Bernarda Robles confió en el Estado. Y el Estado le falló. Primero, desde la Defensoría Pública. Después, desde la Fiscalía. “Me negaron el recurso de hecho, no vamos más. #CasoRanaSabia”, tuiteó, al mediodía del viernes 15 de octubre, Robles, quien hace dos años denunció al fundador de la corporación cultural Rana Sabia, Fernando Moncayo, por violación sexual. A las 11:45 de la mañana, la Corte Provincial de Pichincha negó el recurso que habría permitido que Robles apele la sentencia que sobreseyó a Moncayo —es decir que lo liberó de toda acusación y ratificó su inocencia. 

La negativa del recurso de hecho se fundamentó en que la apelación al sobreseimiento de Moncayo no se hizo a tiempo. Dos instituciones estatales eran las encargadas de presentar ese recurso de forma oportuna: la Fiscalía y la Defensoría Pública, que patrocinaba a Bernarda Robles. Fue la última cuenta de un triste rosario de errores estatales que han permitido que una denuncia de violencia sexual no recorra de forma completa el sistema judicial ecuatoriano. 

El recurso de hecho se interpone cuando un juez niega los recursos “oportunamente interpuestos”. En este caso el que se presentó tarde fue la apelación que habría permitido que el caso se discuta ante una sala penal de la Corte Provincial de Pichincha. En la audiencia preparatoria de juicio, el 20 de agosto de 2021, el juez Roberto Carlos Llumiquinga sobreseyó a Moncayo. Desde ese día, como lo determinó el juez Llumiquinga, corrían las 72 horas para presentar la apelación. Pero el abogado de Bernarda Robles —en ese entonces el defensor público José Núñez— contó esos días desde el momento en que recibió el auto de sobreseimiento por escrito, como, sostiene, siempre lo había hecho. 

Bernarda Robles llegó a la Defensoría Pública porque no tenía los recursos económicos para una defensa privada que, según me dijo ella, su esposo y su padre, puede costar hasta 10 mil dólares por audiencia. Bernarda Robles confió en que el Estado le provea la asistencia legal que está garantizada en la Constitución y el Código Orgánico Integral Penal. Pero en el Ecuador, los principios y las declaraciones suenan muy bien, pero rara vez se ponen en práctica. 

¿Por qué no apeló durante la audiencia?, le pregunté dos semanas después a Núñez. El abogado me dijo que en otras ocasiones en que él apeló en la audiencia, el juez de esos casos le dijo que debía esperar al auto por escrito. “Entonces usted ya está con ese ‘chuta quedé mal’”, me dijo Núñez. La decisión hizo que el caso esté más cerca a archivarse. ¿Cómo es posible que la institución pública encargada de prestar defensa legal a los ciudadanos que no pueden pagar una defensa privada cometiera ese error?

Sería fácil señalar al abogado Núñez a título personal. Pero sería desconocer el problema estructural que atraviesa al Estado: 

La Defensoría Pública se creó hace apenas 13 años. Es una de las instituciones estatales más importantes que existen porque sirve para garantizar el debido proceso. Los abogados que trabajan ahí se dedican a dar patrocinio legal a quienes no tienen cómo pagar un abogado privado —por lo general, procesados de escasos recursos, pero también víctimas que no pueden pagar un patrocinio. El Estado, entonces, suple esa defensa de procesados y ese patrocinio de víctimas para que se respete el debido proceso y no haya impunidad.

Suena maravilloso. El problema es que los casos caen arracimados y la cantidad de defensores públicos es insuficiente para atender debidamente cada caso. Según Andrés Aguirre, director del área de víctimas de la Defensoría Pública de Pichincha, en todo el país hay 611 abogados en la unidad de víctimas. Según un análisis de 2016, con la población de aquel entonces, se necesitaban al menos 812. 

Es decir, como casi todo en este país, la Defensoría existe pero funciona a medias porque sus abogados y abogadas pueden tener la mejor predisposición para atender a los ciudadanos que los buscan, pero si están sobrecargados de casos, es difícil que puedan hacer buenas defensas. Por ejemplo, el abogado José Núñez, que representó a Bernarda Robles, me dijo que actualmente, entre delitos, contravenciones, investigaciones previas e instrucciones maneja entre 260 y 270 causas. 

