Ser un líder social es un don. Una aptitud con la que se nace, y se nutre mientras se ejerce. Pero en países como Colombia este trabajo puede ser una causa de muerte. Sobre todo cuando se practica en territorios estratégicos para los negocios ilícitos de los diferentes grupos armados. Solo vivir en estos lugares es suficiente para ser una potencial víctima, como lo fui yo cuando tenía apenas 23 años de edad. 

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 Fue en un municipio del departamento de Nariño, en la zona del Pacífico. El impacto de un proyectil en mi columna vertebral me dejó parapléjico. Ocurrió durante un enfrentamiento entre los grupos que funcionan al margen de la ley. La terapia física, ocupacional y psicológica se convirtieron en mis aliadas durante cinco años. 

Cuando estuve mejor, me mudé a otra ciudad cercana donde retomé mi trabajo social, esta vez con personas con discapacidad.La región del Pacífico sur colombiano, al igual que otros en zonas fronterizas, es un territorio de contrabando. Allí los grupos armados luchan por convertirse en los caciques locales. Viví ahí por diez años hasta que las amenazas de muerte se volvieron constantes. Tuve que moverme de lugar, de nuevo. 

 Mi vida se convirtió en un constante desplazamiento. Cada mudanza era una ruptura con mi familia o alguien que se quedaba atrás. Cuando dejé Nariño, fue la separación definitiva. Nuestros hijos tenían entre 11 y 17 años y se quedaron en la casa bajo el cuidado de una tía. Mi esposa María y yo buscamos otro lugar donde establecernos.

 Cali fue la escogida. Allí continué mi labor comunitaria. Trabajé con niños en situación de calle, vulnerables al narcotráfico y la drogadicción. A Cali se la conoce como la capital de la violencia de Colombia por los permanentes enfrentamientos de las milicias guerrilleras y los grupos narco paramilitares. Allí fui candidato en las elecciones de comunas, y fui elegido como juez de paz. Pero no pasó mucho tiempo para que mi trabajo molestara a los que querían tener el control de la población. Seguir viviendo ahí pronto se convirtió en una decisión de vida o muerte. 

Esta situación me obligó a pensar en la posibilidad de salir de Colombia. Dejar mi país significaba salvar mi vida. Y también sacrificar la posibilidad de nunca volvería a reunirme con mis hijos. 

Dejé Colombia sin tener un destino. No es lo mismo viajar por un proyecto personal, que viajar para salvar la vida. En Ecuador, fue el sitio donde se detuvo el transporte que me sacó de mi país. Mi meta era vivir. Cualquier lugar fuera de Colombia era mejor, así que decidí instalarme allí.

Mi primer desafío fue convencer a quienes rentaban casas en los barrios a donde iba de que con mi condición de extranjero y mi discapacidad podía producir dinero suficiente para pagar la renta. Trabajé vendiendo lotería puerta a puerta. Esto me permitió conocer a muchas personas y así llegué a quienes hacían trabajo comunitario. Conocí al personal de OVCI la Nostra Famigliauna organización no gubernamental que trabaja a favor de las personas con dificultades sociales. 

Esta organización aplicaba una estrategia que yo había conocido en Colombia, con la que ya trabajaba: la Rehabilitación Basada en la Comunidad (RBC). Esta técnica trabaja con cinco ejes —salud, educación, rehabilitación, sustento y derechos— con los que miembros de una comunidad pueden trabajar para apoyar a las personas con discapacidad que la integran. Concretamente lo que hacemos es visitas a casas, levantamiento de datos para identificar las necesidades de los visitados, apoyo a la familia de las personas con discapacidad a través de asesorías y acompañamientos.

Así volví a mi trabajo social y me convertí en promotor voluntario. Conocí a muchas personas con discapacidad que hoy son mi segunda familia.  

Hoy soy presidente de una asociación de personas con discapacidad física donde dirijo todas las actividades. Soy presidente de un Consejo Consultivo de Discapacidad local y me encargo de dirigir las reuniones y las observaciones de las diferentes instituciones involucradas. Y represento a la población con discapacidad —a través del Consejo Cantonal de Protección de Derechos, donde presento los resultados a las observaciones que hacemos para atenderlas, según el caso. Tengo mi propio negocio de venta de artículos de primera necesidad. Y todos los días lucho por mejorar mi situación.

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Llevo ya doce años como refugiado. El trámite tampoco fue sencillo. Tuve la asesoría de Acnur —la agencia de la ONU para los refugiados— y HIAS —una organización global que también protege a los refugiados—, y entregué mi solicitud al Ministerio de Relaciones Exteriores. Luego de esperar una respuesta durante cinco años, me la negaron. Como no podía volver a Colombia, saqué una cédula de extranjero con discapacidad, que tiene validez de 10 años, aunque no reconoce mi condición de refugiado. 

Mi mejor recompensa ha sido sentirme útil para mi familia y para la sociedad ecuatoriana, concretamente para los habitantes de la ciudad que me acogieron y me dieron un lugar. 

* En esta columna se han omitido las fechas y lugares para proteger la seguridad del autor.


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refugiada en Ecuador