La presentación del caso Paola Guzmán a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en el 2002, es una muestra evidente de que la violencia sexual en las aulas del país —que ha cobrado más importancia en los últimos años— tiene larga data en el país. El abuso sexual al que Paola Guzmán fue sometida durante su adolescencia por parte del vicerrector y del médico de la institución educativa a la que asistía y su consecuente suicidio, hizo internacionalmente responsable al Ecuador por los hechos. La CIDH dio al Estado ecuatoriano una serie de recomendaciones que no fueron acatadas, por lo que este organismo decidió presentar el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en febrero del 2019.
Paola Guzmán no sería la última víctima de la violencia sexual en las aulas ni de la negligencia de un Estado que ve este problema como algo que acontece “a la distancia” desconectada de su proceder, de sus obligaciones e incluso de su pasividad y omisiones. Tras su muerte se conoció que en su colegio existían otras víctimas del mismo ofensor, un patrón macabro y recurrente en este tipo de agresiones.
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En el 2017 el país enmudeció al visibilizar el abuso sexual en el ámbito educativo, este fue el año en que más denuncias se registraron a nivel nacional y el año en que se puso en evidencia graves omisiones que han creado un terreno fértil para que la violencia sexual se produzca y reproduzca en estos espacios.
Los casos de violencia sexual en las escuelas que lograron visibilidad pública por sus lamentables desenlaces, constituyeron una pequeña muestra de una realidad mucho más amplia y generalizada que dejó al descubierto la poca o nula intervención del Estado a la hora de prevenir, atender y reparar integralmente a las víctimas de este flagelo y sus familias.
Los 41 niños y niñas abusados y torturados sexualmente por un docente de la Academia Aeronáutica Mayor Pedro Traversari (AAMPETRA) antecedido por “El Principito”, un niño de cinco años que fue felado por su profesor de piscina en la Unidad Educativa Binacional La Condamine, dieron paso a una ola de denuncias. Las denuncias desvanecieron a la escuela como lugar de referencia, contaminando y arrasando vínculos y espacios que debieron ser seguros y desdibujando la posición de la niñez y la adolescencia dentro de nuestra sociedad como sujetos que deben ser protegidos.
La Comisión AAMPETRA, creada por la Asamblea Nacional en julio del 2017, para investigar el abuso sexual en el sistema educativo publicó en su informe final cifras muy inquietantes: más de 4.584 casos de abuso sexual cometidos y detectados en el ámbito educativo entre 2015 y 2017. De esos, tan solo 734 habrían sido judicializados. Esta comisión tampoco pudo hacer la diferencia, las instituciones públicas que recibieron recomendaciones, hasta ahora no han dado cumplimiento a las mismas.
A esta evidente desprotección judicial se sumó la falta de datos oficiales desagregados, la nula articulación interinstitucional, la ausencia de mecanismos de prevención, la falta de activación de rutas y protocolos, las lealtades gremiales que solaparon a los agresores, la inacción y negligencia de las autoridades educativas nacionales, locales y distritales a quienes la memoria y el olvido social les relevó de responsabilidad. También se sumaron la ausencia de políticas integrales de protección de la violencia sexual con perspectiva de género, los llamados “pactos de silencio” que a más de encubrir estos crímenes evitaron que los perpetradores sean sancionados, la falta de supervisión, monitoreo y control de las instituciones educativas que actuaron y siguen actuando como pésimos agentes de protección, anteponiendo su prestigio por sobre el padecimiento de las víctimas y sus familias.
Hasta abril del 2018 el Ministerio de Educación reportó que 2678 casos de violencia sexual fueron cometidos en espacios educativos, de los cuales 1256 fueron perpetrados, principalmente, por docentes y autoridades aunque también por conserjes, conductores y adolescentes varones contra niñas y adolescentes. En la mayoría, estos ofensores sexuales se han dado a la fuga. Desde esa fecha el Ministerio de Educación no ha actualizado sus cifras.
La impunidad es especialmente significativa en estos contextos y constituye una forma más de violencia extrema y de negación flagrante de derechos, enviando un mensaje de indiferencia y endoso que lesiona la confianza y la convivencia armónica de una sociedad que protege a ofensores sexuales en tanto que deniega tiempo, voz y justicia a sus víctimas.
Aún no se ha podido establecer con exactitud un número concreto de sobrevivientes de violencia sexual en el ámbito educativo. Por lo tanto sus vidas y las de sus familias no han podido ser reparadas. Sabemos que pueden ser miles a nivel nacional pues la polivictimización (el involucramiento de más de una víctima en actos de violencia sexual) ha sido una marca registrada en estos espacios.
El tratamiento de este fenómeno social violento demanda contar con procedimientos especiales —pensados en los riesgos de las potenciales víctimas— que comporten un verdadero obstáculo para los agresores.
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Las escuelas deben ser buenos agentes de protección por lo que ante la mínima sospecha de abuso deben actuar para que esta no se produzca y ante su certeza deben brindar las garantías necesarias para que este hecho no se repita. Pero su papel no solo se circunscribe a intervenir frente a casos de violencia, pues son lugares idóneos para la prevención, para enseñar a sus alumnos a cuidar sus cuerpos, a respetar y hacer respetar sus derechos.
Poner a cada cifra un rostro, responder de manera sensible e íntegra a la niñez y la adolescencia en su dignidad, vulneraciones y quiebres es obligación del Estado ecuatoriano. Quizás el pronunciamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de Paola Guzmán haga que el Ecuador, de una vez por todas, humanice su conducta y honre sus compromisos.