La buena noticia de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló en contra del Estado ecuatoriano en el caso de Paola Guzmán Albarracín no se puede quedar en eso, en una buena noticia. 

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A dos semanas de la publicación de la sentencia es preciso pasar del júbilo a la exigencia de que la región (pues el fallo produce efectos para los 23 Estados adheridos a la Convención  Americana de Derechos Humanos) cumplan lo que la Corte ordenó. Solo así podrá América Latina avanzar en ser menos indolente con las niñas y niños y adolescentes, como Paola. 

Hace 18 años, ella, una adolescente de 16, se suicidó luego de ser violada sistemáticamente por el vicerrector de su colegio. La Corte IDH señaló todos los errores que cometió el Estado ecuatoriano: no detectar el abuso dentro de la institución, no proveer atención médica a tiempo cuando ingirió diablillos, revictimizar constantemente a su madre, Petita Albarracín, cuando empezó a buscar justicia, entre otros hechos de una lista vergonzosa y larga. Pero más allá de declarar esa responsabilidad, la Corte planteó reparaciones que son urgentes y deben ser aplicadas no solo por el Ecuador, sino por todos los países de la región. 

Una de esas es corregir y subsanar insuficiencias en relación con la “información estadística sobre situaciones de violencia sexual contra niñas o niños en el ámbito educativo”.  Lo escribí hace dos semanas: es tan vergonzoso como cierto que vivimos en países en los que no se levantan estas estadísticas o si se lo hace, no son públicas. Me dediqué a consultar a colegas de Argentina, Paraguay, El Salvador, Perú, Venezuela, Colombia si allá lo hacían. Casi todas las respuestas fueron “no hay, no existen, no se registra, hay que pedir y esperar que nos den” cifras de violencia sexual en escuelas y colegios.

En el Ecuador sí hay números que se han publicado por presión de la sociedad civil. Entre 2014 y 2020, el Ministerio de Educación ha contado 10.376 casos de violencia sexual dentro de las instituciones. La Fiscalía ha desagregado durante la pandemia parcialmente esa data: desde el 2015 hasta 2020, registró 2.325 delitos sexuales en estos espacios. La Comisión AAMPETRA, creada en la Asamblea Nacional para investigar específicamente estos casos, contó 4.584 denuncias de abuso sexual en espacios educativos entre 2015 y 2017. Las cifras son confusas y no es seguro si hay que sumarlas todas, o al sumarlas se duplicaría el número.“Ese es el problema: la falta de un registro sistematizado que nos dé una cifra exacta, los números entre las instituciones no coinciden”, me dijo Sybel Martínez, directora de Rescate Escolar, una organización dedicada a visibilizar la violencia en el ámbito educativo. 

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En Perú, Elizabeth Salazar, colega de Ojo Público, me compartió la página de SíseVe, una iniciativa del Ministerio de Educación local para denunciar la violencia escolar. Entre septiembre de 2013 y enero de 2020 registró 39315 casos de violencia en escuelas y colegios. De esos, casi la mitad fueron cometidos por profesores a estudiantes. 6105 fueron violencia sexual. No se sabe cuántos de los cometidos por profesores fueron de violencia sexual porque no existe esa desagregación, tampoco se sabe cuántas fueron en contra de niños o niñas porque no separan por género. 

Separar por género es relevante. En el Ecuador también hay datos salpicados que demuestran por qué: entre 2015 y 2017 el Ministerio de Educación registró 405 denuncias de violación sexual en el ámbito educativo —349 fueron en contra de niñas. Nueve de cada diez casos. 

Es frustrante pero sobre todo irresponsable que los gobiernos de América Latina tengan tan desatendido este problema. Siguen siendo las organizaciones de la sociedad civil las que exigen esa información para luego, a su costo y esfuerzo, publicar informes que muchas veces los gobiernos encajonan.

Aunque no son datos actualizados (son vergonzosamente viejos) solo en 2007 en Colombia se reportaron 337 casos de violencia sexual en las escuelas, según un reporte del Centro de Derechos Sexuales y Reproductivos. Una colega venezolana me explicó que en su país tampoco existe esa data, que la organización de derechos de los niños Cecodap, con datos hemerográficos —obtenidos por la revisión sistemática de medios— realiza informes. Estos, sin embargo, abordan una situación más amplia de los niños y adolescentes ya que la urgencia de la crisis social y humanitaria venezolana obliga a denunciar, por ejemplo, que solo el 70% de la población escolar entre 3 y 24 años asiste a clases regularmente. Esto deja menos espacio para mirar casos de violencia en las instituciones educativas.  


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En México, el Estado levanta cifras relevantes sobre violencia contra niños y niñas, como el ciberacoso y si es que un ciudadano quiere buscar una sanción en contra de un profesor específico, puede hacerlo por institución, por año, escribiendo su nombre en la plataforma nacional de transparencia. Son esfuerzos a medias. 

Queda claro que la violencia sexual en contra de niños, niñas y adolescentes en el ámbito educativo es un tema desatendido y poco registrado por gobiernos de países donde existe, pero dispersa, información sobre violencia en contra de menores de edad —sin especificar el tipo de violencia—, violencia en el ámbito educativo —sin especificar si es entre pares o por parte de las autoridades—, violencia sexual en contra de niños y niñas —sin especificar dónde se la ejerce. La sentencia de la Corte demuestra la necesidad de esta especificación. 

Otra de las reparaciones del fallo están también la capacitación al personal educativo para que puedan abordar y prevenir estas situaciones, la obligación que el Estado provea orientación, asistencia y atención a las víctimas de violencia sexual en el ámbito educativo y a sus familiares, entre otros. Pero cada una de esas reparaciones requiere una columna aparte. 

La ausencia de información no permite crear políticas públicas e intentar resolver estos problemas. Por eso es tan grave la ausencia de esta data. 

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La violencia sexual en escuelas y colegios es un problema regional. El fallo a favor de Paola Guzmán Albarracín ha destapado esta tragedia que por mucho tiempo nadie ha querido ver. Ahora, con esta sentencia los Estados deberían tomar decisiones radicales, ya no deberían ver hacia otro lado como lo han hecho hasta ahora.