Este contenido fue publicado originalmente en Mongabay Latam
Jorge Larrea compró La Envidia por 75 mil sucres que, al precio de hoy, serían 3 dólares.
En ese tiempo, hace unos 45 años, La Envidia no se llamaba así. Era una finca sin agua, de un suelo pedregoso que apenas daba frutos, quedaba demasiado lejos y su acceso era un angosto y largo camino de tierra. Por todas esas razones, aquellas 22 hectáreas le parecían al antiguo dueño un esfuerzo inútil. Pero a Jorge Larrea ninguna de esas incomodidades le importaron. Recibió la tierra con todo lo que había dentro, caballos y gallinas, y a cambio entregó su barcaza.
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Bautizó la finca con diferentes nombres. Porque a don Jorge Larrea le gusta ponerle nombre a las cosas. La llamó Los Algarrobos y también Las Tres Marías, en honor a sus tres hijas. Pero no fue hasta varios años más tarde, cuando la finca se convirtió en una propiedad bonita y productiva, que la bautizó definitivamente como La Envidia.
Razones hay varias. Tiene, además de café, un bosque de papayas, toronjas, naranjas, guineos y plátanos. También tiene un aguacate que, por la forma de sus frutos, como pequeños monumentos al sexo masculino, don Jorge Larrea lo bautizó como “el aguacate malcriado” y las señoras se sonrojan y ríen a carcajadas cuando se enteran del apodo que lleva el árbol.
Es además la finca que tiene más guayabillos en relación a su extensión, un árbol que solo existe en las islas Galápagos. Y en medio de los cafetales se pasean las tortugas gigantes durante la temporada en la que viajan desde las alturas de la Isla Santa Cruz hasta las zonas bajas, cerca del mar, para reproducirse.
Jadira Larrea, una de las tres marías de don Jorge, es la encargada de administrar el cafetal. Hace años decidió adaptar el manejo de la finca para no interferir con el tránsito de las tortugas. A sus 40 años y toda la vida viendo a estos animales, Larrea todavía se sorprende ante su imponente tamaño. Las reconoce a lo lejos, casi inmóviles y camufladas en el cafetal, se acuclilla para observarlas en silencio, sonríe, coge su teléfono y las fotografía una vez más.
El viaje de las tortugas
En la época de invierno, las tortugas bajan desde las zonas altas de la isla de Santa Cruz, hacia las zonas bajas, más cerca del mar, para reproducirse. Durante su largo y lento transitar, cruzan numerosas fincas, principalmente productoras de café, como La Envidia. En ellas, las tortugas se alimentan de lo que encuentran, incluyendo las plantaciones de hortalizas que los agricultores suelen tener además de los cafetales. Es por eso que “cuando esto se empezó a poblar, las personas empezaron a hacer muros de piedra muy grandes para no dejar pasar a las tortugas”, cuenta Jadira Larrea.
Washington Tapia es investigador de Galapagos Conservancy, una organización que, junto al Parque Nacional Galápagos, desarrolla investigación y acciones de manejo para garantizar la conservación de todas las especies de tortugas que habitan en el archipiélago. Según explica, interrumpir con cercos las rutas migratorias que estos animales realizan para reproducirse, puede afectar su estado de conservación, considerando que además de dificultar el encuentro entre machos y hembras, las tortugas necesitan realizar más esfuerzo para recorrer más camino lo que puede derivar en la gestación de huevos infértiles.
Afortunadamente, cada vez son más los agricultores que han decidido implementar prácticas amigables con las tortugas como, por ejemplo, cercar solo el área donde se encuentran las plantaciones que puedan ser afectadas, pero no toda la finca. “Hace 30 años atrás era impensable que los agricultores vieran un beneficio con la presencia de las tortugas, pero los tiempos van cambiando y muchos han visto que son beneficiosas”, dice el experto.
