A esta hora, antes de la pandemia, en las escuelas y colegios retumbaban las voces de los estudiantes y las calles cercanas se pintaban del amarillo de las busetas escolares. Son las 7:35 de la mañana de un día de septiembre de 2020. Una puerta verde de hierro está abierta. Lleva a un corredor que traga la luz del sol en la escuela particular de educación básica Luigi Galvani, en el centro norte de Quito, a un extremo de la Universidad Central del Ecuador. El corredor termina en un patio en forma de ele. Hay dibujos de círculos y cuadrados inmensos en el piso, pero el único que salta por ahí es el sol que aparece y desaparece según se mueven las pocas nubes que hay esta mañana. Al fondo, hay tres basureros gigantes, uno tiene la boca abierta y vacía esperando recibir las fundas de galletitas, helados o papas que recolectaban en los recreos o al finalizar el día. Pero a pesar de que el año escolar empezó hace algunas semanas, pasará el día sin que se llenen. Los profesores han llegado a las aulas pero los alumnos no lo harán: el covid-19 cambió los espacios y las formas de la educación, que se ha trasladado —con diferentes matices— a las pantallas de celulares y computadoras.
La pandemia ha hecho que ahora no extendamos la mano para saludarnos. Una profesora me apunta un termómetro: mi temperatura es normal, me deja avanzar. Cruzo el patio sin miedo a que un balonazo me sorprenda o que los ojos curiosos se pregunten quién soy. El coronavirus encerró a todos en sus casas a esperar a sus profesores en las videollamadas y los incesantes mensajes de los grupos de WhatsApp por los que se comunican.
Un sorbo de café y la mirada al reloj. La profesora Tania Díaz deja el vaso. Se acerca a la computadora, mueve el mouse, teclea. Tania Díaz da clases al tercer grado de básica con el cabello recogido en una cola, lleva lentes de montura de aluminio, una chaqueta roja con el nombre de la escuela en el pecho. Está junto a la profesora Adriana Yánez, de voz suave y más cariñosa, con quien se preparan para dar la clase virtual a sus 25 estudiantes de los más de 100 que hay en la escuela.
En el Ecuador hay más de 4 millones de estudiantes de escuelas, pero solo los de siete pueden ir a sus aulas y patios. Hasta el 10 de septiembre de 2020, el Comité de Operaciones de Emergencia aprobó un plan de retorno progresivo a clases presenciales para los colegios Balandra-Cruz del Sur, Internacional SEK, Alemán Humboldt de Guayaquil y Samborondón en la provincia costera del Guayas, y el Pachamama, el SEK y el de los Valles, de Quito. Los demás colegios públicos y particulares siguen en la virtualidad para evitar el riesgo de contagio de covid- 19.
Hace más de dos semanas las profesoras retomaron su rutina de ir y venir a la escuela. A pesar de su temor de contagiarse de covid-19, toman transporte público para llegar a su trabajo. No hay otra opción. Las autoridades de la escuela decidieron que para comodidad de las profesoras den las clases en línea desde los salones vacíos, ya no desde el comedor, la habitación o la sala de sus casas en donde el rugir de la licuadora o la publicidad de la televisión las interrumpe. Pero un día de septiembre, la conexión a Internet colapsó en la escuela Luigi Galvani. Ahora las profesoras van tres veces a la semana, los otros días siguen conviviendo con los sonidos caseros y sus alumnos en las pantallas.
El aula de tercer grado de Tania y Adriana tiene apenas cuatro bancas. Las profesoras se sientan frente a la pantalla de una computadora portátil. Una voz de niño se escapa de la plataforma virtual, un buenos días seguido de otro llenan el espacio vacío. Adriana les pide a los niños que se levanten para mover la cabeza y los hombros: “Vamos a sacar la pereza”, les dice. La clase virtual comienza.
Mientras Adriana da indicaciones, Tania reproduce en su celular la canción que bailarán para sacar la pereza. Ambas saltan y bailan, se dan la vuelta y vuelven a saltar. Adriana anima a los niños a seguir. “Mueve tus codos y muévete así, mueve el cuerpo, yo me voy a mover desde la cabeza hasta los pies” dice la canción. Pasados dos minutos, ambas vuelven a sentarse. Los niños, supongo, también. Tania toma lista como lo haría si los niños estuvieran frente a ella, pero como hoy el covid-19 obliga a la distancia, Adriana los busca en la pantalla insistiendo que enciendan las cámaras y digan presente.
