Los cuchillos resonaban al unísono en las tablas de picar. Tres mujeres y un hombre, todos voluntarios, picaban infinidad de cebollas blancas y largas, también lavaban y destazaban vísceras de res para darles de comer a los vecinos de La Comuna, uno de los barrios que sufrió el aluvión ocurrido la noche del 31 de enero de 2022, que devastó su comunidad y mató a al menos a 25 personas. 

La casa comunal parece un rompecabezas formado por piezas solidarias. La casa está hecha de adoquín, cemento y se eleva dos pisos que son cubiertos por un techo de zinc. En el segundo piso, un grupo de voluntarios organizan las papas, los plátanos verdes, los brócolis, los embutidos, el pan, las latas de atún que han llegado donados por los quiteños y, en ciertos casos, desde otras ciudades. Poco a poco, los productos organizados adquieren la apariencia de una alacena robusta y generosa —como la gente que ha enviado esos productos. 

Los voluntarios discuten las formas de consumir las frutas y los vegetales que se puedan madurar más rápido. “Hay que hacer sanduches con aguacate y lechuga”, dice un chef voluntario. En el primer piso, hay baños, de donde salen y entran voluntarios a cambiarse de ropa o lavarse las manos, la cara, el cuerpo, embarrados hasta las pestañas de tanto tratar de remover el lodo de las calles. 

A un lado de los baños, está una lavandería de piedra que sirve de mesón: aquí percutían los cuchillos sobre las tablas. Más al fondo, hay un cuarto donde funciona la cocina. Ahí cuatro mujeres ríen y conversan. mientras se organizan para preparar la cena del 2 de febrero. 

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Los voluntarios en la Casa Comunal de La Comuna preparando los alimentos para la cena. Fotografía de Liz Briceño para GK.

Fuera de ese cuarto, en el patio hay dos cocinas industriales, una de tres quemadores y otra de seis. Botan fuego a toda máquina, como si fueran un dragón mecánico, y cuecen los alimentos de las inmensas ollas que supervisa y prueba un chef de ojos azules, también voluntario.

Inés Chiluisa es la dirigente de la Federación de barrios del noroccidente de Quito y una de las líderes barriales encargadas de que la cocina funcione como un reloj suizo para que la comida esté en los horarios adecuados y el hambre no haga mella: 7 de la mañana, el desayuno, 12 del día, el almuerzo y 5 y 30 de la tarde, la cena 

Otra de las funciones de Chiluisa es distribuir la comida a los damnificados y al personal público o particular que trabaja en la recuperación de la zona para rescatar los cuerpos de las personas desaparecidas. “Los voluntarios estamos organizados y coordinados por grupos”, dice Inés Chiluisa. “Hay tres grupos, uno para cada comida del día, y en cada turno hay 20 personas”, dice Chiluisa, quien reconoce que organizar la cocina es un poco complejo porque hay muchas personas unidas en un mismo propósito pero con diferentes capacidades. “A veces es un poco complicado llegar a un consenso”, dice. Pero hasta ahora, siempre lo han alcanzado. Para hacer el menú, la cocina de la Casa Comunal de La Comuna tiene la asistencia de una La Escuela de los Chefs de Quito. Ellos indican —con base a las donaciones que han llegado— qué se preparará y cómo hacer que sea una ración equilibrada. 

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La solidaridad es, también, a veces, es una carrera de obstáculos. “Aunque llevamos la comida en carro, hay lugares que debemos bajarnos, pisar el lodo, hacer cadenas humanas para poder llegar a las casas más afectadas”, cuenta Chiluisa en una pausa a su triquitraque generoso. 

Un voluntario de una organización llamada La Poderosa, que prefiere no ser identificado porque cree que el voluntariado debe ser anónimo, cuenta que el 2 de febrero, hicieron 600 almuerzos. En cada viaje que hacen para entregar la comida en las zonas afectadas, llevan entre 80 y 150 raciones. El hombre —que tendría unos 32 años y el pelo corto y negro— estaba sudado, enérgico y nos dio la impresión de que siempre tenía soluciones para los pequeños problemas que aparecen en situaciones como la de La Comuna. 

