Tres días después de que muriera, alguien usó la tarjeta de débito de Luisa Rivera. Hizo dos recargas de telefonía celular —una por 5 dólares, otra por 20. Además, intentó hacer un consumo por mil dólares. Luisa Rivera falleció el 2 de abril en el Hospital del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS)  Los Ceibos, en Guayaquil. Había entrado caminando lento, cerca de las diez de la mañana del 31 de marzo de 2020, apoyada en su sobrino, Alfredo Quirola. La mujer, de 79 años, cargaba su cartera, su celular, las cédulas de identidad de ella y de su esposo, sus tarjetas de crédito y débito y 170 dólares que eran parte de un dinero que sus familiares —muchos viven fuera del país— le habían mandado. Quirola dice que, un par de horas después, le dijeron que su tía había sido internada. El 2 de abril a Allan Arias, uno de sus once nietos, un médico le dijo “extraoficialmente” que su abuela había fallecido.

No saben qué ocurrió con sus pertenencias —incluido su celular y el dinero en efectivo que llevaba— pues cuando sus familiares fueron al hospital a tramitar el proceso de entierro, les dijeron que todas las pertenencias se metían en la “bolsa con el cadáver”. Pero en la situación de crisis sanitaria que enfrenta Guayaquil recuperar los cuerpos es difícil

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La mayoría de los parientes de Luisa Rivera viven fuera del Ecuador. Su nieto Allan Arias dice, desde Estados Unidos, que estaban conscientes del vía crucis que significaría recuperar un cuerpo a la distancia. “Esa fue otra pesadilla”, dice: un funcionario del hospital les pidió  dinero para poder entregarlo, y ellos se negaron. Se resignaron a que el cadáver se quedara en el hospital. Fue en la entrevista para este reportaje que Allan Arias supo que podía buscar en un sitio habilitado por el gobierno dónde fue sepultada su abuela: según ese sitio, Luisa Rivera reposa en el camposanto Parques de la Paz de la vía a la Aurora, en las afueras de Guayaquil. 

Allan Arias dice que pudieron anular todos los consumos que se hicieron con las tarjetas de su abuela, excepto las recargas telefónicas. El sobrino de Luisa Alfredo Quirola, intentó poner la denuncia en la Fiscalía por los objetos que le sustrajeron a un mujer moribunda. Pero en la Unidad Judicial del Cuartel Modelo les dijeron que no podían recibirla por “falta de personal”. 

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El caso de Luisa no es el único. Hay al menos otros cinco. Todos sucedieron en el hospital IESS Los Ceibos. Compañeros y amigos del periodista deportivo Augusto Itúrburu, denunciaron a través de redes sociales, el robo de sus pertenencias mientras estaba internado en el mismo hospital. 

Su hermano Nelson cuenta que cuando Augusto Itúrburu supo que lo iban a internar le pidió que recupere sus pertenencia: reloj, anillos, billetera, celular y tarjeta de débito. Cuando Nelson Itúrburu fue a pedirlos un funcionario del hospital le dijo que todo eso estaba contaminado y que no se los podían devolver porque eso se destruía. “¿El celular, el reloj, el anillo, todo lo queman?”, cuenta que preguntó. Le dijeron que sí. “Bueno, yo dije eso es lo material y yo estaba más preocupado por la salud de mi hermano”, dice. 

Augusto Itúrburu falleció el 15 de abril de 2020. Al día siguiente, su papá, que también se llama Nelson,  llamó a la cooperativa donde tiene una cuenta para pedir una nueva tarjeta de débito. Le había dado la suya a su hijo Augusto por si necesitaba dinero mientras estaba hospitalizado. Esa tarjeta había sido, supuestamente, quemada. Pero en la cooperativa le dijeron que la tarjeta estaba activa y que ese día se habían hecho tres retiros de la cuenta: el primero de 100 dólares, el segundo de 300 y el tercero de 160. Era el dinero de la pensión de jubilado que Nelson recibe. El hospital los contactó para ofrecerles investigar internamente lo sucedido, pero la familia puso una denuncia en la Fiscalía. 

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La familia de Alfredo Iglesias también tuvo que dirigirse a la Fiscalía para hacer la denuncia tras padecer una situación similar. Alfredo Iglesia era médico, ejerció su profesión durante 30 años. El 17 de marzo de 2020 entró al hospital IESS Los Ceibos, llevaba su billetera —con 200 dólares en efectivo, aproximadamente— tarjetas de crédito y su teléfono celular. Su nieto, Allan Villalobos dice que, cuando lo pasaron a la Unidad de Cuidados Intensivos el 30 de marzo le robaron el celular. “Una enfermera nos llamó a a comunicar lo sucedido, entonces reportamos la línea, el celular y las tarjetas. Él falleció el 31 de marzo. Nunca nos devolvieron las pertenencias”, dice a por WhatsApp. Dice que su abuelo se dio cuenta del robo y le avisó a la enfermera: “Eso lo puso peor de lo que estaba”, dice Villalobos. Cuando la familia pidió que les devuelvan sus pertenencias, les dijeron que  las habían metido en “la misma funda del cadáver porque estaban contaminadas”. Son argumentos del hospital que se repiten que todo está contaminado, que todo será quemado, que todo se meterá en la bolsa del cadáver. No hay más explicaciones ni respuestas para los familiares que, además de enfrentar la muerte de su ser querido, tienen que lidiar con estos robos.

