Este ha sido el año más violento en las cárceles: más de 300 personas han muerto en masacres y nos ha obligado a regresar a ver a aquellos seres humanos estigmatizados como residuos de una sociedad indolente. Lo que nos negamos a ver es que el sistema está estructurado de tal manera que cualquier persona puede terminar en la cárcel. 

Ejemplos sobran: un taxista recogió a un pasajero para llevarlo al aeropuerto y resultó que en el equipaje de su cliente había cocaína. Condenaron al taxista a 14 años de prisión. A un hombre le robaron sus documentos con los que se matricularon vehículos que transportaron drogas. El hombre fue enviado a una cárcel de máxima seguridad. Otra mujer vendió su carro, en un apuro económico. Quien se lo compró era parte de una banda de narcotraficantes y el dinero era ilícito. La mujer estuvo presa por varios meses. Los tres estuvieron presos por motivaciones cuestionables: ninguno era parte de las organizaciones criminales ni estaba participando activamente de los ilícitos. Eran inocentes y ciudadanos que no tenían la intención de cometer ningún delito e igual terminaron en una celda de las macabras prisiones ecuatorianas.

No es difícil imaginarnos a nosotros mismos o a nuestros seres queridos en una situación similar: un tío que tiene una bodega y termina utilizada para fines ilícitos, un primo que vende un departamento y lo compra alguien buscado por la policía —hay un sinnúmero de situaciones que podría uno imaginar. Solo así, si fuésemos nosotros o un ser querido cambiaríamos la mirada sobre lo que sucede en las cárceles.

Incluso hay gente presa por ser responsable de un delito menor, como Freddy Salas, quien atropelló a un peatón en Guayaquil, que estuvo hospitalizado y sobrevivió. Salas fue condenado a cinco años de cárcel. Un accidente que podría tener cualquier persona que esté detrás de un volante. 

Están también aquellos que entraron a la cárcel sin siquiera tener una condena en firme: John Campuzano, un contador que cumplía una prisión preventiva por un delito relacionado al mercado de valores en el caso conocido como Ecuagran, y que fue asesinado en la última masacre. O Abraham Muñoz, vinculado a una venta irregular de insumos médicos de hospitales públicos de Guayaquil, que murió en la misma masacre. 

Sus historias nos presentan los matices que el estigma no nos permite mirar. Y eso no quiere decir que quienes cometieron delitos no deban purgar sus condenas; al contrario, deben hacerlo y el Estado debe garantizar que lo hagan en condiciones de respeto a sus derechos humanos y dentro de un proceso de verdadera rehabilitación. Eso no se puede garantizar cuando la violencia se adueña de las cárceles: entre 2019 y 2020, los homicidios intencionales pasaron de 32 a 51, según datos oficiales. Casi la mitad ocurrieron en Guayas. Este año, esa cifra aumentó casi seis veces.

Y no es solamente un número. Son vidas. Son historias que dejan secuelas en sus familias y en una sociedad para la que, muchas veces, es más fácil deshumanizar a los presos que aceptar que hemos fallado como ciudadanos cuando unas vidas valen más que otras. 

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Además, el abuso de la prisión preventiva y el enfoque punitivista, reforzados con la aprobación de las reformas del Código Orgánico Integral Penal (COIP) de 2014, ahondan las posibilidades de caer en prisión.

El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos  (CIDH)  de 2017 refuerza lo que ya había dicho en 2013: la prisión preventiva va en contra de la presunción de inocencia y, por lo tanto, debe aplicarse como excepción. “La aplicación arbitraria e ilegal de la prisión preventiva es un problema crónico en la región”, decía el informe y presentaba las medidas para reducir su uso. En el Ecuador, muchos (incluidos jueces y fiscales) entienden a la prisión preventiva como una forma de condena anticipada. 

En 2008 se aprobó la Constitución de Montecristi, presentada como garantista, y apenas tres años después se le hicieron las primeras reformas. Una investigación académica de Ramiro Ávila, abogado de derechos humanos —hoy juez constitucional— dice que con esas reformas se aplicó una mirada “punitivista y eficientista”. Es decir, se empezaron a aplicar normas más propensas al castigo y a la evacuación rápida de procesos. Dice que “se quitó la excepcionalidad de la privación de libertad, se restringieron las alternativas a la privación de libertad y se estableció que sólo se aplicarían en los delitos menos graves.” 

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En 2014 se aprobó el Código Orgánico Integral Penal (COIP) que, según Ávila, tiene dos caras, una que reconoce derechos y garantías, y la otra también “punitivista y eficientista”. 

Y eso se ve reflejado en la cantidad de gente que está en una cárcel con prisión preventiva: 49%. Es decir, que se presume que 5 de cada 10 personas en una cárcel cometió un delito. Pero es posible que no lo hayan hecho. Y aún así están presos. Y aún así, pueden morir mientras la justicia lo decide. 

Es hora de mirarnos al espejo y reconocer que también podríamos estar en riesgo de terminar en una cárcel. Y que eso no nos convierte en unos monstruos. Lo que sí puede deshumanizarnos es pasar por una prisión que no garantiza nuestros derechos como seres humanos. Una prisión en la que la única ley es la de la violencia, el crimen y la extorsión es el mejor caldo de cultivo para deshumanizar a cualquiera porque si no hay un sistema que garantice los mínimos accesos a salud, alimentación y dignidad, la violencia se convierte en un mecanismo de supervivencia. Y eso en un Estado de derecho es inaceptable.

Nosotros, los que estamos fuera, no podemos desentendernos de lo que pasa adentro no solo porque difícilmente cualquier ser humano está exento de cometer un delito sino también porque una verdadera democracia debe garantizar la vida de sus presos. 

Incluso de los que cometieron delitos graves, que dejaron víctimas y heridas profundas, porque garantizar el cumplimiento de sus penas es también una forma de luchar contra la impunidad. Y, al contrario, si el Estado permite que la violencia siga escalando, si los ciudadanos nos volvemos indolentes ante ella, no tendremos posibilidades de disfrutar de la paz, ni siquiera fuera de los muros de las cárceles. 

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María Sol Borja
Periodista. Ha publicado en New York Times y Washington Post. Fue parte del equipo finalista en los premios Gabo 2019 por Frontera Cautiva y fue finalista en los premios Jorge Mantilla Ortega, en 2021, en categoría Opinión. Tiene experiencia en televisión y prensa escrita. Máster en Comunicación Política e Imagen (UPSA, España) y en Periodismo (UDLA, Ecuador). Ex editora asociada y editora política en GK.

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