¡Hola, terrícola! Hace poco leí en GK que el mundo ha llegado a lo que se conoce como el punto de “sobregiro ecológico”. En breve, significa que hace 3 días, hemos consumido ya todos los recursos naturales que teníamos para todo 2022.
OTROS HAMACAS
Como sabe cualquier persona con una noción básica de finanzas personales, no se puede vivir sobregirado. Pero nuestro crédito ambiental no parece importarnos tanto. De hecho, desde el 2000 nos hemos sobregirado cada vez más pronto. Ese año fue a finales de octubre. En 2015, en cambio, lo hicimos en agosto. Siete años después, hemos agotado nuestra capacidad ambiental de pago el 28 de julio.
Por si se preguntan, Europa es el continente que más recursos consume. Sí, la misma región que este verano padece una severa ola de calor. En el Reino Unido, el evento climático ha sido agravado por el cambio climático, según un estudio del Imperial College London citado por el New York Times.
Cada vez que escribo esta hamaca, lo hago junto a un ventanal gigante, que da al bosque de Guápulo y desde donde se ve el cerro Auqui. En estos domingos de invierno, cuando el cielo de Quito se convierte en el más hermoso del mundo, me pregunto cuánto más vamos a disfrutar de nuestro entorno. Porque el verano ha sido, históricamente, para disfrutar.
En El Reino Unido es un momento feliz del año. La gente sale a las calles de su capital, Londres, semidesnuda y con ganas de recorrer la bellísima y milenaria ciudad. Millones salen a pedalear, caminar y detenerse en pubs y terrazas llenas de flores de temporada para tomar Pimm’s o’clock, un cóctel refrescante y frío conocido genéricamente como summer cup.
Pero en 2022, todas esas salidas han estado marcadas por el peligro del calor. Por primera vez en su historia, la Oficina Meteorológica británica emitió una alerta por calor severo. Cientos de vuelos y viajes en tren fueron cancelados. En el aeropuerto de Luton, uno de los que tiene Londres, fue necesario cancelar las operaciones cuando el calor derritió parte de la pista.
Poco a poco, la naturaleza que ha sido un refugio, se está convirtiendo en una amenaza. Por supuesto, el planeta carece de conciencia, y no responde a un humor, ni a una voluntad. Estas reacciones son producto de las alteraciones que la actividad humana ha causado en nuestros ciclos climáticos.
Estamos lidiando con la fragilidad de los sistemas naturales. Hemos abusado de su capacidad de adaptación y estamos empezando a vivir las consecuencias. En diez y veinte años, si no cambiamos, viviremos en un mundo mucho más hostil.
Pero no estamos perdidos. Todavía hay mucho que hacer. Es vital que lo comprendamos. Porque si nos convencemos de que ya no queda esperanza, no tiene ningún sentido insistir en las advertencias y los llamado de atención. Aún está en nuestras manos cambiar este sino de terror.
Como dice Yuval Noah Harari, no debemos ir “de la negación a la desesperanza”.
Algunas soluciones posibles
Resolver este problema pasa, definitivamente, por un compromiso de muchas aristas: financiero, político, empresarial y tecnológico.
No lo vamos a lograr llevando al mundo a una era preindustrial. Sería una solución malthusiana: estaríamos evitando los efectos del cambio climático pero matando a miles de millones de personas por hambrunas, pobreza, enfermedades y falta de servicios propios de esas épocas.
Lo digo porque hay gente que no parece comprender que la energía es indispensable para sacar a millones de personas de la pobreza. Si en una pequeña villa de África no hay electricidad para mantener prendido un refrigerador, las vacunas que previenen letales enfermedades se arruinarán. Pero eso en, digamos, Mälmo, Suecia, donde la energía eléctrica se da por sentada, quizá sea difícil de entender.
Lo que debemos hacer es apostar por la ciencia, la tecnología y la generación de políticas públicas de alcance planetario, propias de la civilización global que somos. Mientras hacemos eso, debemos establecer formas de ayuda a quienes sean los más vulnerables a los efectos del cambio climático. Y ellos suelen ser, siempre, las personas más pobres.