En efecto, estos animales ayudan a mantener los cafetales limpios porque devoran toda la maleza que crece alrededor de las plantas y esto, a su vez, les permite a los productores tener mayor control de ciertas plagas como, por ejemplo, las hormigas.
“Es muy fácil identificar las madrigueras cuando el cafetal está limpio”, explica Jadira Larrea, y eso permite aplicar el insecticida de manera puntual en lugar de fumigar toda el área. “Es un sistema focalizado y, si bien tiene impacto, no es tan fuerte como si la fumigación se hiciera de manera generalizada”, asegura.
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Aunque cada vez hay más gente interesada en desarrollar una agricultura orgánica que utiliza métodos de control de plagas no agresivos, “el problema es siempre el costo”, dice Tapia. “Si en mi finca tengo mora (una planta invasora) y quiero ser amigable con el ambiente, la elimino manualmente. Pero eso no es amigable con mi bolsillo, mientras que si lo hago con herbicidas el costo va a ser mucho menor”, explica el experto. El problema, además, es que no existen subsidios para que los productores puedan amortiguar el costo que implica la sustentabilidad. “Por eso la mayoría de los productores hacemos una combinación”, cuenta Larrea. En el caso de la mora, en La Envidia ya no se utilizan herbicidas para acabar con ella, sino motoguadañas (máquinas cortadoras). Lo que hacen estas máquina en una semana con machete se hace en dos, por lo que el costo de la hora hombre es más eficiente y aunque su funcionamiento implica emitir dióxido de carbono, se evita contaminar el suelo con herbicidas.
“Poco a poco los productores nos hemos ido dando cuenta de que es posible volver a tener una producción agrícola más sustentable y amigable con el ambiente”, asegura Jadira Larrea. Además, los dueños de las fincas entendieron que era posible obtener beneficios económicos adicionales cuando un grupo de agricultores comenzó a ofrecer servicios turísticos para observar tortugas. Al ver que funcionaba, el modelo se multiplicó y la cantidad de productores que ofrecen la experiencia ha ido creciendo.
El café de Galápagos, por su parte, producido de manera sustentable con certificaciones que dan cuenta de buenas prácticas ambientales, poco a poco se ha ido abriendo paso a los mercados extranjeros.
La cooperativa de cafetaleros
Jadira Larrea se ocupa del cafetal de La Envidia y es lo que más ama. En ese pedazo de tierra construirá un día su casa y sabe exactamente dónde.
—¿Ves esa casa que está ahí?
—¿Cuál?
—¡Esa! es mi casa imaginaria.
También sabe cómo se llamará el libro que escribirá acerca de la dura infancia de sus padres y el satisfactorio fruto de ese sacrificio: “Café con sabor a chocolate”. De acuerdo con sus planes, ya tendría que haberlo escrito, pero no lo ha hecho porque, en el camino, su entusiasmo la ha embarcado en distintas labores a la vez.
Es gerente de la cooperativa de producción cafetalera de las islas galápagos y aunque su café, el de La Envidia, no se exporta porque tiene el grano muy pequeño, sí ha logrado que el de otros socios de la cooperativa, que tienen certificación de ser amigables con el medio ambiente, llegue a los mercados de Estados Unidos y Japón.
“Yo estoy sumando a esa marca llamada Café de Galápagos y sé que en algún momento algo de ese beneficio va a llegar a mí”, dice.
Es también la encargada de la dirección de desarrollo productivo y sostenible de la municipalidad de Santa Cruz. “A mí me encanta la política y cuando me hablaron de las posibilidades de estar en esta dirección, pensé que podría trabajar más por el sector productivo, ayudarlo y potenciarlo”, explica. Su optimismo siempre va por delante, por eso dice que aunque “es supercomplicado producir en Galápagos por la formación de la tierra, que es roca viva por todos lados, no es imposible”.