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Las bancas y sillas están hibernando en el corredor unas encima de otras. Entro al aula vacía de segundo de básica donde está la profesora Patricia Piñaloza. Dice que las clases virtuales la han desafiado a permanecer en el escritorio de su aula, al que antes solo se acercaba cuando los niños se iban a sus casas y ella calificaba las tareas. “A veces uno se siente solo porque están apagados los micrófonos y no se puede interactuar”, reconoce. Estos cambios tendrán consecuencias en la vida de los alumnos: según el estudio La educación en tiempos del coronavirus del Banco Interamericano de Desarrollo, habrá un impacto negativo en los aprendizajes, muchos niños dejarán de ir al grado que por su edad les corresponde y, además, producirá altos nivel de deserción. Esta situación podría agravarse, dice el estudio en los lugares que no tienen herramientas para la educación a distancia.
Con la voz de quien lee un cuento, Patricia dice que se siente impotente al dar la clase frente a la pantalla: no está con sus estudiantes para ayudarlos a doblar el papel, a recortarlo o pasarles los lápices de colores. La profesora cree que todos los días son un ejercicio de adaptación para lograr que, a través de una videollamada, sus 13 estudiantes aprendan. Patricia Piñaloza dice que este día está en la escuela, al siguiente día se conectará desde la sala de su casa, como lo acordaron con las autoridades. Este año escolar no solo ha significado un cambio de espacios físicos: la jornada de clases se extendió. Sin pandemia los niños estaban en la escuela de siete de la mañana a 1 de la tarde. Hoy, por cada 40 minutos de clase, los niños tienen cinco minutos de descanso. Los niños atienden hasta por ocho horas diarias y el recreo se extinguió.
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Solanda, al sur de Quito, puede ser un laberinto. Me pongo alcohol en las manos y sigo respirando debajo de la mascarilla. Estoy otra vez frente a una puerta verde, pero esta es la casa de los profesores Sergio Paredes y Patricia Galárraga, marido y mujer, con más de 10 años en el Magisterio Nacional. Solanda es un barrio con más de 130 mil habitantes, con casas dentro de casas como una matrioshka. Sergio Paredes abre la puerta, hay un zaguán, caminamos y en la segunda casa a la derecha entra, saca un frasco con alcohol y me echa en los zapatos, le extiendo las palmas de las manos para que las empape con más desinfectante. Sergio Paredes es profesor de 43 estudiantes de sexto grado de básica de una escuela fiscal de Puembo, una parroquia rural de Quito, a más de una hora en transporte público.
En julio de 2020, cuando tuvo que salir de la cuarentena para ir hasta Puembo a recibir los textos escolares que los estudiantes debían devolver por orden del Ministerio de Educación, se contagió de covid-19. Tos, fiebre, dolor del cuerpo, el coronavirus pausó sus clases y reuniones virtuales y lo tumbó en la cama. Para comprobar que tenía el virus, algunos de sus compañeros de la Unión Nacional de Educadores hicieron una colecta y pudo hacerse una prueba molecular de detección del virus que confirmó el resultado positivo. Sergio estuvo aislado de su familia, pero pudo sobrevivir a la enfermedad.
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Patricia Galárraga es profesora de segundo grado de básica de una escuela fiscal de Tababela, otra parroquia rural de Quito. De Solanda a Tababela, Patricia viajaba en autobús más de una hora. Hoy, en esta clase virtual, Patricia está tomando la prueba de diagnóstico, que es la primera evaluación que los docentes deben hacer a los niños para saber en qué nivel de aprendizaje están al inicio del año lectivo.
En la videollamada, uno a uno, los estudiantes responden las preguntas. Patricia sostiene el cuaderno de calificaciones en las piernas. A su lado izquierdo está un clóset y una pequeña televisión antigua. A su derecha, una pequeña ventana y una cama en la que duerme un oso de peluche sobre una cobija de oso panda. El dormitorio que ahora es su aula, tiene justo detrás de donde ella se sienta la pared decorada con unas letras de colores recortadas a mano que dice Bienvenidos.
Patricia alza la voz. En su clase se cuelan los pasillos y rancheras que vienen desde otras casas. Es el turno de una niña. La profesora le pregunta:
—¿Cuántas palabras tiene la oración: Pedro juega fútbol? La niña responde que tres.
