Una vez almorzando en un restaurante cerca de la mitad del mundo en Quito, mi invitado extranjero empezó a sentir el efecto de la altura y pedimos a la mesera que nos trajera algo para tomar. Nos preguntó, “¿desean té o café?”. Le respondimos “café.” Cuando regresó con té le dije que habíamos pedido café. “Es el café que hay” nos dijo antes de desaparecer para atender otras mesas. Nos reímos de la defensa improvisada de la mesera indiferente, y luego se me ocurrió que la historia representa una analogía del capitalismo hoy. Nos ofrecen café, y cuando nos dan té, nos responden, “es el café que hay”.

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Debería ser inexplicable que en 2019 aún hay políticos ganando elecciones en el continente americano con promesas de implementar políticas socialistas. Tenemos en tiempo real un ejemplo claro de un fracaso derivado de la nacionalización de los medios de producción y la sustitución del sector productivo por el Estado: el proyecto socialista venezolano ha colapsando por su propio peso en una catástrofe humanitaria, social, económica, y política que ha provocado la migración de millones de venezolanos a los países vecinos, el regreso de enfermedades extinguidas, una inflación récord mundial, inseguridad a niveles de países en guerra y un hambre incalculable. Las clases más pobres son las más perjudicadas. No hay nada rescatable de la implementación del socialismo en Venezuela. La culpa no es de nadie más que de sus autores.

No obstante, después de años de gobiernos conservadores, los mexicanos en 2018 eligieron como presidente al declarado socialista Andrés Manuel López Obrador. A su partido, Morena, le dieron una mayoría absoluta en el congreso.

Las elecciones primarias del partido demócrata estadounidense los candidatos para elegir quién se enfrentará a Trump en noviembre de 2020 son lideradas por un autodeclarado socialista: el senador de Vermont Bernie Sanders. Lo siguen varios candidatos que han sido abiertamente críticos del modelo capitalista.

La congresista estadounidense más llamativa y impactante del actual período es Alexandra Ocasio-Cortez, otra política autoproclamada socialista. Ocasio-Cortez venció a un titán del partido demócrata, y ahora lleva la bandera del socialismo a una generación de millenials, la mitad de los cuales tienen una opinión favorable del socialismo.

Es probable que la reacción de los defensores fervientes del capitalismo frente al protagonismo de políticos que simpatizan con ideas socialistas es etiquetarlos de ignorantes, manipulados, manipuladores, o perdedores. Es más fácil desacreditar a grupos enteros del electorado que contemplar las raíces de su descontento y considerar que, capaz, el modelo capitalista actual no cumple con su promesa, y que tampoco está diseñado para los desafíos particulares que enfrenta nuestro planeta en 2019.

El modelo capitalista también falla, como falló cuando un millón de ecuatorianos migraron al exterior para buscar empleo a finales del siglo XX. Es como que nos ofrecieron café pero nos dieron té. Cuando reclamamos, nos insultaron.

Si populistas radicales como los que ahora gobiernan en Estados Unidos, Brasil y México, los tres países más grandes de nuestro hemisferio, siguen encontrando seguidores con sus respuestas fáciles a problemas complejos, es porque la alternativa no logra convencer a los votantes.

No es coincidencia que cuando Estados Unidos ha llegado a su brecha de desigualdad más extensa sea cuando elige su líder más populista, incompetente, autocrático, y más latinoamericano que el país ha visto.

A pesar de estar de que Estados Unidos marca una tasa de desempleo de apenas 3.9%, la cifra no cuenta toda la historia. El salario real de los trabajadores está cayendo, mientras el costo de vida en las ciudades principales está subiendo. Aquellas condiciones han creado una apertura para el socialismo: los millennials, aquella generación nacida entre el 1982 y 1997, representa la primera generación desde la gran depresión que tendrá peores prospectos económicos que los de sus papás, a pesar de ser la generación más educada de la historia. También es la generación más endeuda, principalmente debido al alto costos de estudios. No estamos hablando de adolescentes recientes: la mayoría de los millennials ya tienen familias propias, llevan años en el mercado laboral, y su futuro financiero es problemático.

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Un sistema —sea una moneda como el dólar, un modelo económico como el capitalismo, o un sistema de gobernanza como la democracia— depende de la confianza de sus usuarios para poder sostenerse en el tiempo.

Cuando los usuarios pierden confianza en el sistema, el sistema empieza a desmoronarse. Los millennials en Estados Unidos han aprendido una lección que las clases marginales de América Latina siempre han sabido: el sistema no cumple con su promesa de entregar prosperidad a las personas talentosas que trabajan bien. Hay fallos sistemáticos, sociales y culturales que limitan el ascenso de mucha gente, y a veces el sistema trabaja activamente en contra de ciertos grupos.