En ese camino, la pandemia jugó a favor de la agricultura en Galápagos porque “demostró que el agro, la pesca y cualquier sector productivo te va a dar de comer”, cuenta Larrea. Durante meses el archipiélago, acostumbrado a recibir unos 250 mil turistas al año, cerró sus fronteras para impedir la propagación del COVID-19. La economía, basada principalmente en el turismo, se detuvo casi por completo y el trueque volvió a instalarse en la sociedad galapagueña como única manera de obtener comida. Agricultores y pescadores se convirtieron, al menos durante un tiempo, en los héroes del lugar.
Sandra García, especialista en agricultura sostenible de la organización Conservación Internacional, asegura que el sector turístico siempre se mostró reacio a las ordenanzas que prohíben la importación al archipiélago de ciertos productos como el yogurt y el café. “Por qué nos restringen”, cuenta García que decían. Pero “vino la pandemia y valoraron eso. Alguna vez le escuché a alguien del sector turismo que al principio era súper reacio y no aprobaba estas ordenanzas, decía que era lo peor que pudieron haber hecho, pero después de la cuarentena hizo comentarios positivos”, cuenta.
Las amenazas persisten
“Aunque hay algunos agricultores que efectivamente han implementado prácticas amigables con las tortugas, también hay otros que todavía ponen cercas impasables para ellas o con alambres tan fuertemente templados que las dañan”, cuenta Tapia.
También existen productores, asegura el experto, que llenan artificialmente sus lagunas para mantenerlas llenas de agua todo el año y así lograr que las tortugas permanezcan en sus fincas y tener un flujo de turistas permanentes. Eso, a la larga, genera un problema de cambio de comportamiento que daña a la especie.
Si las tortugas tienen agua y alimento todo el tiempo, los machos ya no necesitan ir a las zonas bajas de la isla por lo que no se encuentran con las hembras que se ven obligadas a subir para que haya reproducción. Asimismo, si tanto machos como hembras permanecen en las fincas y allí copulan, las hembras de todos modos bajarán a los sitios de nidificación para desovar y el gasto de energía que implica el traslado podría dar como resultado huevos infértiles. “Ya hemos registrado individuos que viven todo el tiempo en torno a unos ranchos y no bajan. En un largo plazo esto podría afectar la reproducción”, dice el científico.
Pero además existen otros impactos. “Las tortugas están cambiando su dieta porque en las fincas tienen acceso a frutas, pero no pueden digerir la glucosa lo que a la larga va a afectar también su salud”, explica el experto. Además, pueden consumir hierbas y plantas con herbicidas y si comparten el agua y los espacios con animales domésticos pueden adquirir sus parásitos. “Es todo un círculo de implicaciones donde ahora mismo no se ven los impactos pero que se va a ir acumulando y va a llegar un momento en que se va a convertir en un problema”, asegura.
Es por ello que en 2019 el Parque Nacional Galápagos emitió una resolución que obliga a los finqueros que ofrecen servicios turísticos a tener un mejor manejo de los animales silvestres. “Obviamente una cosa es emitir la resolución y otra cosa es implementar. Están en el proceso de hacerlo, pero por lo menos ya existe la normativa”, dice Tapia. De hecho, los ranchos que el científico ha visitado últimamente y que ofrecen turismo con tortugas “ya tienen un guía naturalista guiando a los grupos, ya no hay gente trepando sobre las tortugas”, cuenta. Sin duda es un progreso, dice, pero “será un proceso que llevará su tiempo, porque aunque el parque tuviera 3 mil funcionarios no podrían estar en todos los sitios al mismo tiempo”, asegura.
Según un estudio realizado por la organización científica Giant Tortoise, las tortugas pasan un promedio de 150 días al año en tierras privadas, utilizando un máximo de 24 fincas diferentes cada año. Como conclusión, la investigación sostiene que “el uso de múltiples granjas bajo múltiples usos de tierra diferentes por una sola tortuga indica que encontrar soluciones compartidas para la conservación de las tortugas y la mitigación de conflictos en la isla de Santa Cruz requerirá de la cooperación en toda la zona agropecuaria”.