—Muy bien, vamos a la siguiente oración.
La profesora sigue animando a la niña, ‘muy bien’ ‘excelente’, ‘felicitaciones’, la estudiante debe responder 32 preguntas sobre la cantidad de palabras, los colores, los animales, nociones de espacio o de tamaño. La estudiante termina de responder la prueba y la profesora le pide que se vaya de la sesión virtual, porque la sesión es un niño a la vez. Se conecta un niño. Patricia le pide que encienda la cámara, nadie responde del otro lado. La profesora llama por teléfono a la mamá del niño, que contesta, soluciona el silencio en la videollamada. Al fin la profesora ve al niño en la pantalla y repite la prueba. Se nota el esfuerzo redoblado: si es difícil mantener la concentración de los niños en un aula física, ahora parece, a ratos, un batalla perdida de antemano.
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Inmenso como una ciudad. Llego al barrio donde vive María de Lourdes Hernández, profesora de 16 estudiantes de tercer grado de básica del Colegio Británico de Quito, una institución privada bilingüe con casi 500 estudiantes. Luego de pasar la aprobación del guardia, sigo las indicaciones: dos calles circulares, un redondel. Lo repaso en mi mente. Cuando llego, alguien saca la mano por una ventana, haciéndome señas de que es ahí, que he dado con la casa correcta, que ella es la profesora María de Lourdes Hernández, aunque prefiere que le digan Lula. Otra vez, el covid-19 hace que nos saludemos distinto. La hija adolescente de Lula me rocía de alcohol antiséptico de pies a cabeza. Desinfección total.
Lula da clases en el comedor barroco de su casa. En el centro de la mesa está la computadora portátil con muchas pestañas abiertas. Entre esas, la del sistema seesaw, una plataforma virtual que compró el Colegio Británico para que los estudiantes sigan las clases.
En un aparador detrás de la mesa del comedor, donde imagino antes había adornos de vidrio o cerámica, descansa un pequeño pizarrón. Lula dice que la plataforma seesaw es fácil de manejar, los niños pueden escribir, dibujar figuras y subir las tareas. Entusiasmada, la profesora dice que en las clases presenciales los profesores y estudiantes del colegio Británico ya usaban plataformas virtuales y aparatos tecnológicos por lo que “estábamos familiarizados, entonces no fue muy complicado” el tránsito a la virtualidad. Sin embargo, reconoce que se tarda más corrigiendo las tareas virtuales que en los cuadernos que los niños apilaban en su escritorio.
María de Lourdes Hernández dice que enseña a sus estudiantes cualidades como la solidaridad, empatía o la mentalidad abierta. Fotografía de José María León Cabrera.
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En este colegio, el problema no es de conectividad o falta de computadoras. El problema es la falta de contacto físico. “Yo les esperaba siempre en la puerta y les saludaba con abrazo y beso, algunos querían chocar la mano”, dice Lula. Esa bienvenida ya no existe, dice la profesora, que prepara sus materiales para la clase que empezará pronto.
A las 12:50 de la tarde, arranca. Hoy también hay prueba de diagnóstico en el grado en el que enseña Lula. Es de Matemáticas. Los niños comienzan a aparecer en la pantalla del Zoom. Lula les saluda en inglés, algunos responden en español, la profesora les pide respuestas en inglés.
Poco a poco los niños van llegando a la videollamada, Lula toma la lista: presente, presente, presente, dicen los niños.
Lula comienza a explicar de qué será la clase de hoy. Una vocecita dice “perdón por llegar tarde, teacher”. La clase avanza y la profesora comienza a hacer la prueba de diagnóstico oral. En algunas pantallas se ve a los niños solos, otras con sus madres al lado teletrabajando. La profesora pide la respuesta a una niña y se mete la voz de una mamá apoyando a su hija a responder. La profesora pregunta de quién es la voz y por qué responde por la estudiante, se intercambian respuestas,—la clase, como la vida, solo sigue. Es como si hubiera un pacto tácito entre maestros, padres y alumnos de avanzar en un modo de supervivencia hasta que llegue el día en que por fin se reencuentren en las aulas y los niños vuelvan a alzar sus manos, escribir en sus cuadernos, y ningún maestro ni padre tenga que estar pendiente de cámaras apagadas y micrófonos silenciados.