En su mejor momento, el capitalismo ofrece apenas avances incrementales para las clases marginales. Sin una reforma, tampoco ofecerá un avance colectivo para grupos extremadamente marginalizados, como los pueblos indígenas o los afrodescendientes. Por eso nuestra élite económica no es igual de representativa como el país en que existe. La falta de reconocimiento de las fallas del sistema por parte de los defensores ciegos del capitalismo es lo que abre camino para los populistas, incluyendo los socialistas, que dicen, “yo veo que el sistema actual no funciona, voy a proponer una alternativa”. En esa coyuntura, la democracia se convierte en una vía para políticos temerarios.

La consecuencia de esa forma de pensar es Venezuela. Cuando diseñamos sistemas basados en teoría sin ninguna base práctica, los resultados suelen ser catastróficos. Tanto los capitalistas como los socialistas usan como guías a filósofos que escribieron sus ideas hace 200 años, y no podrían ni contemplar el mundo en que vivimos hoy. Es cómodo pensar que una idea vieja debe ser correcta porque ha sobrevivido tanto tiempo, pero la obsesión con ideas sagradas de siglos anteriores es también lo que nos mantiene paralizados con etiquetas y paradigmas que no sirven para resolver los problemas de hoy.

Si hay un elemento que salva al combo capitalismo-democracia y que no tienen los sistemas totalitarios alternos, es su capacidad de proponer reformas, aunque la reforma de verdad suele ser extremadamente lenta en implementarse. Cuando Elon Musk propone un auto eléctrico que no solo vende pero que también cambia la agenda de investigación y desarrollo de los titanes de la industria, vemos chispas de esperanza de cambio.

Algo parecido pasa en la política: estimulado con la incompetencia en  la gobernanza de la derecha, la izquierda norteamericana empieza el proceso de elegir su líder para las próximas elecciones, y con redes sociales siendo el principal medio de distribución de información, los candidatos de los márgenes del partido poco a poco empiezan a ocupar el centro y, en el proceso, cambian el debate.

Entre aquellos candidatos está Andrew Yang, cuya propuesta principal es dar mil dólares al mes a cada ciudadano americano, una propuesta que él llama el dividendo de libertad. Yang sugiere que la automatización de trabajos por robots y software es el factor que más representa una amenaza a la estabilidad económica, política y social en Estados Unidos. Según Yang, los Estados Unidos manufacturan más cosas que en cualquier momento de su pasado, pero requiere de menos gente para hacerlo gracias a la automatización. Donald Trump ganó la presidencia con una diferencia de apenas 300 mil votos, y Yang subraya que los lugares que más votaron por Trump son los que más trabajos se han perdido gracias a la automatización.

Yang sugiere que el enfoque de Trump en los migrantes es meramente un chivo expiatorio para un problema real: los robots, no los migrantes como sugiere el Presidente actual,  están quitando trabajos. Y el problema sólo se va a empeorar. Según estudios, los programas de recapacitación no funcionan, porque resulta difícil convertir a un camionero en un  ingeniero informático. La mayoría de las personas que pierden su trabajo simplemente salen de la fuerza laboral.

Los defensores del capitalismo insisten que la innovación, la disrupción creativa, como suele llamarse, simplemente reemplaza trabajos viejos con trabajos nuevos, como ha sucedido siempre. Hubo un momento en que el 50% de la población norteamericana se dedicaba a la agricultura, y ahora es apenas el 2%. Creer que nos espera una ola de nuevos trabajos es tener una fe religiosa en la sabiduría de los economistas de ayer. Sin embargo, ni ellos ni los capitalistas modernos han considerado un cambio tan drástico al modelo como la automatización, y por ende los modelos de ayer quizá no sean adecuados para los problemas de hoy.

En lugar de crear un capitalismo que sólo distribuye miseria y no riqueza, Yang propone una idea novedosa: subsidiar a la gente en lugar de subsidiar a los productos o servicios. Hoy en día los subsidios nos rodean por todo lado, y aunque su valor no está contemplado en las facturas que recibimos, su costo es enorme. En Ecuador subsidiamos la gasolina mientras que en Canadá y Europa los ciudadanos pagan impuestos para desincentivar su consumo. El costo de salud de los motores diesel que escupen su humo negro es asumido por nosotros a través de problemas respiratorios, vidas más cortas, y el costo ambiental lo asume la atmósfera. Hay empresarios que se enriquecen gracias a subsidios cuyo fin es motivar ciertos comportamientos en la ciudadanía. Hay subsidios que benefician más a la gente más adinerada porque consumen más, como los del gas doméstico, aunque, en teoría, estén destinados para los más necesitados.