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La Casa Comunal de La Comuna es el punto neutral de la solidaridad. Cada una de sus salas y rincones cumplen una función creando una sinergia para aliviar y hacer llevadero el dolor, el hambre y la angustia de su gente. 

La casa está apostada en la calle Humberto Albornoz, que desde la mañana del 1 de febrero se convirtió en un centro de acopio de alimentos, de paquetes llenos de ropa, de costales de alimentos para mascotas, colchones y cobijas. Camionetas y camiones entran uno tras otro para dejar donaciones. Las personas también llegan a pie, dejan sus fundas y se marchan. “Vine a hacer lo que yo pueda”, dice Blanca Asimbaya, una voluntaria que llegó desde El Pinar Alto, un barrio más al norte de la ciudad, mientras le echa limón a una víscera para hacer chanfaina, un plato típico lojano. “Estamos respaldados por tanta gente, por toda la solidaridad, por toda la fuerza”, dice Margarita Ortega, presidenta de La Comuna. 

La gente hace una cadena humana para apresurar el desembarque de la ayuda: pasan las donaciones de una mano a otra. El salón más grande de la casa comunal de La Columna es la capilla ardiente para el adiós a Rosa Guamán y Johana Iza, dos víctimas del aluvión. Abuela y nieta, eran buscadas desesperadamente por sus familiares desde la noche del 31. Sus cuerpos fueron encontrados bajo el lodo y los escombros.

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La sala donde velaban a las dos mujeres que fallecieron en aluvión. Fotografía de Vanessa Terán para GK.

Las tragedias son la oportunidad para mostrar la solidaridad, la empatía de la gente. En Quito, en Ecuador no se sentía tanta solidaridad desde el terremoto en Manabí en 2016, cuando todo el país movilizó toneladas y toneladas de ayuda para los damnificados del sismo que dejó más de 700 muertos.

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La solidaridad en La Comuna se multiplica por metro cuadrado. Una cuadra más abajo de la casa, Claritza Portillo, convirtió a su pequeño restaurante, La Patrona, en un centro de acopio. 

Desde el 1 de febrero, en el restaurante ella y otros vecinos reciben ropa y alimentos. Sobre las mesas no están las arepas, hamburguesas ni las papas fritas que servía antes del aluvión, sino montañas de ropa donada para niños y adultos, hombres y mujeres. 

Las manos ligeras de Claritza Portillo escogen ropa para una mamá que pide prendas para su hijo de 10 años. “Hacemos todo lo que está en nuestras manos”, dice Portillo, alistándose para recibir a las personas que buscan ayuda y hacen una fila fuera del local. “Ayer se repartieron como 200 sopas”, dice con satisfacción. Portillo se refiere al primer día de la entrega de la ayuda humanitaria. La solidaridad es un plato de sopa caliente. 

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El local de Claritza Portillo. Fotografía de Mayuri Castro para GK.

Claritza Portillo dice que han preparado vasos de avena para repartir a los policías, los trabajadores que están moviendo el lodo o a cualquier persona que esté colaborando para limpiar las calles. Portillo dice que la avena va acompañada de pan que les han regalado de las panaderías del barrio. “De verdad estamos haciendo un trabajo bien bonito en medio de esta situación tener este local nos ha permitido ayudar”, dice. 

Margarita Ortega, Inés Chiluisa, Claritza Portillo y otros voluntarios tienen una sola visión: que el barrio en el que han vivido por años, se recupere, vuelva a tener el mismo brillo comercial y el ruido de los carros y los transeúntes de toda la vida. Margarita Ortega reflexiona: las vidas no se podrán recuperar pero las donaciones que han recibido al menos servirán para dar un poco de alegría al corazón de los damnificados en estos momentos de incertidumbre.  Inés Chiluisa dice que los voluntarios trabajarán a este ritmo durante los próximos siete días. Luego evaluarán la situación, para seguir ayudando de otras formas. 

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Mayuri Castro y Liz Briceño
Mayuri Castro y Liz Briceño son reporteras de GK.

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