías estaban en el recinto, ninguno escuchó nada. Nadie vio nada. Nadie supo nada. Como nadie supo tampoco qué pasó con el colchón que fue quemado antes de hacer la reconstrucción del crimen, según contó su familia.Así como nadie sabe por qué las paredes del cuarto fueron pintadas, evitando que las pruebas de luminol pudieran hacerse. O por qué los pisos fueron lavados, borrando toda huella que pudiera ser indicio para determinar qué pasó.
¿Qué pasa entonces en los cuarteles policiales y militares, en donde desaparecen, violan y matan a otros seres humanos?
El blindaje a la institución, al “buen nombre”, y al prestigio no pueden estar por encima de la vida y la integridad de otros seres humanos. El presunto cometimiento de un posible femicidio es demasiado grave como ya lo fue una acusación de violación o una muerte inexplicable.
No podemos esperar más hechos de violencia al interior de los cuarteles para que se empiece a transparentar lo que allí ocurre. Para que las sanciones —cuando se aplican— no lleguen al eslabón más débil. No podemos esperar que se pierdan más vidas y las instituciones sigan aplicando visiones caducas y alejadas de los derechos humanos.
No se puede perder una vida más en un cuartel.
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