La idea de Yang  es subsidiar a la gente a través de un impuesto de valor agregado (como nuestro IVA) mediante una transferencia mensual que proteja a los ciudadanos de las consecuencias catastróficas de la automatización, y que también promete estimular economías locales actualmente perjudicadas no sólo por la automatización, sino también por los gigantes digitales como Amazon que suelen matar industrias y negocios locales. El motivo va más allá de  proteger a los ciudadanos. Pretende, también, asegurar el bienestar de los sistemas capitalistas y democráticos, que fácilmente pueden colapsar cuando el daño económico se convierte en radicalismo en la urna.

Los argumentos en contra de Yang suelen ser más morales (la gente dejará de trabajar) que económicos. En términos económicos, sabemos que redistribuir riqueza es bueno, y sabemos que dar plata a personas es más eficiente que subsidiar cosas. En términos morales, el argumento en contra es que la gente debe trabajar, y si no tienen la amenaza del hambre la gente se vuelve vaga. Cuando pensamos en el nivel de desperdicio que nuestro gobierno genera a través de políticas públicas bien intencionadas pero mal ejecutadas o corrompidas, la idea de reemplazar ese gasto con un pago mensual directamente a la gente se vuelve objetiva e indiscutiblemente atractiva y merece consideración. Yang, a través de su candidatura, está poco a poco llevando una idea marginal de la periferia al centro.

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Los defensores del capitalismo tampoco tienen respuestas para el problema más grave que enfrentamos como planeta: el calentamiento global. La misma ciencia que nos permite volar en un avión a 10 mil kilómetros de altura y 600 kilómetros por hora nos dice que el daño que hacemos a la atmósfera por la emisión no controlada de gases de efecto invernadero está alcanzando un nivel irreversible.

Si se derrite el hielo polar, se escaparán millones de toneladas de metano a la atmósfera, La consecuencia será un planeta inhabitable en algunos lugares y difícilmente habitable en otros. Dudar o cuestionar la ciencia detrás del calentamiento global, a pesar de la gran cantidad de evidencia, sólo es posible cuando alguien está políticamente motivado a profundizar y proteger su ignorancia.

En su forma actual, el capitalismo sólo ofrece agravar este problema. Aunque algunos dirán que cambiando nuestro hábitos podemos salvar al planeta, la verdad es que el problema es industrial y podría ser controlado por gobiernos agresivos y empresas conscientes: 70% de las emisiones de gases venenosos vienen de apenas 100 empresas y sus cadenas de producción. Es un truco del modelo capitalista hacernos pensar que el calentamiento global puede ser combatido por individuos quitando responsabilidad a gobiernos y empresas.

En el largo plazo el capitalismo nos ofrecerá soluciones al cambio climático, pero el problema es que no tenemos un largo plazo. Se puede producir carne en laboratorio y, en algún momento, será más barata que mantener vacas contaminantes que también consumen agua de forma desproporcionada. No sólo será más barato, pero también más seguro porque eliminará la presencia de bacterias y reducirá la necesidad de transportar comida miles de kilómetros de su producción hasta su consumo. Las energías renovables ya son más baratas que las energías producidas por combustible fósil, pero cambiar la infraestructura existente no solo requiere de inversión pero también voluntad política.

El argumento a favor y en contra de salvar nuestro planeta es tal vez el debate más tonto y costoso que tenemos. Los políticos del lado equivocado del debate simplemente entregan materia prima a los políticos socialistas jóvenes que entienden la desesperación de las personas que mañana vamos a heredar las consecuencias de la falta de acción de hoy.  Si el cambio climático no fuese un tema politizado, no podría ser usado como garrote en la pelea.

El socialismo sigue amenazando al mundo porque el capitalismo se rehúsa a reformarse para tratar con seriedad los problemas de hoy. Además, no tiene un plan para la urgencia que la desigualdad, el avance de la automatización, y el cambio climático exigen. Lo reconozco yo y soy empresario, y también lo reconocen varios billonarios: para sobrevivir, el capitalismo tiene que reformarse mirando a la realidad de hoy.  Ya no hay fe en que los políticos lo hagan: ser elegido no requiere proponer soluciones sensatas. Más bien, sólo requiere reconocer los problemas, como han hecho Trump, Bolsonaro, y López Obrador.

Cuando reclamamos que nos ofrecieron café y nos dieron té, los capitalistas nos responden “es el café que hay”. Aquella indiferencia, o podríamos decir arrogancia, amenaza al sistema entero que pretenden defender. Están debilitando la confianza de los usuarios. Una frase atribuida a Lenín (el ruso) es “los capitalistas nos venderán hasta la soga con la que los ahorcaremos” pero es un dicho equivocado: los capitalistas se ahorcan solos.