Quito cómo vamos y GK

Desde que surgieron en sus formas iniciales, las ciudades representan la concreción material, física, espacial, de la cultura de sus habitantes. En ese sentido, son, al mismo tiempo, espacio y expresión cultural. “Hacer ciudad es hacer comercio y hacer cultura”, dice Joan Subirats, economista, especialista en temas de gobernanza y ex concejal del ayuntamiento de Barcelona. Según él,  la ciudad es “un lugar de intermediación y de transferencia en el que fluyen ideas, datos, informaciones varias y también intereses y dinero”, en el que se concentran sentimientos. Es un “escenario en el que la gente vive, ama, sufre, cuida”. Es contenedor y contenido. Es el lugar y es, también, estos flujos y relaciones. Y todo esto está profundamente relacionado con la cultura. Partiendo de estas primeras reflexiones, sorprende que este ámbito sea uno de los menos importantes en los planes y políticas municipales de Quito

Los datos de la ejecución presupuestaria de 2019 muestran que el 1,68% del presupuesto general municipal fue destinado para cultura y patrimonio. Para 2020, el gasto en estos rubros representó apenas 1,32%. Ese bajo porcentaje es una muestra concreta de la generalizada idea de que la cultura no solo que no es una prioridad, sino que constituye un lujo —algo accesorio, incluso innecesario. 

Esta idea viene de una concepción piramidal sobre las necesidades humanas, según la cual las personas, y también los Estados y los gobiernos locales, deberíamos pensar en el ámbito cultural después de haber atendido otros requerimientos, como la alimentación, la vivienda, el trabajo o el transporte.

Aunque este razonamiento parece lógico e irrefutable, la verdad es que todas las actividades humanas son una expresión cultural. La forma en la cual nos alimentamos, qué lugares escogemos y cómo nos organizamos para vivir, cómo nos desenvolvemos en el trabajo, la producción y cómo nos movilizamos, son siempre una muestra de nuestra cultura. 

El urbanista Peter Hall dice  que “lo que cambia un lugar es la gente”. Afirma, claramente que “si su vida es buena, la ciudad es buena”. Mientras “más buena” resulta para sus habitantes, más posibilidades existen de ejercer la ciudadanía; es decir, de practicar y vivir la democracia. 

Desde esta perspectiva, la cultura, y sus expresiones en los campos del arte y del patrimonio, no pueden verse como sectores aislados, como si fueran un mero complemento o incluso un adorno de la ciudad. Deben comprenderse, sobre todo, en su capacidad de incidir y transformar la realidad. 

Contrariamente a lo que propone la jerarquización, la necesidad de aquello que conocemos como “cultura” en la humanidad es inminente. En su estudio The Economic lives of the Poor, publicado en 2007, los economistas Esther Duflo y Abhirit Banerjee, ganadores del Premio Nobel de Economía en 2019 (junto a Michael Kremer), analizan la vida de quienes están en condiciones de pobreza y extrema pobreza.

Con datos de miles encuestas, decenas de entrevistas personales y  observación directa, Duflo y Banerjee encontraron que incluso los hogares en pobreza y extrema pobreza destinan un porcentaje significativo a rubros relacionados con el consumo cultural —específicamente con el entretenimiento y la participación social. Al ser preguntados sobre este gasto, los entrevistados respondieron que todo ello “es tan importante como comer”. 

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Estos autores también evidenciaron que el gasto de los hogares pobres en consumos culturales era mayor en localidades en las que el gobierno tenía menos inversiones en este rubro, lo cual muestra la necesidad de que la cultura se asuma como un derecho y, por tanto, como una responsabilidad desde los entes de gobierno.

Derecho que, sobre todo en la ciudad, se relaciona directamente con el acceso a espacios públicos. En Quito, que puede enorgullecerse de que el acceso a servicios básicos es de 99,9% en casi todos los indicadores, no pasa lo mismo con los espacios públicos. Mientras un 82,3% de la población tiene acceso a parques, solamente un 27,4% puede acceder a plazas o plazoletas, que constituyen espacios de encuentro aún más cercanos. Las plazas son, junto a las calles, los elementos más importantes de  una ciudad, porque son espacios abiertos y protegidos, son lugares que permiten la expresión, pero que también contienen. En términos teatrales, estos espacios no solo son escenarios, sino actores, como diría Ramóm Griffero. Los espacios describen a quienes los habitan, nos permiten conocernos y reflejan nuestras relaciones.  

