Un día antes de la boda eclesiástica de Juan Borrero, el hijo del Vicepresidente de la República, el portal La Historia hizo pública una carta que Carolina Muzo, la organizadora de la boda, había enviado al Secretario de Seguridad del Distrito Metropolitano de Quito. En ella, Muzo solicitaba, entre otras cosas que se retire a los “indigentes de los pórticos y sitios aledaños”, que hagan un vallado en el patio de la iglesia para que las personas no se acerquen y arranquen flores de los arreglos que se colocarán en los pórticos “o peor aún se lleve algún pedestal portable” y que se limpie la plaza de San Francisco porque “el patio está lleno de basura, heces de palomas, y suciedad”. El documento —más allá de los errores de tipeo, ortografía y redacción— revela una visión del mundo lamentable.
La más evidente, que la pobreza estorba, no por las consecuencias que tiene para la vida de la gente que la sufre si no por la estética. Que quien lo plantea así, sea la persona encargada de organizar la boda del hijo del vicepresidente no es un detalle menor. En la política —como en la vida— todo comunica. Por ejemplo, transmite la idea de que el Vicepresidente y su familia piensan igual que la organizadora de la boda.
Ya han corrido varias explicaciones de que los actos de la organizadora habrían sido a título personal. La Secretaría de Comunicación de la Presidencia dijo que compartía “la indignación que ha suscitado en la opinión pública” y que las peticiones eran “inaceptables”. Horas antes, el equipo de comunicación de la Vicepresidencia, dio la tibia respuesta de que que se le consulte a la organizadora. El Vicepresidente no dijo ni media palabra. Con ellos, parecía, no era la cosa.
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Esa tibieza y ese silencio también comunican. Los funcionarios del gobierno de un país donde la pobreza ha llegado a niveles dramáticos, agudizados por la pandemia del covid-19, deberían entender que no pueden permitir la asociación de valores que se ha hecho en las últimas horas: que están desconectados de la dura realidad local, que la pobreza se resuelve escondiéndola para evitar que los más privilegiados no tengan ni siquiera que verla, que existe una ciudad (y un país) edulcorados que solo existen en la mente de una organizadora de bodas.
Pero no es solo un asunto comunicacional. Es también una lectura sobre la forma de ejercer el poder y lo que esto significa. En su comunicado, el gobierno dice “no ha autorizado a ninguna persona a gestionar ninguna clase de evento privado ante autoridades municipales o estatales”. Aparentemente, no necesitó dar esa autorización, pues la planeadora de la boda se presentó sola ante la Secretaría de Seguridad quiteña: en su carta enfatiza que se trataba de la boda del hijo del Vicepresidente.
Y aunque, en un comunicado difundido la tarde del sábado, la organizadora dijo que el vicepresidente Borrero no tenía nada que ver “con la logística de ninguna de las actividades” y que “no existe uso de recursos públicos, el 100% de los gastos que este evento demandan, son asumidos por los novios”, la organizadora sí pedía que se usen bienes públicos: pedidos de vallado o de seguridad por parte de los policías metropolitanos implican una decisión sobre el uso de bienes municipales y estatales. Si se aceptaron o no, podría explicarlo el Secretario de Seguridad, César Díaz, a quien contacté pero de quien no obtuve respuesta hasta el cierre de esta columna.
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Y no es que era un asunto de seguridad. Por supuesto que el Vicepresidente de la República necesita tener la protección que todo funcionario de alto rango precisa, pero no es la organizadora de la boda de su hijo quien debía pedirla. Además, ella ya lo dejaba bastante claro: era una cuestión estética la que le molestaba. Otro de los pedidos era también que se ponga seguridad para la noche del viernes 3 de septiembre en la plaza de San Francisco “para cuidar la decoración”, que se cierren temporalmente varias calles aledañas durante tres horas, que se instale una valla de seguridad alrededor de la plaza de San Francisco porque “la novia invita a personalidades famosas”, y reforzar la seguridad con cuadrillas de policía metropolitana para custodiar los alrededores del hotel, iglesia y parqueaderos “donde estarán las celebridades”.
Todos los actos de un funcionario público o sus familiares tienen consecuencias y transmiten posiciones políticas. El país vive una severa crisis económica y está recién intentando salir de la dolorosa pandemia del covid-19 que ha matado a miles. Si los novios querían una boda fastuosa —y tienen las posibilidades económicas de hacerla— están en todo su derecho de tenerla. Qué mejor que hayan elegido Quito como destino para eso, qué mejor que sus invitados recorran el país, consuman en sus restaurantes y recomienden a través de sus redes a Ecuador como destino turístico, y qué mejor que esto abra la posibilidad de que nos convirtamos en un destino turístico de bodas. ¿Pero era prudente darle rienda suelta a una organizadora para que haga y deshaga en nombre (lo dice en su carta) del hijo del Vicepresidente? Además, es de suponer que la organizadora sometió todas sus decisiones a la aprobación de sus contratantes.
Y sí: una boda es un acto privado, pero las decisiones que un político —o sus familiares o los contratistas de sus familiares— toman incluso en el ámbito privado tienen efectos sobre la vida pública. Las demandas que hace la organizadora de la boda traducen —a propósito o no— los deseos del hijo del vicepresidente y demuestran que en ellos no hay un mínimo de empatía o consciencia sobre las condiciones sociales y económicas del país que su padre gobierna. Eso es un lujo que un mandatario no se puede permitir porque las decisiones privadas reflejan lo que somos en un ámbito de menor escrutinio pero no nos separa del personaje público. Además de que al ser un evento privado, menos razón había para disponer de bienes públicos.
Si el vicepresidente considera inaceptable lo que ocurrió, pudo decirlo públicamente, alto y claro. No lo hizo. Debió hacerlo no solo para evitar los efectos negativos que puede generar en la opinión pública —incluso si la boda es la de su hijo, incluso si no es él quien contrata a la organizadora de la boda, incluso si él nada tenía que ver con la logística— si no porque la indolencia que traslucen las demandas no son dignas del cargo que Alfredo Borrero ostenta.