Ninguna respuesta polarizada, ideologizada, que hable en términos absolutos de “bien y mal”, o “perdición o salvación”, servirá. Serán inservibles porque el mundo es un lugar complejo, que no se puede resolver bajando y subiendo un interruptor, y que va a necesitar de compromisos, concesiones y aceptación de soluciones imperfectas pero viables.
Lo primero que está claro es que necesitamos dejar de quemar combustibles fósiles. Tenemos que cambiar nuestras fuentes de energía. La nuclear es la más limpia que hay. Es, además, muy segura. Aún hay mucha oposición al uso de reactores nucleares, pero la evidencia parece demostrar que lo que la energía atómica tiene es muy mala reputación.
Es hasta cierto punto comprensible. La potencia de la fisión, la lejanía de la fusión, las dos bombas atómicas lanzadas al final de la segunda guerra mundial, y el accidente de Chernobyl están marcados con hierro hirviente en el imaginario colectivo de la humanidad. Parece que es una solución demasiado problemática.
Pero hay mucha información que sugiere lo contrario. “Durante seis décadas, la energía nuclear ha experimentado solo un accidente fatal, Chernobyl en 1986, que causó directamente unas 60 muertes y se le atribuyen miles más con el tiempo debido a la radiación de bajo nivel. Ese es un accidente grave, pero otros accidentes industriales no nucleares han sido peores”, explican Joshua S. Goldstein and Staffan A. Qvist, autores del libro Un futuro brillante: cómo algunos países han resuelto el cambio climático y el resto los puede imitar.
Goldstein y Staffan recuerdan que la falla de una represa hidroeléctrica en China en 1975 mató a decenas de miles. Citan la fuga de gas de Bhopal en 1984, en India, que mató a 4.000 personas directamente, y se estima que 15.000 más con el tiempo. Sin embargo, dicen, “no estigmatizamos a todas esas industrias”.
Pronto espero escribir una hamaca dedicada a la energía nuclear, así que no quiero ahondar en este tema. Pero sin duda, las energías alternativas a la fósil, empezando por la atómica, son parte de la respuesta.
Esta semana, hubo otro momento de esperanza: el acuerdo legislativo ambiental en Estados Unidos. Hubo un consenso en el partido Demócrata, donde uno de sus senadores, Joe Manchin, se negaba a firmar. Pero tras intensas negociaciones, él y el jefe de mayoría Chuck Schumer, llegaron a congeniar.
El acuerdo que aún no es ley pero está muy cerca de serlo, de hecho, ha sido llamado ya el Schumer-Manchin Climate Deal. Si los políticos quieren pasar a la historia, esa debería ser la forma en que lo intenten. Robinson Meyer, que escribe uno de mis newsletters favoritos (es sobre medioambiente y se llama The Weekly Planet, en The Atlantic), llamó al acuerdo “Asombroso”.
Meyer explica que el proyecto de ley es un verdadero “hito”. Según el acuerdo, se destinarán 369 mil millones de dólares en nuevos gastos climáticos. Es la inversión más grande en la reducción de emisiones en la historia de los Estados Unidos.
“Eso es todo. Esta es la verdadera victoria”, le dijo a Meyer Sam Ricketts, cofundador de Evergreen Action, un grupo de expertos sobre el clima. El New York Times dijo que el anuncio del acuerdo “restableció casi instantáneamente el papel de Estados Unidos en el esfuerzo global para combatir el cambio climático”. Es una muestra de cómo el diálogo democrático permite alcanzar grandes consensos. De cuán relevante es la política pública y el rol de los gobiernos en esta lucha.
El acuerdo es tan grande, que quizá valga la pena dedicarle toda una hamaca: incluye créditos tributarios, vehículos eléctricos, la calefacción y enfriamiento de casas y edificios. Pero no quería dejar de mencionarlo como una señal de que el cambio es posible.
Los seres humanos somos capaces de ser, siempre, nuestra mejor versión. Estoy seguro que, a pesar del calor brutal en el hemisferio norte, y la continuidad de las industrias extractivas contaminantes en América Latina, si seguimos fieles a nuestra capacidad de innovación y compasión, podemos vivir en un mundo mejor.