El cuarto que Lorena Bósquez había decorado para su hija Adriana*, su “nena” de tres años, ya no existe. Donde antes había juguetes y ropa pequeñita, ahora hay palas de hierro que un grupo de amigos de la joven madre hunde una y otra vez para sacar las olas de lodo, palos, troncos, vidrios y piedra que destruyeron su casa, en el sector La Comuna, la zona cero del demoledor aluvión que ha dejado a una Quito ya debilitada, aún más rota. 

“¡Hey, con tanta fuerza podemos hacer un equipo de fútbol!”, dice uno de los jóvenes voluntarios que saca el lodo del departamento de dos cuartos de Lorena Bósquez, para intentar que la tragedia pese menos. Pero ella está en silencio: solo atina a mirar a las paredes, enlodadas todas, casi hasta el techo. Toca una de las columnas deshechas, lleva la mano derecha a su pecho y, aunque intenta contenerse, sus ojos estallan de nuevo. Llora con los suspiros ahogados. “No me ha quedado nada. Todas las ventanas rotas, las puertas, la cocina, los muebles…ya nada sirve”, dice Lorena Bósquez. Es verdad: en La Gasca no queda nada. 

No ha dormido un día entero —al igual que los rescatistas que siguen buscando gente (a esta hora, solo cadáveres) sepultados por el lodo—, pero se niega a cerrar los ojos. Espera que, con los trabajos de remoción de escombros, haya algún artículo que salvar, un recuerdo de lo que fue el hogar que construyó para ella y su pequeña hija. 

Lorena Bósquez

Lorena Bósquez en la que fue su casa destruida por el aluvión del 31 de enero de 2022. Fotografía de Vanesa Terán Collantes para GK.

En 2018, Lorena Bósquez llegó a La Comuna Baja, uno de los barrios altos de las laderas del Pichincha. Decidió que en ese lugar, con sus callecitas angostas y pobladas, viviría y vería crecer a Adriana. También, cuenta Lorena Bósquez, le gustaba la cercanía con la naturaleza y su familia. 

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Barrios como el suyo, La Gasca y Pambachupa, golpeados por el aluvión, son residenciales, pero además son familiares. Son miniciudades con calles laberínticas donde los parques y las canchas siguen siendo el punto de encuentro para jugar fútbol, cartas, o tomarse una cerveza, mientras en la cancha se decide quién es el as del ecuavolley, una versión nacional del volleyball. 

A Lorena Bósquez siempre le gustó aquel ambiente, donde no había silencio. La “bulla” en el barrio, como dice, era habitual. Y la escuchaba a diario: ella vivía en la casa asentada frente a la cancha de ecuavoley poblada de plantas y bancas, de la que hoy solo queda una pequeña tribuna enlodada y escombros. Miembros del Ejército ecuatoriano y unidades tácticas de rescate han trabajado más de 20 horas para sustraer aquel bolo de montaña que hundió a más de un vehículo en la cancha. 

Lorena Bósquez solía ver a sus vecinos sentados en esas bancas. Tenían la algarabía desbordante de quienes quieren ganar: la tarde del aluvión, se disputaba la final del torneo del barrio. Ahora, se alista para despedirlos: al menos 50 personas, relatan los habitantes de La Comuna, estaban jugando y disfrutando del partido en aquella cancha la tarde del desastre. Muchos de ellos fueron arrastrados por el aluvión y, hasta las ocho de la noche del 1 de febrero de 2022, se han confirmado 24 muertos, 48 heridos y 12 personas que aún siguen desaparecidas. Entre las víctimas, también hay niños y adolescentes que no lograron escapar. Hay también mascotas heridas que sobrevivieron, otras muertas. Muchas aún no logran ser rescatadas.

Aquel barrio festivo, alegre y comunitario, es la zona cero de la tragedia que llora a sus muertos y que desconoce el destino de los sobrevivientes. 

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El desastre no tuvo víspera. Lorena Bósquez estaba en su departamento y había llegado de trabajar a las seis de la tarde. La pequeña Adriana no estaba en casa, sino con su padre. “Me fui a cambiar y me estaba desinfectando en el cuarto de mi nena, cuando comencé a escuchar muchos gritos desde la cancha. Eran gritos desesperados de auxilio. Yo solo alcancé a ponerme la blusa de nuevo antes de que las ventanas del cuarto de mi hija estallaran. No sé cómo logré salir de ahí”, relata. No hubo tiempo para llamadas, guardar artículos, ni salvar nada. 

Wilson Sigcho

Wilson Sigcha es habitante del barrio La Comuna y él, junto a otros vecinos, amigos y familiares, remueve los escombros y el lodo que invadió la casa de Lorena Bósquez. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK

La casa de Lorena es pequeña: tiene dos cuartitos de tres por tres metros cada uno, la cocina y la sala. Para poder salir desde la habitación de Adriana, necesitaba cruzar la puerta y caminar al menos seis pasos. Pero en medio de la emergencia, parecía imposible. Pasaron dos minutos, recuerda Lorena Bósquez, y su departamento entero estaba ya lleno de troncos y botellas, latas, picos, basura, piedras. 