A la familia de José Cabrera le dieron respuestas similares. Él entró al mismo hospital con los síntomas del coronavirus el 28 de marzo. Después de dos días, su familia le hizo llegar un celular porque no tenían información sobre su estado, dice su hija Mónica: “El celular de mi papá se había dañado y una tía le prestó uno usado para que pudiera comunicarse”. El 4 de abril, José Cabrera murió. Otro hijo de José hizo los trámites “para asegurarse de que el cuerpo esté identificado y no se lleven un cuerpo equivocado”, dice. Su hermano pidió en el hospital que le devolvieran las pertenencias de su papá. “Le dijeron que no había nada que entregar porque todas las pertenencias, por un tema de contaminación, las quemaban”. 

Lo mismo le dijeron a Katiuska Valverde, cuyo abuelo, Julio César Sari, estuvo ingresado cinco días en el hospital IESS Los Ceibos. Julio César Sari se fue solo al hospital el 25 de marzo, sin siquiera avisarle a su esposa. Antes de entrar había retirado 560 dólares de su cuenta bancaria para comprar víveres para el negocio que él y su esposa tenían. Como se sentía mal, decidió pasar por el hospital, sin pensar que de allí no saldría. 

Además del dinero en efectivo, llevaba su celular que utilizó para informarle a su esposa que lo iban a internar. Su nieta dice que solo se podían comunicar con él gracias a ese teléfono. El 30 de marzo Julio César dejó de contestar y la familia se imaginó lo peor. Fue difícil saber qué había ocurrido. Pasaron todo el día en angustia. En la noche, gracias a la ayuda de un amigo médico, supieron que Julio César Sari había fallecido a las once y media de la mañana. “Cuando fuimos a hacer los trámites en el hospital, pedimos que nos devolvieran sus cosas. Una funcionaria salió y a mí y otros familiares nos dijo, en voz altanera, que las pertenencias de los fallecidos son quemadas si no fueron retiradas por los familiares al momento del ingreso”. Con mucha insistencia —por parte de Katiuska y otros familiares— lograron recuperar únicamente el celular. El dinero y la billetera, no. 

También entró solo, al mismo hospital del IESS en Guayaquil, fue Walter Márquez. El 20 de marzo entró con una mochila en la que cargaba documentos de identificación, su billetera con cincuenta dólares, dos teléfonos celulares (uno de “alta gama”), un reloj y sus tarjetas de crédito, dice su esposa Consuelo García, a quien también le dijeron que todo lo han quemado. “Hasta esta semana voy a esperar que me den respuestas o iré a denunciar a la Fiscalía”, dice Consuelo García, mientras cuenta, uno tras otro, los últimos recuerdos que tiene de Walter. “Mi Chelo, me dijo, estoy con oxígeno ya estoy aquí” le dijo por mensaje su esposo y le mandó una fotografía. 

Walter Márquez murió el 22 de marzo. Su esposa recuerda que hablaron hasta esa madrugada, pocas horas antes de que fallezca. “Hasta las nueve de la noche hablamos cada media hora, luego yo ya estaba afectada y dejamos de llamarnos por video”, dice  Consuelo García cuando cuenta las últimas conversaciones con el hombre con quien compartió su vida durante 23 años. “Como a las once fue solo una llamada por teléfono y a las doce y cuarenta y cinco me dijo que le habían dado resultado del coronavirus y que salió positivo”, dice. Ella le pidió que durmiera tranquilo que, con la medicina que le iban a dar, se curaría. “Ya de ahí mi esposo me dijo cosas personales, yo no sé si él ya presentía la muerte, pero hasta lo último reafirmamos nuestro amor. Fue triste y doloroso”, dice Consuelo García, quien no pierde la esperanza de recuperar el celular por los recuerdos que guarda.

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Cuando la historia de Augusto Itúrburu se hizo pública, otras personas empezaron a narrar situaciones similares. El hospital se pronunció el 16 de abril a través de un comunicado que difundió por Twitter en el que aseguraba haber iniciado una investigación para esclarecer lo ocurrido. El documento decía, además, que por razones de bioseguridad, cuando los pacientes entran por Emergencia, deben dejar todos sus objetos personales para “evitar contaminación en el ambiente hospitalario”. Contacté a la encargada de comunicación el 17 de abril pero no obtuve respuesta alguna. Al insistirle días después,  me pidió que enviara las preguntas por correo. Hasta el cierre de este reportaje no ha habido ninguna respuesta. 

Muchos de los familiares ni siquiera la esperan ya. Allan Arias, el nieto de Luisa Rivera, dice que ya no recibirá el mensaje de voz diario que su abuela le mandaba para desearle buen día. Frente a eso, la pérdida de las cosas materiales resulta menor, aunque no menos indignante. “Lo que más quisiéramos es recuperar el celular, eso sería un bonito recuerdo para la familia”, dice.

Como él, las otras familias que se han enfrentado al dolor de la pérdida de un ser amado y al agravio de que no les devuelvan sus pertenencias más personales, no conciben que una persona que ya lo ha perdido todo, tenga también que reclamar por el último de los despojos. Más allá del valor económico, significan algo más: lo poco o mucho que los pacientes tenían en sus últimas horas de vida, los ahorros que les mandaron de otro país, el dinero que sacaron para sostener un negocio, el teléfono que les prestó una hermana para no perder contacto. Son pequeñas muestras que revelan que detrás de quienes mueren, están sus hijos, sus nietos, sus hermanos, sus parejas y que, aunque tengan que estar solos y aislados, sus familias no los olvidan. Son pequeños símbolos de amor.

*Melissa Carranza colaboró para la realización de este reportaje.