En uno de los parqueaderos del Aeropuerto Mariscal Sucre de Quito había seis carpas blancas, bajo ellas, se guarecían del severo sol del mediodía quiteño, cientos de padres. Hombres y mujeres oteaban con genuina ansiedad el cielo, esperando que aterrizara el vuelo humanitario que traía a sus hijos, evacuados de la Ucrania invadida por la Rusia de Vladimir Putin. “Paz en Ucrania, Paz en Ucrania”, gritaban mientras aguardaban que aterrice el avión que traía a los 246 ecuatorianos —la mayoría de ellos, estudiantes— que escaparon de la zona de conflicto.
El plan, ordenado por la Cancillería del Ecuador, era que a ese estacionamiento sean llevados los ecuatorianos que regresaban —la mayoría de ellos, estudiantes—para no congestionar el área de arribo internacional.
Casi todos tenían en las manos ramos de flores, peluches o pancartas de bienvenida para los hijos que habían logrado huir —y, por ende, sobrevivir— a una guerra. Algunos padres caminaban alrededor de las carpas, intentando mitigar su impaciencia. Las madres alcanzaban a decir unas cuantas palabras — “Al final ya van a estar aquí”, “Casi se congelan”, “No puedo creer que mi hijo esté bien”— pero él llanto las abrumaba.
Las voluminosas ruedas de caucho del Airbus A330 de la compañía World2fly, fletado por el gobierno para repatriar a los jóvenes, tocaron el asfalto de la pista del aeropuerto internacional quiteño a las 11 de la mañana. Pocos minutos después, los jóvenes empezaron a ser trasladados desde la pista hasta el estacionamiento. Iban, de 30 en 30, en los buses de la operadora aeroportuaria.
Todos los padres sabían que sus hijos estaban dentro del avión, que eran parte de los 246 que abordaron el vuelo humanitario. Sin embargo, en sus ojos, frentes y labios se podía ver las marcas de la angustia, la desesperación y la ansiedad porque terminase la travesía que ellos, a más de 11.570 kilómetros, sólo habían podido acompañar por teléfono. Impotentes, habían escuchado que no comieron, que les robaron, que caminaron por horas en el gélido frío de las estribaciones orientales de una Europa, una vez más, aunque inverosímil, en guerra. Una madre dijo que su hija y cuatro amigas más ecuatorianas “estuvieron a punto de ser violadas, quisieron besarlas, les habían mandado mano, dijo la mujer.
Aunque la Cancillería dijo que por cada persona que llegaba en el vuelo humanitario solo podían ir dos personas a recogerlos, además de los padres había muchos abuelos. Esperaban sentados en unas sillas plásticas blancas dentro de las carpas. Casi no se movían, pero estaban atentos cuando aparecía un bus. Estiraban el cuello y el torso, inquietos y emocionados por la posibilidad de que en ese bus estuviese su nieto. Los abuelos eran los más atentos cuando un funcionario de la Cancillería recitaba el nombre de cada pasajero que descendería del bus.
Uno a uno, los jóvenes fueron bajando de los buses que los ponían, por fin, frente a sus padres y abuelos. Se abrazaron, lloraron, se dijeron cosas al oído que eran difíciles de escuchar —pero no de intuir.
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El sol seguía todo poderoso en el cielo azul y absorbente de Quito, pero ya nadie se preocupaba de buscar sombra. Las familias, reunidas, celebraban verse de nuevo pero, sobre todo, porque era un encuentro en paz, lejos de la guerra. Algunos no se habían visto hacía meses; otros hasta cuatros años.
Una joven de unos veinte años, quien traía apenas una pequeña mochila, bajó del bus. Lloraba no solo por la emoción de ver a sus familias, sino por la pena de haber dejado a su mascota. “Todo lo valioso que tenía lo tuve que dejar en Ucrania; lo único importante que iba a traer era a mi perrito, pero lo tuve que dejar con la gente de la Cancillería; ojalá lo traigan”, dijo y prefirió el silencio: “Ya no quiero hablar más: solo quiero olvidarme de esto que he vivido”.
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