Tomar la decisión de salir de mi país no fue fácil. Dejé muchos sueños que con sacrificios y mucho trabajo había logrado. Mi esposo trabajaba en una empresa dedicada a la venta de instalación y reparación de equipos de Rayos X, y yo en una empresa de Traumatología, de venta y alquiler de equipos médicos e implantes quirúrgicos. Nos iba bien. Pero por pensar distinto que el gobierno de ese entonces —que continúa ahora— nos tocó huir. 

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Llegamos a Ecuador en abril de 2017. Acá empezamos de nuevo: mi esposo, yo y nuestras dos hijas adolescentes e hijo pequeño de apenas tres años. Tenía la expectativa de conseguir un empleo con sueldo digno. Tenía el sueño de recuperar la estabilidad emocional y económica. Tenía la esperanza de crecer como familia en este país. 

Pero la expectativa, el sueño y la esperanza no se han terminado de cumplir. Como refugiados venezolanos ha sido muy duro adaptarnos. Hay xenofobia. No hay buenas oportunidades laborales. Sin un buen trabajo es imposible tener estabilidad. Me han ofrecido empleo de 8 a 10 horas por cinco dólares al día. Quienes ofrecen el puesto dicen que “eso es lo que le pueden pagar a un extranjero”. Trato de mantener una buena actitud y mis hijos son mi mejor motivación para hacerlo. El mayor obstáculo ha sido ser extranjera. Hoy estoy desempleada y mi esposo también. 

Nos quedamos sin trabajo por el covid-19. Desesperados por la falta de dinero, tomamos la decisión de mucho riesgo —pero cumpliendo las medidas de seguridad— de salir a vender golosinas a la calle. Los comentarios que recibimos los venezolanos son muy negativos. Es triste que te digan “vete a tu país”. Cuando salimos a trabajar, mis hijos se quedan en casa. Tratamos que ellos no sientan el rechazo de la gente y los problemas económicos que atravesamos. Para ellos, solo estamos esperando que acabe la cuarentena. Aún no saben que estamos sin empleo. Están un poco tristes al ver la falta de alimentos en casa y nos preguntan que hasta cuándo estaremos en cuarentena. Eso cada vez nos angustia más porque sabemos que con todo esto tendremos menos posibilidades de conseguir empleo. Nos preguntamos qué será de nosotros sin empleo sin dinero sin poder regresar a nuestro país por temor a nuestras vidas. En estos momentos pensamos, mi esposo y yo, ¿de qué valieron tantos años de estudios si aquí no valemos nada?

Sé que mi estatus migratorio de refugiada es un obstáculo cuando busco empleo. En el Ecuador, grandes y pequeñas empresas desconocen qué es una visa o cédula de refugiado. No saben que tenemos los mismos derechos de un ecuatoriano. Y nos ven como un extranjero indocumentado más. El ocho de enero empecé un nuevo empleo en el que me hicieron firmar un contrato de trabajo y al mismo tiempo una carta de renuncia. Cuando me quejé, la dueña me dijo “cuando ya no te necesite, tomaré mi decisión; si le parece bien se queda, y sino hasta luego”. Pero a veces la necesidad es más fuerte, y me quedé trabajando ahí por tres meses. Pensé en denunciarla por el trato déspota. Era un restaurante, y tres veces me multó con 10 dólares porque faltó un alimento. Cuando vio mi malestar me dijo “Vaya y denuncie que en Ecuador yo manejo las cosas diferentes”. Entonces preferí quedarme tranquila porque pensé que con dinero ella podía solucionar todo. 

En estos tres años de altos y bajos estoy agradecida con organizaciones que siempre han estado dándonos apoyo moral y en su momento económico. Empleados de Hias —organización socia de Acnur que apoya a los refugiados en diferentes partes del mundo— nos visitaban cada cierto tiempo y nos hacían sentir que contábamos con alguien y que no estábamos solos. Nos brindaron ayuda psicológica y charlas motivacionales, también apoyo económico. 

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Ser refugiado, se supone, es recibir el apoyo del país que nos acoge. Pero en el Ecuador no contamos con todo el apoyo de entes gubernamentales. No hay ayuda laboral a las personas que hemos sido reconocidas como refugiadas. Es difícil llegar a un país nuevo y no recibir apoyo. Lo único que nos mantiene de pie es la fe y el amor a nuestros hijos y, por fortuna, ellos sí pudieron acceder a la educación pública. La atención desde el principio fue muy cordial. En el trámite me pidieron los pasaportes y las calificaciones de los años cursados en Venezuela. Entregamos todo y a los pocos días nos enviaron un correo con los cupos asignados. Fuimos a los colegios a legalizar los cupos y todo marchó sin problemas.

Ahora esperamos que acabe la pandemia para ver qué futuro nos espera, como refugiados venezolanos, en Ecuador.


Este contenido se realizó con el apoyo de
refugiada en Ecuador