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Frente a un concepto tan difícil de definir, como el de cultura, el espacio público resulta clave. Para los grandes urbanistas contemporáneos, el espacio público no debería ser un lujo, sino una inversión que permita al ciudadano sentir protección y libertad. Al mismo tiempo, debe permitirle la expresión de sí mismo, la realización de las actividades necesarias para la vida,  el encuentro con lo diverso, el intercambio, el comercio y, también, el entretenimiento, la participación y la belleza.

Las definiciones contemporáneas no brindan un concepto cerrado de ciudad, sino que describen sus características principales, entre las que están el gran volumen, la densidad y la heterogeneidad de la población y la presencia de actividades de intercambio de todo tipo que requieren de un espacio para realizarse. 

La cultura en la ciudad no se limita a los grandes espectáculos, ni a las salas y espacios reconocidos. Mucho menos al patrimonio arquitectónico ni a su (recién descubierta) capacidad para crear valor agregado y riqueza económica junto a las industrias del turismo y el entretenimiento. 

La cultura, lo cultural, se mueve en múltiples sentidos y direcciones por todo el territorio. Ha estado siempre presente y viva en cada barrio, colectivo y comunidad. Genera una serie de intercambios, también económicos, que quedan fuera de estadísticas y mediciones tradicionales. 

Aunque desde hace varios años los estudios sobre la ciudad, entre ellos el Informe de Calidad de Vida 2020 de Quito Cómo Vamos, reconocen que el ámbito de la cultura (en este caso junto al de recreación y deporte) es el que menos datos públicos presenta, haciendo imposible una caracterización sobre su situación. Aún no se ha solucionado esta carencia. 

Los registros nacionales de información cultural, como los que mantiene el Ministerio de Cultura y Patrimonio, aún no presentan datos desagregados por cantón. Por los objetivos de cada institución, tampoco se han especializado en detallar otra información, como la relativa a los espacios en los que se  producen los denominados bienes y servicios culturales. 

Sin embargo, los mismos artistas y otros actores culturales han desarrollado varias iniciativas para contar con registros y mapas sobre su actividad. En 2015, por ejemplo, la Red de Espacios Escénicos Independientes registró y mapeó a los más de 50 miembros que en esa fecha tuvo esta organización, recogiendo no solo su ubicación geográfica en Quito, sino también el tipo de actividades que estos espacios acogen. En casi todos los casos, excede a la práctica artística: son lugares con una estrecha relación con el barrio y también con otros colectivos y organizaciones sociales. 

Ese trabajo permitió también conocer en qué condiciones se produce el arte escénico en la ciudad. No se hace siempre en salas con todo el equipamiento, sino en una serie de espacios adaptados, más pequeños que aquellos identificados por las clasificaciones internacionales, como las que constan en los sistemas de salas de ciudades como Bogotá o Buenos Aires, pero con una intensidad de uso mayor a la que se podría pensar. 

A lo largo de Quito existen también editoriales y librerías independientes. Algunas de ellas operando en espacios anexos a centros culturales más amplios, en los que la actividad nunca ha parado —ni siquiera durante la época más dura de la cuarentena por la pandemia del covid-19, porque su quehacer no está ligado a la generación de ganancias económicas, sino a la necesidad de continuar con procesos creativos, de práctica e investigación que no pueden detenerse.

Son estos pequeños pero potentes espacios artísticos y culturales los que no solo no están considerados,  sino que en algunos casos han sido maltratados por instituciones estatales y también por gobiernos locales.  Si tan solo pudiera comprenderse el vínculo entre la creación y producción que sucede en ellos y en otros circuitos de circulación, entre los que están el oficial y el comercial, las políticas públicas se orientarían a su efectiva protección y fomento.

Al igual que en el deporte de élite, en el campo artístico y creativo parar implica no solamente perder ingresos, sino retroceder en las capacidades y habilidades que solo la práctica constante hace posible. Por eso es importante comprender que, para este campo, lo que se vio interrumpido por la pandemia del covid-19 fue su posibilidad de generar ingresos, pero no su trabajo ni su dedicación.Si en el país y, aunque menos, pero también en Quito, se ha empezado (un poco tarde) a hablar con fuerza de las industrias culturales y su enorme capacidad de generación de valor agregado y empleo, lo menos que se podría esperar es que se cuide y se proteja la fuente de esta riqueza. Mucho más si, más allá de esa visión productivista, lográramos comprender la potencia de la cultura como agente transformador y reconociéramos, por fin, que constituye una necesidad, y un derecho “tan importante como comer”.