Pese a las labores de remoción, al mediodía del 1 de febrero, el lodo en la casa de Lorena Bósquez aún nos daba hasta la rodilla. Caminamos junto a ella y nos enseña cómo logró salvarse. “Mire: yo me salí agarrando de los alambres”, dice. “Y me abracé a esa pared”, cuenta señalando a una salida de la casa que ahora está llena de escombros. “Pensé que iba a morirme. Un carro se golpeó y mi puerta se atrancó”, dice Lorena Bósquez. En ese momento, se lanzó por la pared que da a la calle. Por esa misma puerta Vanessa Terán, directora de fotografía de GK, y yo, tuvimos que lanzarnos para entrar a su casa. “Luego intenté correr”, recuerda Lorena Bósquez. 

Antes de salir de su departamento, Lorena intentó salvar a su perro. Pero se lo llevó el agua. Durante horas pensó que murió hasta que, en horas de la mañana, lo encontró llorando sobre una cama —una de las pocas cosas que, aunque destruida, se mantuvo en pie, en el segundo cuarto.

Lorena Bósquez no sabe si hubiese podido sobrevivir si su hija hubiese estado junto a ella ese día. Con las pocas fuerzas que guardó, logró correr por la calle Antonio Herrera, a donde también llegó el aluvión, para refugiarse en la casa de su hermana.

Mientras avanzaba, vio cómo su hermano, que iba en un camión con sus tres hijas, era arrastrado por la demoledora masa, intentando maniobrar para no morir. “Se chocó, pero, gracias a Dios, está bien. Herido sí, en el hospital Eugenio Espejo, pero con vida”, cuenta aliviada. 

La desesperación de Lorena Bósquez y su familia era la que también sentían decenas de otras familias. Aquel aluvión, que desbordó al colector de agua El Tejado, en las laderas del volcán Pichincha, bajó sobre todo por la avenida La Gasca, donde la gente corría con todas sus fuerzas para poder salvarse. El desastre natural arrasó con carros, postes, casas, paredes, como si fueran hojas secas. Mató a animales, quebró árboles, derrumbó contenedores de basura, sepultó a personas, inundó viviendas, que quedaron anegadas por el lodo y el dolor. 

Voluntarios aluvión

Familiares, vecinos, rescatistas y voluntarios ayudan con las tareas de rescate y excavación en los barrios después del impacto del aluvión. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

Su cauce se extendió hasta 2 kilómetros calle abajo, desde que se desbordó, hasta la avenida América. Y no tuvo una, sino dos rutas: fue por la calle Berrutieta y la avenida La Gasca, pero también por la calle Lizarazu con Núñez de Bonilla. En aquellas avenidas, hasta ahora los vecinos, con pala y palos en mano, siguen buscando a sus familiares, a sus mascotas. 

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Antes de que las autoridades locales se pronunciaran, toda Quito estaba enterada de la emergencia: a los celulares llegaban los gritos de auxilio de los vecinos, las fotografías de desaparecidos se replicaban, como la de Wilmer Moreira. Hoy, mientras iba a la zona cero, su familia me confirmó que sus restos fueron hallados a las nueve de la mañana.

Aquellas familias, que hoy lloran a los suyos sin entender por qué, también exigen respuestas. Aunque la versión oficial del Municipio dice que la causa del aluvión fue la lluvia, que habría alcanzado los 75 litros por metro cuadrado —es decir, que por cada mil metros cuadrados había la misma cantidad de agua que en una piscina semiolímpica—, los vecinos de La Comuna recuerdan que no es la primera vez que la zona se ve vulnerada por un fenómeno natural de esa magnitud. 

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Además, expertos como Jorge Bustillos, docente investigador de Geología de la Universidad Central del Ecuador, esbozaron otras posibles causas. Él explicó que la principal fue que el agua —acumulada por el día y medio de lluvias— no tuvo por dónde fluir. “Naturalmente [el agua] tiene las quebradas, pero a lo largo de la zona occidental de Quito hay muchas quebradas que están rellenadas”, reflexiona Bustillos. Por el crecimiento urbano y no planificado de la ciudad, aquellas quebradas ya no existen. Incluso para el joven comandante Santiago Guevara, quien estaba realizando labores de rescate y evacuación en La Comuna, el aluvión, luego de haber explorado la zona, se debe “a la mala construcción, mal relleno de las quebradas”. 

Santiago Guevara

El comandante Santiago Guevara, quien ha colaborado con las labores de rescate y evacuación. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

Los habitantes de la zona necesitan respuestas certeras. Pese a que el Municipio ha dicho que no es posible otro aluvión, los vecinos sienten incertidumbre y temor. 