La Fiscalía también le falló a Bernarda Robles. La fiscal Eliana Espinoza, quien en marzo pidió al juez que le dictaran medidas cautelares a Fernando Moncayo, tampoco apeló a tiempo. La tarde del 20 de agosto, cuando se terminó la audiencia preparatoria de juicio en la que el juez sobreseyó a Moncayo, Espinoza salió de la puerta de la Unidad Judicial donde había sido la audiencia, derrotada. 

Con varias carpetas manila en sus manos, le contó a los papás de Bernarda Robles que Moncayo había sido sobreseído. “Pero apelaremos”,  les dijo. La escuché decirlo con voz firme. Un mes después, cuando le pregunté a la Fiscalía por qué no apeló a tiempo, me respondió una serie de palabras inentendibles en las que, en conclusión, decían que sí lo hizo: la Fiscal también había contado los días desde la llegada del auto escrito y no desde el día de la audiencia.

Esa fue toda la explicación que dio. 

En ese error de la Fiscalía y la Defensoría se fueron las esperanzas de Bernarda Robles, una mujer que cuando intentó poner la denuncia en la Fiscalía en 2019 no pudo porque no hubo sistema y tuvo que regresar al día siguiente. Una mujer a quien una defensora pública le dijo que mejor “deje así” porque se había demorado mucho en denunciar. Una mujer que tuvo que ir a dar su testimonio en la cámara de Gesell y cuando llegó en la sala de espera de afuera estaba Moncayo, porque la Fiscalía no consideró que debía hacer las diligencias de las víctimas y los victimarios en fechas distintas, o porque no entiende el trauma que puede ser para una mujer ver a su presunto agresor. 

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Después de dos años de ser revictimizada por varios funcionarios, de que el caso se estancara por la pandemia del covid-19 y de que avanzara a pasos atortugados, no se cumplieran las medidas cautelares dictadas contra Moncayo (el grillete electrónico que debía portar fue instalado con cuatro meses de retraso), de que se se haya cancelado la audiencia preparatoria de juicio dos veces, esa diligencia judicial finalmente se instaló.

Pero no la presidió la jueza que había llevado el caso hasta ahora, Amparito Zumárraga. Por una “serie de dificultades, tuvo permisos, estuvo con problemas de índole de salud” me dijo el abogado Núñez. El Consejo de la Judicatura designó como  su reemplazo para esa audiencia a un juez especializado en tránsito, que luego trabajó en asuntos penales. Jamás en temas de violencia intrafamiliar. 

¿Cómo al Consejo de la Judicatura se le pasó que un juez que no entiende la violencia contra las mujeres y los niños tome una decisión como esa? El abogado Núñez me dijo que es frecuente que haya jueces subrogantes. Está claro que no hay suficientes jueces especializados entonces hay dos opciones en este país: las audiencias se posponen pero se hacen con jueces supuestamente especializados, o se llenan esos vacíos con jueces subrogantes que no entienden de violencia. 

No puedo suponer ni adivinar pero quiero pensar que si el juez de la audiencia preparatoria de juicio sí hubiese sido especializado en género, o sí era la misma que había llevado el caso hasta ese momento, el destino de este proceso de constante revictimización, habría sido distinto. El abogado Núñez me dijo que sí sabía que Llumiquinga era un juez de tránsito pero como la audiencia ya se había pospuesto tres veces, prefería tenerla con ese juez, a que una vez más se cancele. O sea, en el país, las mujeres que denuncian violencia tienen que acogerse al letargo o al “peor es nada”. No suena, para nada, a lo que debería sonar la justicia. 

Es absurdo, ofensivo con las víctimas, tener que llegar a conclusiones tan evidentes como que si tuviésemos un Estado en que la Fiscalía, el Consejo de la Judicatura y la Defensoría Pública funcionasen como deberían, quizás Bernarda Robles no tendría que estar pensando a qué instancias internacionales puede ir para que alguien, al fin, la trate como nada más y nada menos que una ciudadana en pleno goce y protección de sus derechos.