Gracias a que las campeonas olímpicas Neisi Dajomes, Tamara Salazar y Angie Palacios llevaron turbantes en sus cabellera cuando ganaron sus medallas y diplomas en Tokio 2020, este símbolo de la identidad y resistencia de los pueblos afrodescendientes ha ganado nueva visibilidad. Pese a la mediatización y viralización de este símbolo ancestral, se ha generado una nueva forma de negación e invisibilización, pues en medios de comunicación y en redes sociales se han referido al mismo como ‘cintillo’, ‘lazo’, ‘pañoleta’, ‘adorno’. Se lo ha reducido a un mero accesorio de moda, incurriendo además en lo que se denomina apropiación cultural. Pocos se han preguntado qué es y lo que significa, para la negritud, un turbante.

Valga la oportunidad que nos brinda a las mujeres negras, afroecuatorianas y afrodescendientes esta exposición mediática momentánea (que sin duda con el pasar de los días se irá diluyendo). Es importante y debemos aprovechar para que en los medios de comunicación se hable de estos temas que pueden parecer superficiales pero que, para nosotras, descendientes de la africanidad, nietas de mujeres y hombres esclavizados, tiene una singular importancia: nuestro cuerpo, nuestros cabellos, nuestros símbolos ancestrales nos permiten generar reflexiones y debates sobre el racismo, el empoderamiento y la identidad.

Y es que ya sea afro, rizado, trenzado o con el uso de turbantes, la apariencia del cabello natural africano y su simbología, siempre ha sido cuestionada. Incluso, ha sido rechazada por parte de un orden social cuya hegemonía se basa en una supuesta superioridad étnico-cultural, donde en la cúspide están las referencias blanco europeas de belleza y en su base, lo antónimo, la negritud.

El turbante, ese es su nombre, al igual que el uso de nuestro cabello natural, para las mujeres afrodescendientes son símbolo de resistencia, porque por siglos ha servido como una forma sutil de blanqueamiento y negación. Durante la esclavitud, las mujeres negras —consideradas calientes, amorales, sensuales— eran obligadas a usarlo para ocultar sus llamativos cabellos que cautivaban a los hombres. Luego se resignificó al turbante: dejó de ser un instrumento de sumisión, de servidumbre, u ocultamiento.

Para los grupos sociales y civilizaciones que existían en la África Subsahariana, históricamente negadas desde la época de la colonización americana y la esclavización africana, cada manifestación capilar, incluido el uso del turbante, representaba el estatus social, religión, edad, diferenciación entre tribus, jerarquía —incluso, del estado civil. Estas formas no verbales de comunicación aún persisten, no solo en África, sino en otros países y culturas donde la diáspora se asentó. Entre ellos, por supuesto, el Ecuador.

Muchas de las mujeres negras que fueron arrancadas de la madre África y esclavizadas en las colonias americanas, no se sometieron. Se organizaron y buscaron la libertad a riesgo de perder su vida en el intento. El cabello y los turbantes de esas mujeres rebeldes fueron de vital importancia en su lucha así como lo describe Eduardo Galeano en su cuento Paramaribo: ellas llevan su vida en el pelo:

“Antes de escapar, las esclavas roban granos de arroz y de maíz, pepitas de trigo, frijoles y semillas de calabaza. Sus enormes cabelleras hacen de graneros. Cuando llegan a los refugios abiertos en la jungla, las mujeres sacuden sus cabezas y fecundan, así, la tierra libre”. 

Así lograron subsistir, cimarronear, cultivar los palenques y abrir el camino hacia la libertad.

Ahora, para las mujeres negras, afrodescendientes y de la diáspora, el turbante es símbolo tangible de identidad, de una lucha permanente, de una postura política y de una cosmovisión. Es una forma de gritarle al mundo que existimos, que pensamos, que sentimos, que nos reconocemos mujeres descendientes de la africanidad.

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El uso del turbante, de las trenzas, del cabello afro natural es una respuesta simbólica antirracista, desde la dignidad, visibilizando, reivindicando y empoderando a la mujer negra, reconociendo la existencia y legitimidad de otras formas de belleza  e independizándonos de los esquemas tradicionales excluyentes.

Asumirnos mujeres negras es una ruptura contra el sistema que se alimenta del racismo, el machismo y el sexismo. Es un contradiscurso a lo que por siglos se legitimó respecto de la negritud: a esa negación sistemática, a la hipersexualización y cosificación de nuestros cuerpos, a la deshumanización: durante la esclavización, por siglos la Iglesia Católica aseguró que las y los negros éramos poco menos que humanos, carecíamos de alma y estábamos a la par de los animales de carga. A ese racismo tan vigente y tan dañino que busca callarnos, someternos y aniquilarnos. 

Cuando vivimos experiencias excluyentes por parte del Estado, cuando se nos niega o condiciona el uso de símbolos propios de nuestra identidad étnico-cultural, se nos rechaza por nuestra herencia africana —ese es el racismo estructural. Por ejemplo: en 2013 pretendí renovar mi cédula de ciudadanía usando un vistoso turbante rojo pero el Registro Civil me lo negó, materializando ese racismo, esa negación. Fue una ramplona vulneración de mi derecho constitucional a la identidad, aduciendo que yo era quiteña de nacimiento, cuestionando mi origen étnico por no haber nacido en territorio ancestral afroecuatoriano (como Esmeraldas o el Valle del Chota) y limitándome el pleno goce de mis garantías constitucionales, de mi autoreconocimiento y afirmación.

En 2019 nuevamente el aparataje estatal incurrió en la misma práctica. Esta vez fue mi mamá quien impotente debió retirarse el turbante para ser fotografiada en su cédula de ciudadanía. Ella tenía 64 años y sobre sus hombros, toda una vida de exclusión. Es solo que en esta ocasión que mi reclamo sí hizo eco. El mismo día, tras escribir la experiencia en Twitter, recibí una llamada del Registro Civil, se disculparon por lo que llamaron un “incidente”, y para reparar la vulneración enviaron, al siguiente día, una brigada para cedular a mi mamá con su turbante. 

Si bien sentí satisfacción por la reivindicación, no deja de doler, de indignar, el saberte ciudadana de último orden en un país cuya Constitución establece y garantiza el respeto a la diversidad étnica, mientras en la práctica sucede todo lo contrario: persisten esas prácticas violentas de ocultamiento y negación. 

Ojalá que esta vez, que tres mujeres ecuatorianas emocionaron y llenaron de orgullo a todo el Ecuador, persista el discurso de identidad y unidad nacional. Ojalá cuando pase este boom olímpico y ‘turbantero’ nos quede el respeto hacia el otro: el indígena, el campesino, el rural, el afrodescendiente, las mujeres, los deportistas, las y los ecuatorianos.