No quieren más muertes. Aún no han logrado despedir a sus vecinos, que en féretros son velados en el salón principal de la casa comunitaria de La Comuna. 

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A menos de 70 pasos de la casa de Lorena Bósquez, otro hogar ha sido destruido: el de Lisbeth Chalco. La joven de 22 años aún está en shock, pero intenta sonreír. Su casa, armada de dos pisos, ha quedado en la nada. 

Más de 15 militares entran y salen, con los uniformes embebidos en lodo, con las manos llenas de ampollas por la fricción de las palas. No es fácil entrar: hay tantos escombros que no se sabe si caminamos sobre un mueble, un televisor, un tronco, o un contenedor de basura. Y es tan alto el nivel de la masa, que casi podemos tocar el techo. Lo que no se ha borrado son las fotografías familiares de Lisbeth, aquellas que la retrataban cuando niña, en el colegio, junto a sus padres y a su hermanita. 

Es difícil imaginar cómo Lisbeth Chalco, luego de sobrevivir al aluvión, que casi la sepulta junto a su prima de once años, volvió a su casa para rescatar a sus cuatro mascotas, un perrito llamado Rufo y tres gatos: Príncipe, Niña y Niño. “Ellos son lo más lindo que tengo en la vida. No, no les iba a dejar morir así”, me cuenta Lisbeth Chalco, mientras ambas observamos cómo de a poco van demoliendo su casa. 

Lisbeth Chalco

Lisbeth Chalco, de 22 años, perdió su casa, ubicada en la zona cero del aluvión. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

Ella estaba en la calle, caminando de la mano junto a su prima pequeña, cuando el aluvión las sorprendió. “Escuché el choque de dos carros, así sonó para mí. Cuando regresé a ver, solo vi una masa enorme de palos, de árboles, de cables, de postes. Solo pudimos correr. Y nos caímos tantas veces, pero queríamos salvarnos. Mucha gente nos ayudó, sin ellos no hubiésemos podido”, dice Lisbeth Chalco, aún en shock. 

Está nerviosa y sonríe para hablar. Dice que el aluvión es una de las experiencias más dolorosas que ha vivido, pero cuando estuvo a salvo, solo pensó en sus cuatro mascotas. Para ella siempre han sido su familia, sus compañeros de vida. 

Retrato familia Chalco

Una fotografía familiar resistió en la casa de Lisbeth Chalco, destruida por el aluvión. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

Por eso, pese al riesgo, decidió ir, junto a su primo, hacia su casa a las ocho de la noche. Su madre, por suerte, no estaba en casa. El lodo les llegaba hasta el cuello, pero los escuchaba llorando. Rufo, Príncipe y Niña estaban bien. Pero Niño no. Luego, por redes sociales, supo que un hombre lo rescató y pronto irá a verlo. 

Aquella sobrevivencia aún la sostiene porque, dice, ha perdido todo. “Tú ves: solo pudimos salvar unas sillas, unos cuadros, poca ropa. Ya no tengo computadora en qué estudiar. Ya no tengo casa”, dice, mientras señala el que era su cuarto, perforado más de un metro para poder drenar el lodo. “Nos duele mucho, porque es el esfuerzo de toda una vida, ya no tenemos nada que hacer aquí”, dice Lisbeth Chalco. 

Militares en el aluvión

Militares continúan con las labores de remoción de escombros en la casa de Lisbeth Chalco. El impacto del aluvión tuvo daños graves en la propiedad. La masa de escombros, piedras y lodo aún desbordaba la casa. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

Pero está viva. “No sabe la impotencia que sentí de no poder ayudar más, de ver cómo la gente se iba arrastrada, de cómo personas estaban enterradas o atascadas en vehículos con sus piernas atascadas”, dice Lisbeth Chalco. “Y también fue lindo ver cómo todos nos ayudamos. En este barrio somos unidos y, sin embargo, ha sido muy doloroso”, dice Lisbeth Chalco. 

Lorena Bósquez aún solloza. No logra asimilar lo que ha pasado. Pero ni Lisbeth Chalco ni Lorena Bósquez  se apartan del barrio de su vida. Observaban cómo tres grúas llegan para llevarse a los carros destruidos, los sofás desvencijados, las televisiones reducidas a escombros, los peluches decapitados, los portarretratos vueltos trizas, aquellas cosas que también son los recuerdos de la memoria de una familia. Lisbeth Chalco aún no sabe dónde dormirán ella y su familia. Pero prefiere no pensar en ello todavía. Prefiere repetirse la realidad, como consuelo y confirmación: “Estamos vivos, estamos vivos”.

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Tres grúas llevan los escombros, recuerdos y objetos de las familias evacuadas. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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